Colaboraciones

 

…Y a bocajarro llega la nueva era (y III)

 

 

17 abril, 2020 | por Jordi-Maria d’Arquer


 

 

 

 

Seguimos con nuestra reflexión en clave ética para afrontar la(s) crisis post-covid-19. Nos toca ya la exposición de qué hacer para salirnos airosos en nuestro cometido y solucionarlas y sentar los basamentos indispensables para no recaer, que ¡solo faltaría! Siempre en clave ética y no ejecutiva. ¿Hacia dónde vamos? ¿Cómo caminamos? He ahí la cuestión. Y, finalmente, exponemos estas breves anotaciones sobre los procedimientos que nos pueden ayudar a no errar el paso al elegir los instrumentos que cada cual, según su ideología, adoptará. Pero recalquemos una vez más que los adoptados deben ser desarrollados ante la ética.

Así que ¿cómo encarar la crisis más evidente, la que más nos rasga las vestiduras? Esa es, en efecto, aquella por la cual, porque llevamos el bolsillo roto, perdemos las monedas por el camino. No es la peor de las crisis que se nos abren ahora, pero sí es la que nos raja y resquebraja. Tanto esperarla, y ¡ya la tenemos aquí! Es la crisis económica.

¿Qué hacer, desde ahora mismo y sin demora, cada uno confinado desde casa? Se me ocurre que todo aquel al que le es posible o se le permite el teletrabajo –y el que sea presencial, más-, debe ejercer su profesión no como algo añadido sino como propio de su ser mismo, en la cual se desarrollará como ser humano. Es imprescindible que entendamos de una vez que siempre debemos mantenernos en buena relación con nuestros semejantes y priorizando al débil, siempre en diálogo desde nuestro círculo más íntimo, con nuestra familia y amistades –mientras la falta de respeto no lo invalide-, hasta abarcar la sociedad entera. Asumiendo que siempre tendremos diferencias entre nosotros porque somos diferentes, pero debemos gestionarlas sin violencias, ni por ramalazos ni para imponer nuestro modelo. Deberían acabarse para siempre las prepotencias.

¿Y cuando nos dejen salir de casa? También pienso que, como comunidad de seres trascendentes que somos, deberíamos extender nuestro ámbito de influencia con la misma idiosincrasia, siempre en coherencia con lo que llevamos dicho. Deberemos ahorrar, subvencionar y distribuir mejor la renta, al tiempo que crear las instituciones adecuadas para suplir las deficiencias y carencias de nuestro sistema económico, sea el que sea. Para ello sería de desear que salieran a la palestra candidatos independientes con savia nueva para resolver tan desafiante y emocionante desafío. Pienso que los capacitados deberían lanzarse a conseguir articular las orientaciones que hemos ido exponiendo para lograr los fines remarcados, que básicamente, para todos, el primero es tratar de sentar las bases para no recaer en nada peor.

Como indicaciones para la crisis cultural, tenemos enfrente que es previsible, pues, que tras este crac colosal que nos está haciendo sufrir el coronavirus, el cambio cultural será mayúsculo. Para ello debemos prepararnos, o mejor, ponernos ya manos a la obra, para desarrollar un discurso común de toda la sociedad. Entre todas las instancias superiores e intermedias, pero deberá sobre todo partir de la verdad intrínseca de la persona misma como ser único e irrepetible que es, cuya realidad es trascendente y como consecuencia cuyo origen está en Dios.

No se trata, por tanto, a la hora de encarar la crisis personal, espiritual y social -a su vez, tres en una-, de intentar repensar la persona como hacen la izquierda y la derecha, sino de aceptarla y adaptarla como es, siguiendo las orientaciones que vimos en el segundo artículo de esta serie la semana pasada. Debemos más bien repensar cómo nos relacionaremos a partir de ahora, de cara a afrontar adecuadamente esas crisis con el sistema en el cual nos desarrollamos e interactuamos, pues es el que articula el cómo la persona se mueve con sus semejantes y con el medio. Quizás no se trate tanto de cambiar el sistema sino de corregirlo, según las orientaciones que ya insinuamos en el mismo artículo. Subrayando que todas las personas y cada una de ellas poseen la misma dignidad que el todo, pues todas y cada una somos imagen querida del Creador. Estamos en el despertar de una nueva civilización. Por eso debemos procurar que no sea necesario amputar nada, sino evolucionar como seres racionales y espirituales que somos.

Y llegamos –¿cómo no?- a la crisis política. Evidentemente, la solución pasa por la construcción de la casa social. Y, como todo lo social, debe organizarse desde la política. El poder debe ser articulado por la propia sociedad, con una democracia repensada y madura en la que no quepan ya más las limitaciones a que nos abocan las ideas preconcebidas que se van repitiendo una y otra vez en unas urnas que no dicen más que más de lo mismo… o que amenazan con la irrupción de viejos y ya rancios nacionalismos del color que sea. Todos somos necesarios, como está demostrando el coronavirus: la cajera del súper, el ejecutivo de la empresa y el presidente del gobierno.

No soy sociólogo ni soy político. Pero alerta, que no soy tonto. Como no es tonto el ser humano, que dispone de un GPS natural que lo orienta o desorienta en función de si tiene engrasado o no su sentido más profundo, que es el que le promueve y le faculta su actuar en la realidad de la vida, una vida que es bien real y no virtual, como estamos advirtiendo al tocar fondo.

¿Y la Iglesia? Es nuestra Madre (Ga 4,25-27; Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II Lumen Gentium 14; Catecismo, n. 2040), y también está en crisis. Por esto es vital que entendamos de una vez que la Iglesia cambia si cambiamos nuestro corazón. Uno a uno: tú y yo, persona a persona. Porque si no, esto es, fundamentalmente, lo que la lleva a sufrir en carne propia los males propios de cada época, que en última instancia tienen un origen en la debilidad humana. En consecuencia, es ella especialmente, más que otros, la que está llamada a renovarse para renovar el mundo, y así ser fermento en la masa (Vid. parábola de la levadura en la masa: Mt 13,33). Porque, pecadora o no, la Iglesia es, como recitamos en el Credo, “una, santa, católica y apostólica” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 811-865; Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática de la Iglesia Lumen gentium).

Ya todos estamos implicados. Oigamos la llamada –“¡manos a la obra!”- y remanguémonos para construir y renacer. Hemos estado ensoñados –otro de nuestros pecados-, no durmamos más. ¡Despertad, apóstoles!, ¡es vuestro turno! El futuro está en nuestras manos. ¡O ahora, o nunca!

 

… Y a bocajarro llega la nueva era (II)