Opinión

08/04/2020

 

Palomitas para rezar

 

 

María Solano Altaba


 

 

 

 

Aquí estamos. Todos juntos, muy juntos, y, por fortuna, bien avenidos, porque somos una familia numerosa en un piso que, bien repartido, está dando sorprendentemente mucho de sí. Yo he encontrado un hueco ideal para trabajar en la entrada de la casa, junto al perchero. Como la puerta de acceso ya no sirve para casi nada salvo en esos días tan especiales en los que hay que salir a por avituallamiento, es uno de los lugares más tranquilos de esta populosa vivienda en la que hay gente estudiando en cada habitación y ya se han celebrado varios intensos partidos de fútbol en el pasillo.

Quién nos iba a decir a nosotros que acabaríamos cediendo a la presión y aceptando el fútbol-pasillo… pero ya pintaremos en mejor ocasión. Ahora la pintura ya no es importante.

Porque eso es lo que estamos aprendiendo en esta crisis en la que Dios nos enseña recto, aunque escriba con renglones torcidos: estamos redescubriendo lo importante y, sobre todo, descartando lo accesorio. Y resulta que han bastado unas semanas de confinamiento para darnos cuenta de la cantidad de ataduras accesorias que teníamos a nuestro alrededor. Un ejemplo: las palomitas de maiz.

Evidentemente, aunque soy una madre de esas “brujas” que limita por completo el acceso a la televisión, a los móviles a las tabletas y a cualquier otra cosa que tenga pantallita del tamaño que sea, en estos tiempos del coronavirus hemos tenido que recomponer nuestras propias normas domésticas y le estamos dando carrete a Netflix, Filmin, Amazon y numerosos canales.

En estos días me acuerdo tanto de mi querida Raquel Aránega y de las maravillosas Ana Cemobráin y Cristina Blanco, críticas de cine en Hacer Familia, porque no paro de atender a sus valiosísimas recomendaciones. El cineforum se ha convertido para nosotros en un momento importantísimo de nuestra cotidianeidad.

Pero bien sabemos que no hay cine sin palomitas así que el consumo de esas bolsitas de papel tan bien preparadas que en 2:40 minutos nos deleitan con su sabroso contenido se ha disparado hasta el punto de que agotamos nuestras existencias pasado no mucho tiempo. Y aquí la odisea: encuentre usted palomitas en una ciudad en la que a todo el mundo se le ha ocurrido el mismo plan: sofá, manta y peli.

Pues eso: no hay palomitas. Simplemente no hay. No es cuestión de tiempo, ni de dinero, ni de coche para desplazarme, ni de disponibilidad de supermercados en mi entorno. Es que no hay y, aunque quiera, no las puedo conseguir.

No pasa nada. No hay drama. Y, naturalmente, mis hijos han entendido a la perfección que no podemos hacer palomitas. Pero la anécdota nos ha permitido elevar el problema a categoría, no para enfadarnos con el sistema ni para protestar enérgicamente, sino para ponerlos en la piel de quienes no pueden conseguir algo que de verdad les es importante: la comida de los que mueren de hambre, la seguridad de los que mueren en la guerra, la paz de los que mueren perseguidos por su fe, la salud de los que mueren porque no hay medicinas.

De pronto, más que nunca, cuando cada almuerzo y cada cena –ahora compartimos muchas más horas de mesa y mantel– entonamos lo que hemos dado en llamar nuestra PrayList (lista de oraciones) en la que, ustedes, queridos lectores, ocupan un lugar singular, somos más capaces que antes de ponernos en la piel del otro. Porque aunque solo nos falten palomitas, por primera vez nos falta algo. Y, al tiempo, por primera vez, sentimos mucho más que antes todo lo que tenemos en abundancia: un techo bajo el que cobijarnos, una nevera llena, salud, una familia unida y, por encima de todo, a Dios. Curioso. Nunca pensé que las palomitas nos pudieran ayudar a rezar.

 

María Solano Altaba