Servicio diario - 19 de abril de 2020


 

Papa Francisco: “La misericordia no abandona a quién se queda atrás”
Redacción

Regina Coeli: “Hacer frente a la crisis actual de una manera solidaria”
Raquel Anillo

Nicaragua: La Virgen de Fátima, consuelo y esperanza en medio de COVID-19
Redacción

Santa Inés de Montepulciano, 20 de abril
Isabel Orellana Vilches


 

 

 

Papa Francisco: “La misericordia no abandona a quien se queda atrás”

Domingo de la Divina Misericordia
(zenit – 19 abril 2020).- A las 11 horas, de este segundo Domingo de Pascua, en la iglesia de Santo Spirito en Sassia en Roma, el Papa Francisco celebra, de forma privada, la Santa Misa en el 20º aniversario de la canonización de santa Faustina Kowalska y la institución del Domingo de la Divina Misericordia.

“Hija, dame tu miseria”, el Señor se lo dijo a santa Faustina el 10 octubre 1937. También nosotros podemos  preguntarnos: “¿Le he entregado mi miseria al Señor? ¿Le he mostrado mis caídas para que me levante?”, ha indicado el Santo Padre. “¿O hay algo que todavía me guardo dentro? Un pecado, un remordimiento del pasado, una  herida en mi interior, un rencor hacia alguien, una idea sobre una persona determinada… El Señor  espera que le presentemos nuestras miserias, para hacernos descubrir su misericordia”.

En esta fiesta, el anuncio más hermoso se da a través del discípulo que llegó más tarde. Sólo él faltaba, Tomás, pero el Señor lo esperó. La misericordia no abandona a quien se queda atrás.

Añadió que el riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente, que se transmite al pensar que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí. Se parte de esa idea y se sigue hasta llegar a seleccionar a las personas, descartar a los pobres e inmolar en el altar del progreso al que se queda atrás.

Publicamos a continuación la homilía que el Papa pronunció durante la Celebración Eucaristía:

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Homilía del Papa

El domingo pasado celebramos la resurrección del Maestro, y hoy asistimos a la resurrección del discípulo. Había transcurrido una semana, una semana que los discípulos, aun habiendo visto al Resucitado, vivieron con temor, con «las puertas cerradas» (Jn 20,26), y ni siquiera lograron convencer de la resurrección a Tomás, el único ausente. ¿Qué hizo Jesús ante esa incredulidad temerosa? Regresó, se puso en el mismo lugar, “en medio”de los discípulos, y repitió el mismo saludo: “Paz a vosotros” (Jn 20,19.26). Volvió a empezar desde el principio. La resurrección del discípulo comenzó en ese momento, en esa misericordia fiel y paciente, en ese descubrimiento de que Dios no se cansa de tendernos la mano para levantarnos de nuestras caídas. Él quiere que lo veamos así, no como un patrón con quien tenemos que ajustar cuentas, sino como nuestro Papá, que nos levanta siempre. En la vida avanzamos a tientas, como un niño que empieza a caminar, pero se cae; da pocos pasos y vuelve a caerse; cae y se cae una y otra vez, y el papá lo levanta de nuevo. La mano que siempre nos levanta es la misericordia. Dios sabe que sin misericordia nos quedamos tirados en el suelo, que para caminar necesitamos que vuelvan a ponernos en pie.

Y tú puedes objetar: “¡Pero yo sigo siempre cayendo!”. El Señor lo sabe y siempre está dispuesto a levantarnos. Él no quiere que pensemos continuamente en nuestras caídas, sino que lo miremos a Él, que en nuestras caídas ve a hijos a los que tiene que levantar y en nuestras miserias ve a hijos a los que tiene que amar con misericordia. Hoy, en esta iglesia que se ha convertido en santuario de la misericordia en Roma, en el Domingo que veinte años atrás san Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia, acojamos con confianza este mensaje. Jesús le dijo a santa Faustina: “Yo soy el amor y la misericordia misma; no existe miseria que pueda medirse con mi misericordia” (Diario, 14 septiembre 1937). En otra ocasión, la santa le dijo a Jesús, con satisfacción, que le había ofrecido toda su vida, todo lo que tenía. Pero la respuesta de Jesús la desconcertó: «Hija mía, no me has ofrecido lo que es realmente tuyo». ¿Qué cosa había retenido para sí aquella santa religiosa? Jesús le dijo amablemente: “Hija, dame tu miseria” (10 octubre 1937). También nosotros podemos preguntarnos: “¿Le he entregado mi miseria al Señor? ¿Le he mostrado mis caídas para que me levante?”. ¿O hay algo que todavía me guardo dentro? Un pecado, un remordimiento del pasado, una herida en mi interior, un rencor hacia alguien, una idea sobre una persona determinada… El Señor espera que le presentemos nuestras miserias, para hacernos descubrir su misericordia.

Volvamos a los discípulos. Habían abandonado al Señor durante la Pasión y se sentían culpables. Pero Jesús, cuando fue a encontrarse con ellos, no les dio largos sermones. Sabía que estaban heridos por dentro, y les mostró sus propias llagas. Tomás pudo tocarlas y descubrió lo que Jesús había sufrido por él, que lo había abandonado. En esas heridas tocó con sus propias manos la cercanía amorosa de Dios. Tomás, que había llegado tarde, cuando abrazó la misericordia superó a los otros discípulos; no creyó sólo en su resurrección, sino también en el amor infinito de Dios e hizo la confesión de fe más sencilla y hermosa: “¡Señor mío y Dios mío!” (v. 28). Así se realiza la resurrección del discípulo, cuando su humanidad frágil y herida entra en la de Jesús. Allí se disipan las dudas, allí Dios se convierte en mi Dios, allí volvemos a aceptarnos a nosotros mismos y a amar la propia vida.

Queridos hermanos y hermanas: En la prueba que estamos atravesando, también nosotros, como Tomás, con nuestros temores y nuestras dudas, nos reconocemos frágiles. Necesitamos al Señor, que ve en nosotros, más allá de nuestra fragilidad, una belleza perdurable. Con Él descubrimos que somos valiosos en nuestra debilidad, nos damos cuenta de que somos como cristales hermosísimos, frágiles y preciosos al mismo tiempo. Y si, como el cristal, somos transparentes ante Él, su luz, la luz de la misericordia brilla en nosotros y, por medio nuestro, en el mundo. Ese es el motivo para alegrarse, como nos dijo la Carta de Pedro, “alegraos de ello, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas” (1 P 1,6).

En esta fiesta de la Divina Misericordia el anuncio más hermoso se da a través del discípulo que llegó más tarde. Sólo él faltaba, Tomás, pero el Señor lo esperó. La misericordia no abandona a quien se queda atrás. Ahora, mientras pensamos en una lenta y ardua recuperación de la pandemia, se insinúa justamente este peligro: olvidar al que se quedó atrás. El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente, que se transmite al pensar que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí. Se parte de esa idea y se sigue hasta llegar a seleccionar a las personas, descartar a los pobres e inmolar en el altar del progreso al que se queda atrás. Pero esta pandemia nos recuerda que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren: todos somos frágiles, iguales y valiosos. Que lo que está pasando nos sacuda por dentro. Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad. Aprendamos de la primera comunidad cristiana, que se describe en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Había recibido misericordia y vivía con misericordia: “Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hch 2,44-45). No es ideología, es cristianismo.

En esa comunidad, después de la resurrección de Jesús, sólo uno se había quedado atrás y los otros lo esperaron. Actualmente parece lo contrario: una pequeña parte de la humanidad avanzó, mientras la mayoría se quedó atrás. Y cada uno podría decir: “Son problemas complejos, no me toca a mí ocuparme de los necesitados, son otros los que tienen que hacerse cargo”. Santa Faustina, después de haberse encontrado con Jesús, escribió: “En un alma que sufre debemos ver a Jesús crucificado y no un parásito y una carga… [Señor], nos ofreces la oportunidad de ejercitarnos en las obras de misericordia y nosotros nos ejercitamos en los juicios” (Diario, 6 septiembre 1937). Pero un día, ella misma le presentó sus quejas a Jesús, porque: ser misericordiosos implica pasar por ingenuos. Le dijo: “Señor, a menudo abusan de mi bondad”, y Jesús le respondió: “No importa, hija mía, no te fijes en eso, tú sé siempre misericordiosa con todos” (24 diciembre 1937). Con todos, no pensemos sólo en nuestros intereses, en intereses particulares. Aprovechemos esta prueba como una oportunidad para preparar el mañana de todos. Porque sin una visión de conjunto nadie tendrá futuro.

Hoy, el amor desarmado y desarmante de Jesús resucita el corazón del discípulo. Que también nosotros, como el apóstol Tomás, acojamos la misericordia, salvación del mundo, y seamos misericordiosos con el que es más débil. Sólo así reconstruiremos un mundo nuevo.

 

© Librería Editorial Vaticana

 

 

 

 

Regina Coeli: “Hacer frente a la crisis actual de una manera solidaria”

Palabras del Papa antes del Regina Coeli
(zenit – 19 abril 2020).- Al final de la misa celebrada en la iglesia de Santo Spirito en Sassia, el Papa ha deseado a los hermanos y hermanas de las Iglesias Orientales que celebran hoy la Fiesta de la Pascua, proclamar juntos: “¡Verdaderamente el Señor ha resucitado!” (Lc 24:34).

Invitó a que la misericordia cristiana también inspire el compartir justo entre las naciones y sus instituciones para hacer frente a la crisis actual de una manera solidaria.

He aquí las palabras del Papa antes del Regina Coeli:

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Palabras del Papa antes del Regina Coeli

Queridos hermanos y hermanas,

en este segundo domingo de Pascua, fue significativo celebrar la Eucaristía aquí, en la iglesia de Santo Spirito en Sassia, que san Juan Pablo II quiso como el Santuario de la Divina Misericordia. La respuesta de los cristianos en las tormentas de la vida y de la historia sólo puede ser la Misericordia: el amor compasivo entre nosotros y hacia todos, especialmente hacia los que sufren, al que ya no da más, al que es abandonado. No el pietismo, ni el asistencialismo, sino la compasión, que viene del corazón. Y la misericordia divina viene del Corazón de Cristo Resucitado, brota de la herida siempre abierta de su costado, abierta a nosotros, que siempre necesitamos perdón y consuelo. La misericordia cristiana también inspira el compartir justo entre las naciones y sus instituciones para hacer frente a la crisis actual de una manera solidaria.

Deseo a los hermanos y hermanas de las Iglesias Orientales que celebran hoy la Fiesta de la Pascua, juntos proclamamos: “¡Verdaderamente el Señor ha resucitado!” (Lc 24:34). Especialmente en este tiempo de prueba, sintamos qué gran regalo es la esperanza que viene de haber resucitado con Cristo! En particular, me alegro con las comunidades católicas orientales que, por razones ecuménicas, celebran la Pascua junto con las ortodoxas: que esta fraternidad sea de consuelo donde los cristianos son una pequeña minoría.

Con la alegría de la Pascua nos dirigimos ahora a la Virgen María, Madre de la Misericordia.

 

 

 

 

Nicaragua: La Virgen de Fátima, consuelo y esperanza en medio de COVID-19

Recorre las parroquias de la diócesis de Matagalpa
En medio de la pandemia del Covid-19 que ataca a todo el mundo, Nicaragua vive la peregrinación de la Imagen de Nuestra Señora del Rosario de Fátima en la Diócesis de Matagalpa, al norte del país centroamericano la venerada imagen recorre las parroquias llevando esperanza y consuelo a las familias.

Norlan Herrera, Coordinador de Misión Fátima Nicaragua dijo que “la presencia de la Virgen en medio de la crisis  ha venido a llevar consuelo y esperanza al pueblo nicaragüense” agregó además que “son muchas las muestras de fe del amor a la virgen de que ella nos librara de esta peste, además de las necesidades que la gente le confía a la Virgen”.

Por su parte el Sacerdote Franciscano Fray Javier Lemus expresó que “María es siempre para los cristianos un refugio seguro, un consuelo y nos amparamos bajo su manto, en ella encontramos la fortaleza para poder resistir en estos momentos difíciles” recalcó.

“Aunque a los fieles se les ha pedido no asistir al templo y lo vean por los medios de comunicación, la vienen a visitar de forma privada, ella siempre ha estado con este pueblo y estas circunstancias han hecho que el amor a la virgen incrementen, creo que cualquier cosa se les puede quitar a los Nicaragüenses, menos el amor a la Santísima Virgen María” expresó el religioso que presta su servicio en la iglesia San José de Matagalpa.

 

Paz y esperanza de las familias nicaragüenses

“Sentí paz, necesito de la Virgen para que ella interceda ante su hijo y cuide a mi familia, en su rostro está una madre que nos da tranquilidad, yo pienso que no debemos de tener miedo ante la pandemia, pero si tomar las medidas de cuidado necesario” dijo Irela Montes una feligrés que de forma privada asistió a venerar la sagrada imagen.

Mientras tanto Yamileth Mora expresó que “esta pandemia que estamos pasando la tenemos que poner en los pies de la Virgen, ella es quien nos va a cuidar y  proteger como verdadera mediadora ente nuestro padre celestial”.

La Imagen peregrina de Nuestra Señora de Fátima ha visitado la Diócesis de Jinotega y actualmente visita las diferentes zonas pastorales de la Diócesis de Matagalpa como parte del Jubileo Mariano que los Obispos de la Conferencia Episcopal han decretado para los años 2020-2021.

 

Cristhian Alvarenga

 

 

 

 

Santa Inés de Montepulciano, 20 de abril

Modelo para Catalina de Siena
“Modelo para Catalina de Siena, Inés fue inusualmente precoz en la elección de la vida consagrada. Era una niña de 9 años cuando ingresó en el convento. A los 12 administraba los bienes, y a los 15 se convirtió en abadesa”

San Raimundo de Capua, biógrafo de Catalina de Siena, es una de las fuentes principales para conocer a esta santa. Ella no ocultó su impresión al conocer los hechos extraordinarios que Dios hizo por medio de Inés, y la profundísima vida de piedad y penitencia que jalonó su existencia. En su Diálogo escribió Catalina: “La dulce virgen santa Inés, que desde la niñez hasta el fin de su vida me sirvió con humildad y firme esperanza sin preocuparse de sí misma”. En Inés fueron palpables los signos de la sencillez e inocencia evangélica, muestra de que un niño no tiene doblez y de que su apertura a los más altos ideales obedece a un patrimonio legado por el Padre celestial, al que jamás se cierra; siempre está presto a manifestarse a poco que se estimule y acompañe en el camino de la fe. Si todavía hay alguien que piense que el rigor y la comprensión de una alta vida espiritual es impropia de esa edad, debería desterrar la idea.

Nació Inés Segni el 28 de enero de 1268 en Gracciano Vecchio, pequeña localidad cercana a Montepulciano, Italia. Su familia, poseedora de excelentes recursos económicos, abrazaba el credo que ella heredó, complaciéndose en el rezo de las oraciones que le enseñaron, especialmente el Padrenuestro y el Avemaría. Los recitaba en distintos momentos del día priorizando este fervoroso gesto sobre los juegos infantiles que retomaba después de haber orado devotamente. Muy niña se fijó en el tosco hábito, un “sacco”, que llevaban las religiosas de su ciudad natal. Le sedujeron, porque a su corta edad ya experimentaba particular tendencia a la espiritual. Y a los 9 años ingresó en la comunidad. Tuvo la fortuna de que sus padres se lo permitieran al ver la madurez con la que expuso su anhelo, y de ser acogida y formada por ellas.

A los 12 años Inés eran tan capaz y tan virtuosa que pusieron en sus manos la administración de los bienes del monasterio. Y a los 15 fue enviada a Procena en respuesta a una demanda efectuada por las personas que tenían a su cargo el castillo de Montepulciano que solicitaban la presencia de las monjas allí. Para asumir el oficio de abadesa tuvo que ser dispensada por el papa Martín IV. El hecho de ser elegida para esta misión siendo tan joven da idea de su talla humana y espiritual. La clave de su vida era la oración continua. El trato familiar con las Personas Divinas y su devoción por la Virgen María cincelaban su espíritu con los signos indelebles de un amor que iba transfigurándola en Cristo. Era amable, humilde, sencilla, bondadosa, abnegada, con gran visión de gobierno, y mostraba en toda circunstancia paz y alegría. Al encarnar las virtudes evangélicas todo lo que decía era creíble.

Junto a Margarita, que fue su formadora, fundó otro monasterio en Montepulciano a petición de un grupo de caballeros. A sus 18 años el obispo la designó superiora del mismo. Permaneció en ese cargo veintidós años. En este nuevo convento, con su ilimitada entrega, llena de confianza en Dios, el rigor en el cumplimiento de la regla, su oración y pasión por la Eucaristía, siguió arrebatando la gracia de muchísimas vocaciones. Tuvo también preocupaciones y disgustos. En dos ocasiones viajó a Roma. Una de ellas con objeto de cercenar de raíz la ambición y afanes de poder internos. Por si fuera poco, su úlcera de estómago y habituales infecciones intestinales no le dieron excesiva tregua desde 1304, aunque ella mostraba extraordinaria fortaleza de manera incesante soportándolas con paciencia.

Las noticias de su excelsa forma de vida y de la bondad que regía el monasterio que se hallaba bajo su responsabilidad fue origen de una tercera fundación que requirieron pusiese en marcha en Montepulciano, erigida con la aprobación del pontífice. Años atrás, la Virgen le había encomendado esta obra sellada con el signo de tres piedras que entregó a la religiosa. Vio en la oración que debía ser destinada a la juventud y, con la contribución económica de amigos, familiares y vecinos, abrió el convento en 1306 en ese monte en cuyas laderas moraban mujeres de vida descarriada. Eligió la regla a seguir después de tener una visión en la que se le presentaron tres santos: Agustín, Domingo y Francisco. Iban navegando en un barco y la invitaron a subir. En medio de la sobrenatural conversación, Domingo vaticinó: “Subirá a mi nave, pues así lo ha dispuesto Dios”. Y el espíritu dominicano fue adoptado por ella y sus hermanas.

Adornada con diversos carismas, el de milagros y éxtasis, entre otros, que comenzaron a manifestarse en su infancia, recibía también mensajes extraordinarios. En una de estas visiones, narrada por san Raimundo, la Virgen depositó al Niño Jesús en sus brazos, y parece ser que antes de entregárselo de nuevo a María, le quitó la cruz que portaba en el cuello y la conservó. En otra ocasión, tras haber contemplado el gozo del paraíso con la Virgen y los santos que entonaban Vernans Rosa (floreciendo la rosa), apareció una rosa en el lugar donde había estado hincada de rodillas.

En 1316 por sugerencia de las religiosas aceptó recibir tratamiento para sus enfermedades en las termas de Chianciano. Allí siguieron obrándose prodigios. Empeoró y regresó a Montepulciano. Los últimos meses de vida los pasó animando y confortando espiritualmente a sus hermanas. Quienes la acompañaban en los postreros instantes no podían evitar la emoción. Pero Inés las consoló, diciéndoles: “Si en verdad me aman, alégrense de que voy al Padre Dios a recibir su herencia eterna. No se afanen, que desde la eternidad las encomendaré siempre”. Falleció el 20 de abril de 1317. Catalina de Siena, que la denominó “madre gloriosa”, acudió a venerar sus restos treinta años más tarde. El cuerpo se hallaba (y se encuentra) incorrupto. Según relató san Raimundo, cuando Catalina hizo ademán de arrodillarse, uno de los pies de Inés cobró vida y se puso a su alcance, hecho milagroso que fue contemplado por los que se encontraban allí. Clemente VIII beatificó a Inés en 1608. Benedicto XIII la canonizó el 10 de diciembre de 1726.