Servicio diario - 11 de abril de 2020


 

Papa Francisco: “Damos la espalda a la muerte” y “abrimos el corazón a la Vida”
Rosa Die Alcolea

“Estoy cerca de vosotros”: El Papa llama a la televisión pública italiana
Anne Kurian

Santa Teresa de Jesús de los Andes, 12 de abril
Isabel Orellana Vilches


 

 

 

Papa Francisco: “Damos la espalda a la muerte” y “abrimos el corazón a la Vida”

Homilía en la Vigilia Pascual
(zenit – 11 abril 2020).- “En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios”, ha anunciado el Papa. Este año, la Vigilia Pascual cobra un sentido más profundo que nunca, “percibimos más que nunca el Sábado Santo, el día del gran silencio”.

En esta noche única, a las puertas de la Resurrección del Señor, el Santo Padre ha presidido la Vigilia Pascual, a las 21 horas en Roma, en el Altar de la Cátedra, en la Basílica Vaticana.

“Nosotros, peregrinos en busca de esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la espalda a la muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida”, ha exhortado el Papa.

Así, ha animado a los fieles a “no ceder a la resignación” y a “no depositar la esperanza bajo una piedra”. Ha asegurado que “Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación: en el dolor, en la angustia y en la muerte”.

Como es tradición, la ceremonia del Sábado Santo ha comenzado con el rito de la Bendición del fuego, a los pies del Altar de la Confesión. Después, el Pontífice se ha dirigido en procesión al Altar de la Cátedra de Pedro, pasando al lado del “Altar de San José”. En el canto de la Gloria, se ha mantenido la iluminación progresiva de la Basílica, hasta la iluminación completa.

En su homilía, el Papa ha llamado al ánimo, a la esperanza y al envío: “Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Ánimo, con Dios nada está perdido”.

Este año, por la emergencia sanitaria se ha omitido la preparación del cirio pascual, así como el encendido de las velas a los presentes, ni el Pontífice ha bautizado a nadie, solo se han renovado las promesas bautismales.

Así, ha hecho una invitación a llevar el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas. “Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario”.

A continuación, sigue la homilía del Papa en la Vigilia Pascual:

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Homilía del Papa Francisco

“Pasado el sábado” (Mt 28,1) las mujeres fueron al sepulcro. Así comenzaba el evangelio de esta Vigilia santa, con el sábado. Es el día del Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz del viernes al aleluya del domingo. Sin embargo, este año percibimos más que nunca el sábado santo, el día del gran silencio. Nos vemos reflejados en los sentimientos de las mujeres durante aquel día. Como nosotros, tenían en los ojos el drama del sufrimiento, de una tragedia inesperada que se les vino encima demasiado rápido. Vieron la muerte y tenían la muerte en el corazón. Al dolor se unía el miedo, ¿tendrían también ellas el mismo fin que el Maestro? Y después, la inquietud por el futuro, quedaba todo por reconstruir. La memoria herida, la esperanza sofocada. Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura.

Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron a las fuerzas oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron en el pesimismo, no huyeron de la realidad. Realizaron algo sencillo y extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes para el cuerpo de Jesús. No renunciaron al amor: la misericordia iluminó la oscuridad del corazón. La Virgen, en el sábado, día que le sería dedicado, rezaba y esperaba. En el desafío del dolor, confiaba en el Señor. Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del “primer día de la semana”, día que cambiaría la historia. Jesús, como semilla en la tierra, estaba por hacer germinar en el mundo una vida nueva; y las mujeres, con la oración y el amor, ayudaban a que floreciera la esperanza. Cuántas personas, en los días tristes que vivimos, han hecho y hacen como aquellas mujeres: esparcen semillas de esperanza. Con pequeños gestos de atención, de afecto, de oración.

Al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro. Allí, el ángel les dijo: “Vosotras, no temáis […]. No está aquí: ¡ha resucitado!” (vv. 5-6). Ante una tumba escucharon palabras de vida… Y después encontraron a Jesús, el autor de la esperanza, que confirmó el anuncio y les dijo: “No temáis” (v. 10). No temáis, no tengáis miedo: He aquí el anuncio de la esperanza. Que es también para nosotros, hoy. Son las palabras que Dios nos repite en la noche que estamos atravesando.

En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios. No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia. Es un don del Cielo, que no podíamos alcanzar por nosotros mismos: Todo irá bien, decimos constantemente estas semanas, aferrándonos a la belleza de nuestra humanidad y haciendo salir del corazón palabras de ánimo. Pero, con el pasar de los días y el crecer de los temores, hasta la esperanza más intrépida puede evaporarse. La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida.

El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había sido clausurada, tapándola con una piedra. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba, puede remover las piedras que sellan el corazón. Por eso, no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación: en el dolor, en la angustia y en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de la vida. Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Ánimo, con Dios nada está perdido. 

Ánimo: es una palabra que, en el Evangelio, está siempre en labios de Jesús. Una sola vez la pronuncian otros, para decir a un necesitado: “Ánimo, levántate, que [Jesús] te llama” (Mc 10,49). Es Él, el Resucitado, el que nos levanta a nosotros que estamos necesitados. Si en el camino eres débil y frágil, si caes, no temas, Dios te tiende la mano y te dice: “Ánimo”. Pero tú podrías decir, como don Abundio: “El valor no se lo puede otorgar uno mismo” (A. MANZONI, Los Novios (I Promessi Sposi), XXV). No te lo puedes dar, pero lo puedes recibir como don. Basta abrir el corazón en la oración, basta levantar un poco esa piedra puesta en la entrada de tu corazón para dejar entrar la luz de Jesús. Basta invitarlo: “Ven, Jesús, en medio de mis miedos, y dime también: Ánimo”. Contigo, Señor, seremos probados, pero no turbados. Y, a pesar de la tristeza que podamos albergar, sentiremos que debemos esperar, porque contigo la cruz florece en resurrección, porque Tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras noches, eres certeza en nuestras incertidumbres, Palabra en nuestros silencios, y nada podrá nunca robarnos el amor que nos tienes.

Este es el anuncio pascual; un anuncio de esperanza que tiene una segunda parte: el envío. “Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea” (Mt 28,10), dice Jesús. “Va por delante de vosotros a Galilea” (v. 7), dice el ángel. El Señor nos precede. Es hermoso saber que camina delante de nosotros, que visitó nuestra vida y nuestra muerte para precedernos en Galilea; es decir, el lugar que para Él y para sus discípulos evocaba la vida cotidiana, la familia, el trabajo. Jesús desea que llevemos la esperanza allí, a la vida de cada día. Pero para los discípulos, Galilea era también el lugar de los recuerdos, sobre todo de la primera llamada. Volver a Galilea es acordarnos de que hemos sido amados y llamados por Dios. Necesitamos retomar el camino, recordando que nacemos y renacemos de una llamada de amor gratuita. Este es el punto de partida siempre, sobre todo en las crisis y en los tiempos de prueba.

Pero hay más. Galilea era la región más alejada de Jerusalén, el lugar donde se encontraban en ese momento. Y no sólo geográficamente: Galilea era el sitio más distante de la sacralidad de la Ciudad santa. Era una zona poblada por gentes distintas que practicaban varios cultos, era la “Galilea de los gentiles” (Mt 4,15). Jesús los envió allí, les pidió que comenzaran de nuevo desde allí. ¿Qué nos dice esto? Que el anuncio de la esperanza no se tiene que confinar en nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a todos. Porque todos necesitan ser reconfortados y, si no lo hacemos nosotros, que hemos palpado con nuestras manos «el Verbo de la vida» (1 Jn 1,1), ¿quién lo hará? Qué hermoso es ser cristianos que consuelan, que llevan las cargas de los demás, que animan, que son mensajeros de vida en tiempos de muerte. Llevemos el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas. Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario.

Al final, las mujeres “abrazaron los pies” de Jesús (Mt 28,9), aquellos pies que habían hecho un largo camino para venir a nuestro encuentro, incluso entrando y saliendo del sepulcro. Abrazaron los pies que pisaron la muerte y abrieron el camino de la esperanza. Nosotros, peregrinos en busca de esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la espalda a la muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida.

 

 

 

 

“Estoy cerca de vosotros”: El Papa llama a la televisión pública italiana

Al programa “A su imagen”
(zenit – 11 abril 2020).- “Estoy cerca de vosotros”: este es el mensaje del Papa Francisco, que telefoneó por sorpresa al canal de televisión italiano RAI, en la tarde de este Viernes Santo, 10 de abril de 2020.

La voz del Papa sorprendió a los espectadores en directo y a la presentadora del programa A sua immagine (A su imagen), Lorena Bianchetti. Durante la conversación, el Papa confió que pensaba en los “crucificados” de hoy, “que mueren por amor” en medio de la pandemia.

“Estoy cerca del pueblo de Dios, de los que más sufren, especialmente las víctimas de esta pandemia, del dolor del mundo, pero mirando hacia arriba, mirando la esperanza, porque la esperanza no defrauda. No quita el sufrimiento, pero no decepciona”, también alentó.

El programa religioso, en colaboración con la Conferencia Episcopal Italiana, tiene una historia especial con los papas desde que Benedicto XVI dio una entrevista, que fue transmitida el Viernes Santo de 2011. El Papa Francisco había enviado un mensaje para el 20º aniversario del programa en 2017.

Publicamos a continuación el texto de la transcripción de la llamada telefónica efectuada esta tarde por el Santo Padre Francisco durante el programa en directo de la Rai A sua immagine:

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Texto de la llamada del Santo Padre

 

Lorena Bianchetti (presentadora)

Dígame..

 

El Papa Francisco:

Hola. Buenas tardes, Lorena, ¿cómo está?

 

Lorena Bianchetti:

¡El Papa Francisco! ¡Bienvenido!

 

El Papa Francisco:

Reconoció la voz…

 

Lorena Bianchetti:

Sí, sí, reconocí la voz, Le agradecemos de todo corazón esta intervención, pero sobre todo lo que está haciendo por cada uno de nosotros, por lo mucho que está participando tan paternalmente en nuestro sufrimiento.

 

El Papa Francisco:

Estoy cerca, estoy cerca de vosotros.

 

Lorena Bianchetti:

Su Santidad, si me permite, ¿cómo está viviendo estos días?

 

El Papa Francisco:

Hoy, en este momento, pienso en el Señor crucificado y en las muchas historias de los crucificados de la historia, las de hoy, de esta pandemia: médicos, enfermeras, enfermeros, monjas, sacerdotes… muertos en el frente, como soldados, que han dado su vida por amor, resistentes como María bajo sus cruces, las de sus comunidades, en los hospitales, curando a los enfermos. También hoy hay crucificados y crucificadas que mueren por amor y esto es lo que pienso en estos momentos.

 

Lorena Bianchetti:

Esta noche presidirá el Vía Crucis y tendrá su corazón cerca de todos nosotros, Santidad.

 

El Papa Francisco:

Sí, y estoy cerca del pueblo de Dios, del que más sufre, especialmente de las víctimas de esta pandemia, del dolor del mundo, pero mirando hacia arriba, mirando a la esperanza, porque la esperanza no defrauda. No quita el dolor, pero no defrauda.

 

Lorena Bianchetti:

¿Así que será una Pascua de Resurrección, una Pascua de paz, una vez más, Santidad, a pesar de todo?

 

El Papa Francisco:

La Pascua siempre termina en la resurrección y la paz, pero no es un «happy end», es precisamente el esfuerzo, el empeño del amor, lo que te hace atravesar este duro camino, pero Él lo hizo antes, y esto nos reconforta y nos da fuerza.

 

Lorena Bianchetti:

Santidad, continuaría haciéndole muchas preguntas… No sé si puedo permitírmelo, si le robo todavía más tiempo… Pero mientras tanto me gustaría expresar en nombre de todos nosotros el fuerte afecto que tenemos por Usted.

 

El Papa Francisco:

Muchas gracias, y también me gustaría decir que os quiero. A todos vosotros.

 

Lorena Bianchetti:

Nosotros también le queremos. Gracias, Santidad.

 

El Papa Francisco:

Gracias, ¡Que el Señor la bendiga y bendiga a todos!

 

Lorena Bianchetti:

¡Gracias!

 

 

 

 

Santa Teresa de Jesús de los Andes, 12 de abril

Entregó su vida a los 20 años
“Cristo: la única ambición que tuvo esta bella mujer chilena, que gozando de un estatus privilegiado, no dudó en abrazarse al rigor de la clausura carmelita. Se curtió en la santidad a la que aspiraba y entregó su vida a los 20 años”

Belleza y virtud, junto a un carácter extremadamente sensible y apasionado que orientó hacia Cristo, fueron rasgos de Juanita Fernández Solar, primera chilena canonizada. Ebria de amor por Él, decía: “Cristo, ese loco de amor, me ha vuelto loca”. Pertenecía a una respetable familia de Santiago de Chile, donde nació el 13 de julio de 1900. De un estatus acomodado habían descendido a una clase social menos elevada. Pero cariño no le faltó: “Jesús no quiso que naciese como Él, pobre. Y nací en medio de las riquezas, regalona de todos”.

Apegada a la familia, bien cuando tenía que separarse de ella por cualquier motivo o por razones de vida, como la pérdida de su abuelo, no podía evitar que le embargase hondo pesar. Se formó con las teresianas y en el colegio del Sagrado Corazón. Después de una intervención de apendicitis en 1914, parece que por causa de la anestesia tuvo un arranque de mal genio que fue cercenado de raíz por Lucía, su madre. En 1915 la matriculó interna en el colegio y esta decisión surtió el efecto deseado. La adolescente modificó su comportamiento, aunque hubo alguna otra salida de tono como la reseñada, pero fue puntual. Creció siendo una niña bondadosa, devota de la Eucaristía y de María, piedad acrecentada después de recibir la primera comunión. A los 14 años sintió que Dios le invitaba a una entrega total.

Aunque la economía familiar no fuera boyante, cultivó aficiones reservadas entonces a personas de alta posición. Equitación, tenis y natación fueron deportes que practicó y en los que destacó pese a que su salud era endeble. Especialmente sufría de pertinaces y molestas jaquecas que soportaba con entereza. Tocaba el piano, el órgano y la guitarra. Era catequista y estaba involucrada en acciones solidarias. Dispuesta a seguir a Cristo, la vocación carmelita se afianzó en su corazón alentada por la lectura de las biografías de Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Isabel de la Trinidad y Teresa de Lisieux. “Estoy leyendo la VIDA de Santa Teresa. ¡Cuánto me enseña! ¡Cuántos horizontes me descubre!”. Si iba a compartir con ellos las mieles del Carmelo tenía que comenzar a imitarles en gestos sencillos, cotidianos, en los que está amasada la santidad: Hoy me he vencido mucho para no rabiar. Dios mío, tú me has ayudado. Gracias te doy. En los arreglos y recreos he sido perfecta por ellos. Pero no tanto en las clases”.

Los compromisos sociales, como su ingreso en sociedad en 1918, le incomodaban por lo inoportunos que eran para el camino emprendido: “Muchas veces no puedo ni hacer oración. En esto consiste mi mayor pena, pues paso constantemente con todos, porque no me dejan un momento. Pero mi vida, puedo decir, es una oración continuada, pues todo lo que hago, lo hago por amor a mi Jesús”. En mayo de 1919 ingresó en el convento carmelita de los Andes. Allí tomó el nombre de Teresa de Jesús. Su único afán: Cristo. “Amarte y servirte con fidelidad; parecerme y asemejarme en todo a Ti. En eso consistirá toda mi ambición”.

Se despidió de los suyos con cierta aflicción, pero le acompañaba la certeza de que este sacrificio gozosamente ofrecido a Cristo repercutiría en bendiciones para ellos. Cada uno de los miembros de la familia tenía sus problemas, unos más serios que otros, incluidas crisis de fe. Y desde el claustro les alentaba en bellísimas y profundas cartas que rezumaban un gozo impropio de este mundo. Por encima de dificultades comunitarias, como la que tuvo con la responsable de su formación, nada pudo ensombrecer su felicidad al saberse esposa de Cristo. Seguro que la experiencia de Teresa de Lisieux, doctora en las lides convivenciales con algunas hermanas de difícil carácter, ayudó a la santa chilena a sobrellevar con dignidad la situación, amando el silencio que María nos enseñó al guardar las cosas en su corazón. Vivía los matices de la caridad paulina, soportando deslices ajenos con paciencia, disculpándolo todo. Además, contaba con el afecto y ternura de la priora.

En el exterior sus allegados podían respirar tranquilos. En su correspondencia iba desgranando cuánta era su alegría: “Amanecí muy cantora. Hice la celda cantando (pero porque era día de recreo). Formábamos dúo con otra hermanita novicia… Después, en el recreo, todas nos embromaban. Así pasamos la vida, hermanita querida, orando, trabajando y riéndonos… Dios es amor y alegría y Él nos la comunica. Cómo quisiera, desde que tuve uso de razón, haberme aplicado a conocer a este Dios tan bueno. Ámale…”. “Todo es sencillez y alegría en el Carmen. Cada una se esmera en poner de su parte cuanto pueda para alegrar a sus hermanas. Verdaderamente es un encanto vivir en medio de santas hermanas, pues todas no forman sino un corazón”. Iba labrando su santidad. En su diario había escrito: “La historia de mi alma se resume en dos palabras: ‘sufrir y amar’”… “El sufrimiento no me es desconocido. En él encuentro mi alegría, pues en la cruz se encuentra Jesús y Él es amor. Y, ¿qué importa sufrir cuando se ama?”.

En 1920 confió a su confesor la íntima persuasión de su inminente deceso. Unos meses atrás en una misiva que envió a su familia había aludido a lo que supone el fin de la vida para una persona de fe: “Para una carmelita la muerte no tiene nada de espantable. Va a vivir la vida verdadera. Va a caer en brazos del que amó aquí en la tierra sobre todas las cosas. Se va a sumergir eternamente en el amor”. Pero sin motivos aparentes, puesto que no había ningún indicio de enfermedad, y siendo tan joven –le faltaban tres meses para cumplir 20 años–, se comprende que el sacerdote no diese mayor importancia al comentario que hizo. Con su sencillez y humildad se había revelado como una gran promesa para el Carmelo. No llevaba ni un año en el convento. ¿Quién iba a pensar en tan pronta desaparición? Pero contrajo el tifus el 2 de abril de ese año. Cuatro días más tarde profesó “in articulo mortis” y el 12 falleció. Juan Pablo II la beatificó el 3 de abril de 1987. Él mismo la canonizó el 21 de marzo de 1993.