Tribunas

Por sus obras les conoceréis...

 

 

José Francisco Serrano Oceja

 

 

 

 

Diario del Coronavirus, 2.

 

Durante no poco tiempo hemos repetido sin cesar aquella frase de K. Jaspers que decía que en las situaciones límites es cuando se conoce de verdad a las personas y a las sociedades.

El primer conocimiento, o reconocimiento, es el personal para que sea social. Esta situación de confinamiento permanente nos ayuda a un ejercicio al que no estábamos, probablemente, acostumbrados: el de la introspección, el de la “introyección”, meter en boxers nuestro mundo interior, poner en el microscopio dónde está nuestro yo y dónde está Dios en nosotros, cómo es mi encuentro con Jesucristo, tan presente y tan ausente ahora sacramentalmente.

El segundo mundo de reconocimiento es el inmediato, la familia, la comunidad, el vecindario, el barrio, los amigos. La cercanía y la convivencia permite fijarnos en detalles que, quizá hasta ahora, hayan podido pasar inadvertidos, o descubrir nuevas tareas, nuevas aptitudes. Un buen amigo me decía por teléfono que había descubierto el poder terapéutico de la fregona y de la bayeta del polvo.

Y, en tercer lugar, el conocimiento de la medida de quienes nos rodean y gobiernan. Aquí nos planteamos una pregunta básica, ¿en manos de quiénes estamos? ¿Quiénes rigen nuestros destinos? ¿Nosotros, otros? ¿Cuál es la medida de sus criterios, de su actuación?

No voy hacer un excursus sobre la política, nuestros políticos. Tampoco lo voy a hacer sobre los responsables eclesiales. Quizá algún día. Por sus obras les conoceréis…

Como estamos en un mundo hiperconectado, en el que las pantallas son escenarios en los que se representa el drama personal y social, no hay más que hacer un análisis de la presencia y de la forma de presencia de los líderes eclesiales, analizar sus mensaje, percibir cuáles son los horizontes de su comprensión de la situación y sus propuestas.

Tendría que poner algún ejemplo concreto. Y lo tengo. Pero me permitirán los lectores que, quizá en contra de mi natural o de la función crítica social del periodismo, haga, de momento, un mutis por el foro. He leído en estas horas pasadas alguna carta de algún obispo que, sinceramente y con todo mi cariño, está produciendo el efecto contrario del que probablemente buscaba.

Entiendo que la escritura es una forma de terapia, pero un poco de prudencia. Utilizar estos medios para, por ejemplo, arremeter contra los sacerdotes que están buscando, quizá muchas veces a ciegas, vías alternativas de evidencia social de la presencia de Dios y de Jesucristo en las calles y en la vida, me parece un desatino. O escribir sobre una forma de compasión cercana a la psicología emotivista, cargada de lugares comunes, me parece…

Pero lo que no se puede negar es que, también ahora, nos encontramos con textos que nos trasportan a otra dimensión, que nos elevan, que nos ayudan en ese conocimiento de Dios, de nosotros mismos, de los demás.

Les pongo como ejemplo el escrito del Abad general de la Orden Cisterciense, el P. Mauro-Giussepe Lepori, enviado desde Roma el 15 de marzo a todas comunidades cisterciense del mundo. Con el título “Deteneos y reconoced que yo soy Dios”, el P. Lepori, autor del famoso libro “Simón, llamado Pedro”, dice cosas como por ejemplo:

“¿Puede suceder esto en la situación de peligro y temor que estamos experimentando ahora ante la propagación del virus y las consecuencias, ciertamente graves y duraderas, de esta situación en el conjunto de la sociedad?

Reconocer en esta circunstancia una posibilidad extraordinaria de acoger y adorar la presencia de Dios en medio de nosotros no significa huir de la realidad y renunciar a los medios humanos que se ponen en marcha para defendernos del mal. Esto sería un insulto a los que ahora, como todo el personal sanitario, se sacrifican por nuestro bien. También sería blasfemo pensar que Dios nos envía pruebas y luego nos muestra lo bueno que Él es para librarnos de ellas. Dios entra en nuestras pruebas, las sufre con nosotros y por nosotros hasta la muerte en la Cruz. Nos revela de esta manera que nuestra vida, tanto en la prueba como en el consuelo, tiene un significado infinitamente mayor que la resolución del peligro presente. El verdadero peligro que se cierne sobre la vida no es la amenaza de muerte, sino la posibilidad de vivir sin sentido, de vivir sin tender hacia una plenitud mayor que la vida y una salvación mayor que la salud”.

Como diría Cipriano, obispo de Cartago, a Cecilio, obispo de Biltha, en el otoño del 253, en una carta clave para entender la eucaristía: “Te deseo, carísimo hermano, que goces siempre de buena salud”.

 

José Francisco Serrano Oceja