Colaboraciones

 

Y las otras nuevas formas de dominio (y II)

 

 

08 mayo, 2020 | por Jordi-Maria d’Arquer


 

 

 

 

Seguimos y terminamos con la serie de artículos sobre el robo y toda sustracción de lo debido. Observábamos que Ramon Llull, en sus dos “metáforas morales” aducidas, nos habla ya de amor.

¿Amor? “¿Qué es el amor?”, exclaman quejicas algunos (cada día más), emulando el sarcasmo de Pilato (Jn 18,38). Nos movemos, pues, en terreno pedregoso. Es, en definitiva, aquello a lo que Llull, sabio él, indica: si no hay amor, no hay ni propiedad ni nada que valga, porque no nos reconocemos ni entre nosotros. Y con una mirada limpia ya constatamos que el amor no existe si no hay Amor, porque aquel proviene de este. Pero el ser humano es terco, como pone de manifiesto el evangelista cuando critica a los fariseos que, no obstante haber creído en Jesús, no lo manifestaban públicamente: “Amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Jn 12,43).

Si así nos coloca san Juan al hablar del amor a nuestro Redentor, ¿qué nos dice la moral sobre el robo? Partamos del Catecismo, que lo describe como “toda forma de tomar o retener injustamente el bien ajeno” (n. 2409). Ello será especialmente repudiable en aquellas formas de apropiación que violen la garantía social de la propiedad al violar la convivencia social estable (Cfr. Moral socioeconómica, obra citada), lo cual cobra una relevancia mayor cuanto más escondidas lleve el agente las intenciones que le permiten imponerse, y cuanto más efectivo y amplio sea su poder y radio de acción. Su ataque al amor (al Amor, en su raíz) será mayor.

Hemos dicho “convivencia social estable”, porque es la que debe ser buscada en todo régimen económico. Recordemos a Llull, que nos habla de “amor y bienquerencia”, base de toda convivencia. En esa dirección, la orientación de la Iglesia con su doctrina social es clara: los bienes de la Creación no son algo creado para la persona concreta, sino que tienen un destino universal (Cfr. Encíclica Laborem exercens, de Juan Pablo II, n. 14, pero sobre una idea frecuente en el Magisterio desde la Encíclica Rerum novarum, n. 6, de León XIII).

Y hay, por añadidura, algo más, que no es minucia. Se trata no solo de rectificar, sino de reparar, y existe la obligación de restituir el mal sustraído. Lo cual es evidente en el caso del robo de dinero e incluso en el del robo del saber, pero especialmente punible desde el orden moral en el del robo de la fama y buen nombre de una persona, y en los casos en que el mal provocado es social. En esa línea, ha llegado a afirmar en alguna ocasión el Papa Francisco que la murmuración es un asesinato. De hecho y per se, este último supuesto conlleva, con añadidura al pecado de malicia intrínseco a la mala obra, el mal en cadena que provoca, tantas veces incontrolable hasta el infinito.

Es importante no olvidar el compromiso que tiene con el bien común toda persona, puesto que de un pecado de robo de fama o el del saber, como hemos visto, no solo se derivan consecuencias directas y privadas, sino que son mucho más numerosas las indirectas y sociales, consecuencia del mal en sí mismo y de su afectación en el cuerpo social. Además, está el escándalo público que conlleva toda mala praxis de un católico contra la Iglesia como grupo, que queda desprestigiada, dañada, en función de la gravedad y profundidad del mal en cuestión de esa persona que se suponía ejemplar.

Por tanto, hay deber grave de reparar el mal ejecutado y restituir lo robado, y, hasta donde sea posible, de todas aquellas consecuencias indirectas que de él se hayan derivado (contra la justicia, la paz, la libertad…), cualidades que no siempre será posible recomponer, dada la naturaleza social del acto, insisto. Por este motivo, será más punible ante Dios cuanto más amplio sea su ámbito de influencia.

Por esto afirma el Concilio Vaticano II en su Constitución Pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual: “Los bienes creados deben llegar a todos de forma equitativa, bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad (…)” (n. 69).

Así de grave es nuestra actuación cuando no actuamos según nuestra conciencia. Ya lo sabemos: nos dejamos arrastrar por la prepotencia, mendigando un reconocimiento que solo será pasajero, y tarde o temprano –aunque solo sea en el día del Juicio- nos dará la cara. La vida siempre pasa factura, aunque sea en el momento de la muerte.

Más aún: hay que pedir perdón. Es algo a lo que observo que pocas personas dan importancia (para muestra, encender el televisor), y es un presupuesto y un deber de una entidad crucial. Tras la ofensa (el pecado, y no solo el de robo), en todas las circunstancias, pero especialmente en público si la ofensa ha sido pública, debe venir la petición del perdón. Y siempre, dando prevalencia sobre nuestra contrición pública a aquellos momentos en que nos movemos en el terreno de las relaciones interpersonales, donde suele empezar el mal social con la falta de respeto debido a toda persona. De ahí surgen, en definitiva, los pecados públicos: de nuestro libérrimo propio interior personal. Si yo peco, peco yo de tomo y lomo, no otro.

Ya ves. Todo, por fanfarronear con nuestra cara bonita. Hemos incurrido en delito punible ante Dios y los hombres, y lo robado, robado está, tantas veces sin rastro en el cajón de los objetos perdidos… Y, si por ansias de dominio y reafirmación ilícita he perdido y arrancado la fama de mi hermano de por vida, ¿quién le devolverá? ¿Y si mi hermano es la sociedad? No pasa solo en las películas. Para muestra, un botón: enciende el televisor. ¿Y si el televisor es tu corazón? Ahí está la moraleja, y es monstruosa. Piénsalo bien…