Servicio diario - 12 de abril de 2020


 

El Papa pronostica otro “contagio” en Pascua: “El contagio de la esperanza”
Rosa Die Alcolea

Domingo de Pascua: El Papa bendice ‘Urbi et Orbi’, a la ciudad y al mundo
Rosa Die Alcolea

Misa de Pascua en la Basílica de San Pedro: “¡Jesucristo ha resucitado!”
Rosa Die Alcolea

La pandemia, “una oportunidad propicia” para los sacerdotes, por el cardenal Stella
Hélène Ginabat

Beata Margherita da Città di Castello, 13 de abril
Isabel Orellana Vilches


 

 

 

El Papa pronostica otro “contagio” en Pascua: “El contagio de la esperanza”

Mensaje de Pascua
(zenit – 12 abril 2020).- “¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!” ha anunciado el Papa Francisco en su tradicional Mensaje de Pascua. Este año, desde el interior de la Basílica Vaticana, en lugar del balcón de las bendiciones, donde se hace tradicionalmente el Domingo de Resurrección.

El Santo Padre ha pronosticado otro “contagio” provocado por la Resurrección de Cristo: El contagio de la esperanza, “que se transmite de corazón a corazón, porque todo corazón humano espera esta Buena Noticia”.

Así, a las 12 horas, al finalizar la Misa Pascual que ha tenido lugar en el altar de la Cátedra, el Papa ha leído sus palabras delante del altar principal de la Basílica de San Pedro, delante del Baldaquino de Bernini.

“El Resucitado no es otro que el Crucificado”, ha advertido. “Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada”.

En la mañana de Pascua, el Papa ha recalcado que “las palabras que realmente queremos escuchar en este tiempo no son indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos suprimirlas para siempre!”.

Así, ha descrito que este no es el tiempo de la indiferencia, “porque el mundo entero está sufriendo y tiene que estar unido para afrontar la pandemia”, al igual que no es este el tiempo del egoísmo, “porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas”.

Asimismo, ha asegurado que el tiempo de Pascua no es “no es tiempo de la división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto al fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo”, ni es tiempo del olvido: “que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas”, ha deseado.

De manera especial, Francisco ha recordado a los que han sido afectados directamente por el coronavirus: los enfermos, los que han fallecido y las familias “que lloran por la muerte de sus seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera han podido darles el último adiós”, ha comentado, y ha deseado que el Señor de la vida “acoja consigo en su reino a los difuntos, y dé consuelo y esperanza a quienes aún están atravesando la prueba, especialmente a los ancianos y a las personas que están solas”.

Publicamos a continuación el Mensaje Pascual del Santo Padre:

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Mensaje del Papa Francisco

Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua!

Hoy resuena en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: “¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!”.

Esta Buena Noticia se ha encendido como una llama nueva en la noche, en la noche de un mundo que enfrentaba ya desafíos cruciales y que ahora se encuentra abrumado por la pandemia, que somete a nuestra gran familia humana a una dura prueba. En esta noche resuena la voz de la Iglesia: “¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!” (Secuencia pascual).

Es otro “contagio”, que se transmite de corazón a corazón, porque todo corazón humano espera esta Buena Noticia. Es el contagio de la esperanza: “¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!”. No se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios.

El Resucitado no es otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada.

Hoy pienso sobre todo en los que han sido afectados directamente por el coronavirus: los enfermos, los que han fallecido y las familias que lloran por la muerte de sus seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera han podido darles el último adiós. Que el Señor de la vida acoja consigo en su reino a los difuntos, y dé consuelo y esperanza a quienes aún están atravesando la prueba, especialmente a los ancianos y a las personas que están solas. Que conceda su consolación y las gracias necesarias a quienes se encuentran en condiciones de particular vulnerabilidad, como también a quienes trabajan en los centros de salud, o viven en los cuarteles y en las cárceles. Para muchos una Pascua de soledad, vivida en medio de los numerosos lutos y dificultades que está provocando la pandemia, desde los sufrimientos físicos hasta los problemas económicos.

Esta enfermedad no sólo nos está privando de los afectos, sino también de la posibilidad de recurrir en persona al consuelo que brota de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la Reconciliación. En muchos países no ha sido posible acercarse a ellos, pero el Señor no nos dejó solos. Permaneciendo unidos en la oración, estamos seguros de que Él nos cubre con su mano (cf. Sal 138,5), repitiéndonos con fuerza: No temas, “he resucitado y aún estoy contigo” (Antífona de ingreso de la Misa del día de Pascua, Misal Romano).

Que Jesús, nuestra Pascua, conceda fortaleza y esperanza a los médicos y a los enfermeros, que en todas partes ofrecen un testimonio de cuidado y amor al prójimo hasta la extenuación de sus fuerzas y, no pocas veces, hasta el sacrificio de su propia salud. A ellos, como también a quienes trabajan asiduamente para garantizar los servicios esenciales necesarios para la convivencia civil, a las fuerzas del orden y a los militares, que en muchos países han contribuido a mitigar las dificultades y sufrimientos de la población, se dirige nuestro recuerdo afectuoso y nuestra gratitud.

En estas semanas, la vida de millones de personas cambió repentinamente. Para muchos, permanecer en casa ha sido una ocasión para reflexionar, para detener el frenético ritmo de vida, para estar con los seres queridos y disfrutar de su compañía. Pero también es para muchos un tiempo de preocupación por el futuro que se presenta incierto, por el trabajo que corre el riesgo de perderse y por las demás consecuencias que la crisis actual trae consigo. Animo a quienes tienen responsabilidades políticas a trabajar activamente en favor del bien común de los ciudadanos, proporcionando los medios e instrumentos necesarios para permitir que todos puedan tener una vida digna y favorecer, cuando las circunstancias lo permitan, la reanudación de las habituales actividades cotidianas.

Este no es el tiempo de la indiferencia, porque el mundo entero está sufriendo y tiene que estar unido para afrontar la pandemia. Que Jesús resucitado conceda esperanza a todos los pobres, a quienes viven en las periferias, a los prófugos y a los que no tienen un hogar. Que estos hermanos y hermanas más débiles, que habitan en las ciudades y periferias de cada rincón del mundo, no se sientan solos. Procuremos que no les falten los bienes de primera necesidad, más difíciles de conseguir ahora cuando muchos negocios están cerrados, como tampoco los medicamentos y, sobre todo, la posibilidad de una adecuada asistencia sanitaria. Considerando las circunstancias, se relajen además las sanciones internacionales de los países afectados, que les impiden ofrecer a los propios ciudadanos una ayuda adecuada, y se afronten —por parte de todos los Países— las grandes necesidades del momento, reduciendo, o incluso condonando, la deuda que pesa en los presupuestos de aquellos más pobres.

Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas. Entre las numerosas zonas afectadas por el coronavirus, pienso especialmente en Europa. Después de la Segunda Guerra Mundial, este amado continente pudo resurgir gracias a un auténtico espíritu de solidaridad que le permitió superar las rivalidades del pasado. Es muy urgente, sobre todo en las circunstancias actuales, que esas rivalidades no recobren fuerza, sino que todos se reconozcan parte de una única familia y se sostengan mutuamente. Hoy, la Unión Europea se encuentra frente a un desafío histórico, del que dependerá no sólo su futuro, sino el del mundo entero. Que no pierda la ocasión para demostrar, una vez más, la solidaridad, incluso recurriendo a soluciones innovadoras. Es la única alternativa al egoísmo de los intereses particulares y a la tentación de volver al pasado, con el riesgo de poner a dura prueba la convivencia pacífica y el desarrollo de las próximas generaciones.

Este no es tiempo de la división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto al fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo. No es este el momento para seguir fabricando y vendiendo armas, gastando elevadas sumas de dinero que podrían usarse para cuidar personas y salvar vidas. Que sea en cambio el tiempo para poner fin a la larga guerra que ha ensangrentado a Siria, al conflicto en Yemen y a las tensiones en Irak, como también en el Líbano. Que este sea el tiempo en el que los israelíes y los palestinos reanuden el diálogo, y que encuentren una solución estable y duradera que les permita a ambos vivir en paz. Que acaben los sufrimientos de la población que vive en las regiones orientales de Ucrania. Que se terminen los ataques terroristas perpetrados contra tantas personas inocentes en varios países de África.

Este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas. Que el Señor de la vida se muestre cercano a las poblaciones de Asia y África que están atravesando graves crisis humanitarias, como en la Región de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique. Que reconforte el corazón de tantas personas refugiadas y desplazadas a causa de guerras, sequías y carestías. Que proteja a los numerosos migrantes y refugiados —muchos de ellos son niños—, que viven en condiciones insoportables, especialmente en Libia y en la frontera entre Grecia y Turquía. Que permita alcanzar soluciones prácticas e inmediatas en Venezuela, orientadas a facilitar la ayuda internacional a la población que sufre a causa de la grave coyuntura política, socioeconómica y sanitaria.

Queridos hermanos y hermanas:

Las palabras que realmente queremos escuchar en este tiempo no son indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos suprimirlas para siempre! Esas palabras pareciera que prevalecen cuando en nosotros triunfa el miedo y la muerte; es decir, cuando no dejamos que sea el Señor Jesús quien triunfe en nuestro corazón y en nuestra vida. Que Él, que ya venció la muerte abriéndonos el camino de la salvación eterna, disipe las tinieblas de nuestra pobre humanidad y nos introduzca en su día glorioso que no conoce ocaso. Con esta reflexión querría desearos a todos una feliz Pascua.

 

Librería Editorial Vaticana

 

 

 

 

Domingo de Pascua: El Papa bendice ‘Urbi et Orbi’, a la ciudad y al mundo

Dentro de la Basílica Vaticana
(zenit – 12 abril 2020).- Con palabras de esperanza, el Papa ha dirigido el Mensaje de Pascua a todos los fieles después de la Misa del Domingo de Resurrección, esta mañana en la Basílica de San Pedro, y ha impartido la bendición Urbi et Orbi sobre toda la humanidad.

Urbi et orbi, contiene las palabras que en latín significan “a la ciudad (Roma) y al mundo”. Se imparte durante el año siempre en dos fechas: el Domingo de Pascua y el día de Navidad, 25 de diciembre, y también es impartida por el Pontífice el día de su elección, en el momento en que se presenta ante Roma y el mundo como nuevo sucesor de san Pedro.

Excepcionalmente, Francisco decidió concederla en la oración especial que celebró el pasado 27 de marzo en la plaza de San Pedro, frente a este momento de emergencia sanitaria a nivel mundial por motivo del coronavirus.

“Es el contagio de la esperanza: ‘¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!’”, ha señalado el Papa en su Mensaje de Pascua, antes de pronunciar la bendición. “No se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la Resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no ‘pasa por encima’ del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa”, ha afirmado el Papa Francisco en su Mensaje de Pascua sobre el sentido de la esperanza.

 

 

 

 

Misa de Pascua en la Basílica de San Pedro: “¡Jesucristo ha resucitado!”

Celebrada por el Santo Padre
(zenit – 12 abril 2020).- Hoy resuena en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: “¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!”.

Con alegres flores blancas y bellos ornamentos litúrgicos, una Basílica Vaticana casi vacía ha acogido la celebración de la Pascua de Resurrección del Señor, presidida por el Papa Francisco, motivo de esperanza para la humanidad, especialmente en estos días de dolor por la pandemia mundial del coronavirus.

Esta mañana, a las 11 horas ha iniciado la Misa de la Resurrección del Señor, en el altar de la Cátedra, con las imágenes del Cristo de San Marcelo y la Virgen “Salud del Pueblo Romano”, que han presidido las celebraciones litúrgicas de Semana Santa este año en el Vaticano.

Por la emergencia sanitaria en curso, se ha omitido el rito de Resurrexit al inicio de la ceremonia. Se trata de una tradición antigua que hacía el Pontífice en la Catedral de Roma, la Basílica de San Juan de Letrán, y más tarde adaptada a la Basílica de San Pedro: El Papa veneraba y besaba tres veces los pies de la imagen de Cristo, después cantaba el versículo: “Surrexit Dominus de sepulcro, alleluia” y la asamblea respondía: “Qui pro nobis pependit in ligno, alleluia”. Venía portada sobre el altar también la Cruz, repuesta el Viernes Santo, que el Papa igualmente veneraba. Después del Papa todos los miembros del séquito papal veneraban el Icono y la Cruz y se acercaban después al Sumo Pontífice para el beso de la paz.

 

Proclamación del Evangelio en griego

Las lecturas de la Palabra de Dios han sido proclamadas por fieles: Primera lectura de los Hechos de los Apostóles 10, 34a. 37-43, “Comimos y bebimos con él después de su resurrección de la muerte”; el Salmo 117: “Este es el día que el Señor ha hecho: alegrémonos y regocijémonos”.

“Busca las cosas allá arriba donde está Cristo” se ha anunciado en la Segunda Lectura, la Carta de San Pablo a los Colosenses 3, 1-4, y se ha leído el Evangelio según san Juan 20, 1-9, como es tradición en el Domingo de Pascua, en latín y en griego.

Este domingo el Santo Padre no ha pronunciado homilía. Después de la lectura del Evangelio, el Papa y la asamblea que participaba en la Eucaristía han guardado un momento de silencio y reflexión para luego continuar con la profesión de la fe.

 

Bendición Urbi et Orbi

Al final de la celebración eucarística, a las 12 horas, Francisco se ha dirigido a la Virgen, representada en el Icono Salus Populis Romani, y ha caminado hasta el altar de la Confesión, delante del Baldaquino de San Pedro, donde ha leído el Mensaje de Pascua a los fieles que lo escuchan a través de la radio y la televisión.

Luego ha impartido la bendición Urbi et Orbi (a la ciudad y al mundo), por la que se concede la Indulgencia plenaria, que ha anunciado el cardenal Angelo Comastri, arcipreste de la Basílica de San Pedro, y que tradicionalmente se imparte en Pascua y el día de Navidad, 25 de diciembre. Además, este año, de manera extraordinaria, el Pontífice quiso ofrecerla a todos los fieles el pasado 27 de marzo, en la oración desde la plaza de San Pedro por el fin de pandemia.

 

 

 

 

La pandemia, “una oportunidad propicia” para los sacerdotes, por el cardenal Stella

Pensar en ellos con gratitud y afecto
(zenit – 12 abril 2020).- Para el sacerdote, esta pandemia es “una oportunidad para detenerse, discernir y evaluar el drama que estamos experimentando, como parte de su responsabilidad ministerial”, dijo el cardenal Beniamino Stella, prefecto de la Congregación para el Clero, en un entrevista publicada en L’Osservatore Romano.

El prefecto de la Congregación del Vaticano señaló entre los sacerdotes “un nuevo deseo de evangelización y cuidado pastoral para el pueblo de Dios”. Está encantado con una “creatividad” que “nos acerca a las personas de todos modos”, en particular mediante el uso de las redes sociales y los “medios por los cuales pueden ejercer un ministerio real, especialmente en tiempos de pandemia, permaneciendo cercanos, a pesar de la distancia”.

Refiriéndose al sacrificio y a la dedicación de tantos sacerdotes en este tiempo de contagio, el cardenal Stella expresó el deseo de que después de la pandemia, “pensemos en los sacerdotes con gratitud y afecto similares a aquellos con los que tanta gente habla hoy de los médicos, las enfermeras, los profesionales de la salud y la policía que están presentes en el terreno hasta el heroísmo”.

Aquí está nuestra traducción de la entrevista del cardenal Stella.

HG

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Entrevista con el cardenal Stella

 

Este año, debido a la pandemia, la Misa Crismal del Jueves Santo no se celebra en muchas diócesis; se pospone para una fecha posterior. ¿Cómo renovar las promesas sacerdotales en este contexto?

La historia bíblica a menudo nos habla de situaciones de grandes crisis y dramas para el pueblo, en las que incluso el Templo es destruido y donde es imposible practicar el culto. En este sentido, Jeremías tiene palabras de desolación: “Incluso el profeta, incluso el sacerdote, andan errantes por el país y nada saben” (14,18). Y sin embargo, en estas circunstancias aparentemente desesperadas, Dios sugiere otros espacios para alabarlo y servirlo; De esta manera, también nos purifica de algunos de nuestros esquemas pastorales habituales y de ciertas formas que son demasiado externas, que a veces pueden oscurecer la belleza del Evangelio y la frescura del rito litúrgico. Es bien sabido que en la Misa Crismal, llamada así porque el obispo consagra los aceites para el sacramento del Bautismo, la Confirmación, del Orden sagrado y de la Unción de los enfermos, el rito prevee la renovación de las promesas sacerdotales, que explicitan los compromisos tomados el día de la ordenación en lo que concierne a la vida y al ministerio.

Ahora, si estas promesas quieren expresar la identidad profunda del sacerdote, es decir, que no recibe la ordenación para su satisfacción personal, sino que es el signo vivo de Cristo el Buen Pastor que ofrece su vida por sus hermanos, el Jueves Santo, tenemos la oportunidad de renovarlos no solo con nuestros labios y en la oración de la Misa Crismal, sino que esta vez cargando sobre nuestros hombros el inmenso sufrimiento del pueblo cristiano y de la humanidad, ofreciéndonos como intercesores al corazón de Dios. Si bien respetamos las distancias de precaución que se nos solicitan, tenemos muchas posibilidades de expresar nuestra cercanía humana y espiritual y dar testimonio de manera oportuna de la ofrenda de nuestra vida por el rebaño. En el silencio del corazón es una oración auténtica que agrada al Padre y que cae sobre el pueblo de Dios como un bálsamo que suaviza la soledad, el miedo y el mal. Estoy seguro de que en la mañana del Jueves Santo, sufriendo internamente por la ausencia del gesto litúrgico, ningún sacerdote se olvidó de presentarse ante el Señor, renovando con humildad y profundidad las promesas de su ordenación.

 

¿Cómo pueden los sacerdotes ejercer su ministerio durante este período?

Estoy convencido de que, para el sacerdote, interpelado ante Dios y el pueblo cristiano, esta es una ocasión propicia para detenerse, discernir y evaluar el drama que estamos experimentando, en el marco de su responsabilidad ministerial. Observo que, precisamente en estas semanas, se ha despertado entre los sacerdotes un nuevo deseo de evangelización y de preocupación pastoral por el Pueblo de Dios, por lo que está surgiendo una creatividad que, en todo caso, nos acerca a personas que sienten, y esto nos sorprende gratamente, el “hambre” de la Eucaristía. Quizás nunca como ahora las comunidades hayan percibido en sus corazones una verdadera nostalgia por su iglesia, las reuniones fraternas que tienen lugar allí y especialmente la celebración de la misa, los sacerdotes en particular, gracias al uso de las redes sociales y las numerosas herramientas de comunicación digital, también hemos participado activamente en una serie de iniciativas que se ejecutan a través de la web, buscando ofrecer una rica variedad de mensajes, oraciones, homilías y meditaciones sobre la Palabra de Dios, etc. Estos son los medios por los cuales pueden ejercer un ministerio real, especialmente en tiempos de pandemia, manteniéndose cerca, a pesar de la distancia.

 

¿Podemos ver modalidades interesantes para el cuidado pastoral?

En respuesta a una situación de gran fatiga y gran sufrimiento, que paralizó nuestras energías y obligó a las personas a un aislamiento forzado, se han activado otras iniciativas pastorales de presencia, no solo virtuales, y están llegando al corazón de los fieles a través de gestos y palabras. En estas novedades creativas, el Espíritu Santo también trabaja y apoya el camino de los creyentes, al momento de cruzar el desierto. Sin embargo, hay un aspecto que no debe pasarse por alto, que requiere atención pastoral especial de los sacerdotes: este momento difícil puede ayudar a las personas a redescubrir la dimensión de la Iglesia doméstica, la belleza de la oración familiar, la importancia de leer el Evangelio en casa. Para ayudar al pueblo cristiano a encontrar la profundidad en su relación con Dios, observo que muchos párrocos, por ejemplo, preparan hojas para las familias similares a las de la Misa, con lecturas dominicales y una breve reflexión, también se les ofrece una señal para poner en el centro de la mesa, un gesto cristiano para compartir, la recitación del Padre Nuestro o una oración mariana. También vimos pequeñas ramas de olivo y los dibujos bíblicos de niños exhibidos en el exterior de sus hogares, como una expresión viva de la fe de la familia.

 

 ¿Cómo puede el sacerdote evitar la tentación, contra la cuáll el Papa ha advertido en los últimos días, “hacer el ‘Don Abbondio’”? (un pequeño párroco vago, de la novela de Manzoni, Los Novios)

Sobre todo, la convicción interna, para todos los sacerdotes, debe ser esta: la suspensión de las liturgias y las distancias de seguridad nunca deben convertirse en una coartada para aislarse o descansar. No tengo dudas de que los sacerdotes fueron tocados por el sacrificio de tantos de sus hermanos que murieron por el contagio; En su sufrimiento y en el aislamiento de los servicios médicos, mirando de cara la eternidad, estos sacerdotes habrán orado y ofrecido sus vidas por sus comunidades, trayendo ante el Señor, en el tormento de la enfermedad, las necesidades materiales y espirituales de su pueblo. Con el corazón, habrán visto los rostros de sus jóvenes que atraviesan una crisis en su fe y de todas las madres angustiadas y sufriendo para soportar el cansancio y la fatiga de sus familias.

Hablando con sacerdotes, me conmovió escuchar la voz quebrada por un sollozo real en el teléfono, debido a la imposibilidad humana de socorrer a los fieles en el drama actual. Por lo tanto, percibí el valor de la oración intercesora por el pueblo de Dios, tan a menudo enfatizado por el Papa Francisco, como cuando pidió a los sacerdotes que “pelearan con Dios” en beneficio de sus fieles. También reuní la fatiga de los sacerdotes, agotados por hablar con la gente por teléfono, porque perciben la importancia de este apoyo espiritual para tantos corazones desesperados. A diferencia de ‘don Abbondio’ encerrado en su presbiterio, del que habló el Papa, también veo al sacerdote en los bancos de su iglesia, esperando la visita de algunos fieles, listo para dar su bendición y decir una palabra de esperanza y consuelo. Como el Papa nos recomendó al comienzo de esta dolorosa tragedia, imagino que los pastores pudieron en algunos casos llevar la unción de los enfermos o el sagrado viático a una persona moribunda.

Me impresionó mucho el ejemplo de los fieles laicos, médicos o enfermeras, que pudieron demostrar su fe en Jesús resucitado, dibujando en la frente del moribundo la señal de la cruz. Nunca podremos olvidar el gesto de los sacerdotes que pasaron ante los ataúdes de sus fieles con la bendición de la Iglesia, confiando a los difuntos la entrada a la vida eterna con el misericordioso corazón de Dios Padre y portando en su propia persona, en la imposibilidad de hacer lo contrario, la presencia de toda la comunidad. Cualquier buen sacerdote habrá sabido cómo inventar su fórmula, sus gestos, reuniendo el impulso interno de su identidad como pastor y la de la voz del Espíritu Santo que lo empuja a ser activo y vigilante en medio de su pueblo, de acuerdo con las costumbres culturales y litúrgico de cada país. Deseo realmente que en el futuro, cuando salgamos de esta infinita pandemia, pensemos en los sacerdotes con una gratitud y un afecto similares a los que tanta gente habla hoy en día de los médicos, enfermeros, profesionales de la salud y agentes de la ley presentes sobre el terreno hasta el heroísmo.

 

 

 

 

Beata Margherita da Città di Castello, 13 de abril

Vida maltratada por la naturaleza
“La vida de esta beata, tan maltratada por la naturaleza y por su cercano entorno, brilla en todo su fulgor enseñándonos lo que sucede cuando el infortunio de nacer malherida se troca en gracia y misericordia divinas”

Tan mal considerada fue esta beata en su más cercano entorno que, exceptuando las humildes personas de bondadoso corazón que la ayudaron, incluidos los dominicos, durante un tiempo pocos pudieron entrever la finísima obra de orfebrería que Dios realizaba en ella cincelando su espíritu con la deslumbrante e inigualable luz de su belleza. Con el ejemplo de su vida, y las gracias de las que fue adornada, se asesta un mazazo a los prejuicios, a la fría conceptualización de una persona por su aspecto externo que, en este caso concreto, fue acompañada de una falta de piedad inaudita. Porque Margherita nació en 1287 en el castillo de Metola (perteneciente entonces a la Massa Trabaria), provincia de Pesaro y Urbino, Italia, con dolorosas deformidades.

Afectada de ceguera, lisiada –con ostensible cojera y una prominente joroba– simplemente por su debilidad, y no es poco, debería haber polarizado en ella toda la ternura de sus padres Parisio y Emilia. Además, siendo nobles y pudientes podrían haberla colmado de atenciones. No fue así. Su llegada parecía obedecer a una desgracia más que a una bendición. Una joven hermosa y saludable habría encajado perfectamente en tan selecto entorno. Pero no era su caso. Siendo la primogénita, la pobre criatura defraudó las esperanzas de su padre que hubiera deseado un varón, y se hizo acreedora de su desdén. La confiaron a una persona del servicio y fue bautizada por el capellán de la fortaleza con absoluta discreción, por no decir casi de forma clandestina. No había lugar para ella en el castillo.

Para mantenerla a resguardo de miradas ajenas, fue recluida en una celda. Cuando fortuitamente fue descubierta por unos invitados, la trasladaron a un habitáculo construido en las inmediaciones de la fortaleza, en una zona boscosa, con un ventanuco para introducir la comida. Tenía 6 años y sus padres no habían vuelto a verla desde que nació. Así que la condenaron a vivir en una fría cárcel. ¡Cuánta desgracia junta! Tan solo el capellán, que le enseñó a orar, pudo apreciar la inteligencia que le adornaba y cómo iba creciendo pertrechada en la sabiduría que proviene de la gracia divina.

Nueve años permaneció en tan inhóspito lugar, sola, contando únicamente con la visita puntual del sacerdote y alguna esporádica de Emilia. En ese tiempo ya había aprendido a reconocer el amor de Dios que acoge a sus hijos con infinita misericordia al margen de defectos y debilidades. En Cristo crucificado halló el modelo a seguir para abrazarse a la cruz, gozosa de poner a sus pies sus particulares sufrimientos regados con muchas lágrimas. El estallido de la guerra obligó a sus padres a aceptarla en la fortaleza, aunque la trataron como a una prisionera manteniéndola en el sótano en pésimas condiciones. Confortada por el capellán, soportaba tanta ignominia con entereza y confianza.

Hacia los 15 años un día fue conducida por sus padres a Città di Castello para solicitar la mediación de un franciscano, (puede que fuese el lego fray Giacomo, fallecido poco tiempo antes con fama de santidad, y ante cuya tumba se produjeron algunos milagros) y lograr su curación. Para ello hicieron un fatigoso viaje atravesando los Apeninos. Da la impresión de que buscaban, sobre todo, librarse de tan embarazosa presencia. Como no obtuvieron lo que deseaban, dejaron a la muchacha en una iglesia abandonada, a su libre albedrío.

La ceguera del corazón, infinitamente más tenebrosa que la física, era atuendo de los padres de Margherita. Obviamente, Dios en su infinita misericordia no iba a desentenderse de esta hija predilecta, tan cruelmente tratada. Y como hace con todos, de forma especial con los que están inmersos en el drama del sufrimiento, la bendeciría de forma singular. Así pues, aunque la joven deambuló llena de angustia como una vagabunda, mendigos, y luego campesinos de gran corazón, se apiadaron de ella. Se cumplía su honda impresión de que, aunque sus padres la desampararon, Dios nunca la abandonaría. Hacia sus 20 años ingresó en un convento, parece que regido por oblatas, que prescindieron de ella al no soportar la presencia de tanta virtud en un claustro de costumbres algo laxas, como era aquél en esos momentos. Para vivir con un santo hace falta disponerse a la exigente entrega consignada en el evangelio, de lo contrario se corre el riesgo de sucumbir ante las propias flaquezas. Es lo que entonces ocurrió.

De nuevo en la calle, Margherita fue acogida por un bondadoso matrimonio compuesto por Venturino y Grigia. La Orden de predicadores la aceptó como laica y durante treinta años vistió el hábito de la Tercera Orden de santo Domingo feliz al poder encarnar la riqueza de este carisma. Gran penitente, acostumbrada a la austeridad, a las mortificaciones y a la oración, fue escalando las altas vías de la contemplación. Con su ejemplo conmovía a la gente que acudía a ella en busca de consejo. Era especialmente devota de la Sagrada Familia y tuvo debilidad por los pobres y los enfermos, a los que socorrió junto a los reclusos y a los moribundos.

Aprendió de memoria el Salterio y solía meditar en el misterio de la Encarnación. Fue agraciada con éxtasis, junto a los dones de profecía y milagros. Murió el 13 de abril de 1320. Según parece, en su corazón encontraron tres perlas que tenían esculpidas respectivamente las imágenes de Jesús, María y José. Quienes la conocían le habían escuchado decir en numerosas ocasiones: “¡Oh, si supierais el tesoro que guardo en mi corazón, os maravillaríais!”. Su cuerpo, que se conserva incorrupto –como se constató al abrir el ataúd para darle nueva sepultura el 9 de junio de 1558–, se venera bajo el altar mayor de la basílica de San Domenico en Città di Castello. Pablo V la beatificó el 19 de octubre de 1609. El prelado que se hallaba en Urbino en 1988 la proclamó patrona de los ciegos para esa diócesis.