Firma invitada: Don Braulio Rodríguez. El covid y el futuro próximo

 

09/05/2020 | por Grupo Areópago


 

 

 

 

En nuestra lucha contra el covid-19 y sus consecuencias, parece que se vislumbra un nuevo horizonte, por el que hemos de caminar con prudencia, unidad de criterios -que pedimos a nuestros políticos- y mucha esperanza. Estamos ante una operación delicada en la que cada uno de nosotros es bueno que pensemos con qué contamos. Me refiero a las fuerzas del Espíritu. De las otras cosas ya se encarga el Consejo de Ministros y el Ministerio de Sanidad. Estoy seguro de que la mayoría de los que hemos vivido confinados siete u ocho semanas hemos aprendido una lección importante: uno no se salva solo, y necesita de los demás en su nuevo caminar. Quiera Dios que sean muchos quienes guíen y guíen bien. Yo intentaré en estas páginas tratar con la brevedad requerida asuntos que puedan ayudar a los demás. Si no es así, se “rompen” las páginas sin problemas.

         Todos, pero tal vez con más intensidad, los fieles laicos católicos con sus sacerdotes, hemos de ser astutos y prudentes, y no desaprovechar esta experiencia de pandemia para volver a descubrir y mostrar a los demás la realidad de la Iglesia de Dios, Pueblo santo, Esposa de Cristo Salvador, el Resucitado, y Seno que nos ha concedido participar en la resurrección de la carne, que abre la vida a una eternidad sin olvidar esta vida donde hemos conocido la potencia de vida del Señor Jesús. Es una delicia leer a Padres de la Iglesia que en sus homilías aluden constantemente a la Iglesia como el seno en el que viven. Lean esta homilía de san Pedro Crisólogo (estamos entre el 380 y el 450 d. C.):

Cristo sube a una barca. ¿No era él quien secó el mar, amontonando las aguas a ambos lados para que el pueblo de Israel pudiera pasar a pie enjuto como por un valle? ¿No era él quien hizo caminar a Pedro sobre las aguas, haciendo que las olas formaran un suelo firme y sólido debajo de sus pies?

Cristo sube a la barca, Cristo, para atravesar el mar de este mundo hasta el final de los tiempos, sube a la barca de su Iglesia para conducir a los que creen en él hasta la patria del cielo por una travesía apacible, y hacer de aquellos con quienes compartió la condición humana ciudadanos de su reino. Cristo, ciertamente, no tiene necesidad de la barca, pero la barca necesita a Cristo. Sin este timonel celestial, en efecto, la barca de la Iglesia, agitada por las olas, no llegaría a puerto seguro. (Sermón 50, 1.2.3: PL 52, 339-340).  

¿De qué forma puede ayudarnos hoy, en medio de nuestra situación, considerar qué es nuestra Iglesia y qué tiene que hacer? Yo no estoy pensando ahora en un plan pastoral, que a mí no me corresponde ni orientar ni llevar a cabo. No, es algo previo. Es considerar que la sociedad que va a salir del confinamiento no es absolutamente diferente de la que “se encerró” el 14 de abril 2020. Quiera el Señor que los que la componemos seamos mejores y con otra visión sobre temas fundamentales. Nuestra sociedad, ya antes del covid-19, había trasformado a los humanos que la componen, y lo seguirá intentando en el futuro inmediato, en personas orientadas a unos fines particulares. La empujará bastante hacia el consumo, por lo cual hemos de pensar que muchos, muchos seguirán vinculando su identidad a sus posesiones materiales: a las marcas, a los objetos de lujo, y al proceso inacabable de mantenerse a la última.

         En ello trabajarán de nuevo los medios de comunicación de masas. Su trabajo consistía y consistirá en dotar a los productos a vender de un valor social, sexual, e incluso religioso, de forma que aparenten ser mucho más de lo que realmente son. Es ese modo de capitalizar vía marketing los deseos humanos fundamentales de sentido y trascendencia, y de presentar los productos y servicios como formas de satisfacer esos anhelos humanos. Esto ya lo conocemos, pero tenemos todavía que aprender mejor ese proceso para no caer en tantas situaciones que no hacen bien al ser humano. Para ello no hay más que una formación más concreta y precisa de nuestros hijos de la que hemos tenido hasta ahora, para no caer en la idolatría de las marcas y otros gastos desorbitados.

         Sería deseable que los dirigentes políticos, por su parte, controlaran mejor sus gastos, me refiero al gasto público. Lo harán o no lo harán. Pero, si conocemos el poder cultural y religioso de la formación, con una disciplina en este campo tal vez podamos ver lo que ha ocurrido antes y durante la pandemia, y lo que ocurrirá, si no se nos caen las escamas de los ojos ante tanto capricho en nuestra educación, tanto dispendio inútil, tanta destrucción innecesaria de recursos del medio ambiente, convertidos tantas veces en sujetos de masas fácilmente manejables.

         No es que esté yo aborreciendo el consumo, pues la vida humana lo requiere. Pero necesitamos ser cada vez más conscientes de que los medios que utiliza la cultura dominante para conseguir el fin humano, tantas veces mundano, son contrarios a lo que la Biblia y la Iglesia dicen respecto a nuestra vocación última. ¿Cómo vamos resistir la fuerza de lo mundano sin una fe fuerte en la resurrección de Jesucristo, que ha abierto camino a una nueva vida, a una manera nueva de vivir en este mundo? Y no porque despreciemos y no valoremos lo que aquí acontece; al revés, porque así gozaremos más también en esta vida nuestra mortal.

         Pero la Iglesia, en mi opinión y la de otros, debe hacer también otra cosa: aplicar medidas contra la manera de vivir el mundo, y disciplinas que transformen a sus hijos en el tipo de personas que Dios quiere que seamos. Eso no se improvisa. En el fondo, esta manera de ver las cosas está relacionada, claro está, con la iniciación cristiana y el discipulado cristiano. A menudo imaginamos que el objetivo del discipulado cristiano en la Iniciación es formarnos para que pensemos del modo correcto, para que creamos las cosas correctas. Pero el objetivo último de la santificación y del discipulado es moldearnos para hacer de nosotros un tipo de persona: una que sea semejante a Cristo, que muestra el fruto del Espíritu, que ama a Dios y al prójimo, que cuida del huérfano, de la viuda y el extranjero (cfr. Jer 22,3; Sant 1,27), y camina humildemente. Aquí hay trabajo para todos los miembros del Pueblo de Dios, los movimientos apostólicos, de nueva y vieja evangelización misionera y de apostolado.

         Jesucristo nos ha mostrado qué es lo bueno y qué quiere Dios de nosotros: practicar la justicia (de Dios), amar la misericordia y caminar humildemente junto a Dios. Todas estas cosas no son más que traducciones de la vocación humana, que consiste en llevar la imagen de Cristo como portadores renovados de la imagen de Dios. ¿Qué les parece muy antigua esta forma de proceder a los modernos? ¿Qué le parece a la cultura dominante que esto no tiene importancia? Pues “lo sentimos mucho”, pero hay que decir que nosotros somos unos “postmodernos” muy concretos que creen en Jesucristo, que nos da la alegría de vivir, y no unos modernos muy pasados de moda. Y creemos que el fin primordial del discipulado es crear un cierto tipo de persona, con toda la variedad que, gracias a Dios, tenemos los humanos, que actúe de una cierta forma y no vaya cada uno a su gusto. Dice el profeta Jeremías: “Defendió a pobres y desvalidos, ¡Y eso sí que es conocerme! –oráculo del Señor” (Jer 22,16). Según la Escritura, pues, conocer la verdad es sólo un medio para poder hacer la verdad.

          Pero ¿cómo podemos convertirnos en ese tipo de personas? ¿Cómo puedo yo convertirme en el tipo de persona que “hace” la verdad? Siendo más cristiano, sencillamente. Y hace falta práctica,  porque hemos estado viviendo la fe “como un ir tirando”. Ahora bien, y en primer lugar, hace falta la gracia. Si nadie es bueno (¡nadie!), para poder dirigirnos hacia el fin que nos es propio como cristianos necesitamos que nuestro corazón sea regenerado y dirigido más por el Espíritu Santo. En la medida en que el Espíritu habita en los creyentes, están siendo formados a imagen de Cristo, al punto que pueden aprender a caminar en el Espíritu y en el poder del Espíritu. Es la exhortación pascual que san Pablo nos hace: “Revestíos de Cristo”. Tal vez en los días “encerrados” hemos aprendido que la vida de regeneración que se nos donó en la Iniciación cristiana ha de ser cultivada mediante las prácticas de santificación, sobre todo en familia.

         Haríamos bien en recuperar la tradición de las disciplinas o prácticas espirituales, tales como la oración incluida la lectio divina, el ayuno, la meditación, la sencillez, etc., como medio para moldear nuestro espíritu. Pero también la celebración de Santa Misa, ahora que quiera Dios hayamos caído en la cuenta de su importancia, y la comunión eucarística, el lavatorio de pies, es decir, el servicio a los demás, y la redistribución económica. Son formas de practicar lo que significa ser ciudadanos del cielo sin respeto humano ni de tapadilla.

         La liturgia de la Iglesia, sobre todo la celebración de la Eucaristía, debe vivirse con más profundidad, para que den forma a nuestra persona. Nuestro culto, el que realiza el Pueblo de Dios con la re-presentación de Cristo-Cabeza necesaria de los sacerdotes, no puede ser un simple imitar las prácticas y objetivos mundanos. Es algo que tenemos que volver a aprender y pedir al Señor que nos enseñe, alejados de una pastoral de la Iglesia todavía muy clerical. Aprender a vivir, ante todo, como discípulos de Cristo y como miembros de su Cuerpo. Y eso exige corregir muchos hábitos de recurso indebido al poder, ya sea al “poder” que tenemos como Iglesia, ya sea al “poder” del Estado como supuesto garante de las libertades y al Estado de derecho.

         Quiera el Señor que las circunstancias por las que pasamos de pandemia nos inviten o nos fuercen a redescubrirnos como cristianos, y como seres humanos a la luz de Jesús el Resucitado. Yo rezo para que esto nos suceda; también es importante que os suceda a los fieles laicos. Nuestro mundo lo necesita. La gracia de la resurrección os venga por el Espíritu Santo. Que la Virgen Madre interceda por nosotros ante su Hijo.

Toledo, 9 de mayo de 2020

+Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo, Emérito de Toledo

 

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