Miedo

 

La Iglesia y la «pastoral del miedo»

 

Desde hace ya mucho tiempo, la "pastoral del miedo", acompañada de medios de consolación, ha dado paso a una llamada a comprometerse en una relación personal con Cristo. Por Daniel Moulinet, historiador.

 

 

17 mayo 2020, 15:56 | La Croix


 

 

 

 

 

La pastoral de la Iglesia ha cambiado mucho, se dice. Tiempo atrás, los pastores no dudaban en predicar sobre el infierno; hoy ya no se atreven a hablar de él. ¿Hay que alegrarse o lamentarse por ello? Se encuentran fieles que adoptan una u otra opinión. Si unos se alegran de no oír hablar en la homilía dominical más que del amor evangélico, otros piensan que predicando una moral exigente acompañada de castigos se habría evitado el descenso de la práctica religiosa.

¿Es posible encontrar el origen de esta pastoral? ¿No se sirve el mismo Evangelio, en uno u otro pasaje, de este modo de proceder? Pensemos en la parábola de Lázaro y el rico malo. Quien escucha a Jesús, ¿no se siente llevado a identificarse con ese hombre que, disfrutando los bienes en esta tierra, se ha negado a mirar a quien sufría a sus puertas, y que a continuación se encuentra en un lugar de sufrimiento eterno, mientras que el pobre Lázaro se encuentra en la en la gloria?

Ciertamente, la evocación del infierno está muy presente en las predicaciones medievales, hasta el punto que, cuando el cristiano se pregunta –no sin poca angustia– sobre su destino futuro, habrá que «inventar el purgatorio» (según la expresión de Jacques Le Goff), haciendo así posible la posibilidad de un «rescate» después de la muerte gracias a las oraciones de los vivos.

 

Dos tipos de contrición

El concilio de Trento sistematizará la teología del sacramento de la penitencia, definiendo sus diferentes momentos. Distinguirá dos formas que la contrición requiere: una, la primera, que será perfecta, viene del sentimiento de haber ofendido la bondad de Dios, que se manifiesta en un vivo sentimiento de dolor que lleva a una conversión verdadera y duradera; y otra, llamada atrición, que viene del temor del castigo, por lo que el fiel podría interiorizarla más superficialmente.

¿Es suficiente la sola atrición? Pero, ¿es capaz la mayoría de los cristianos de llegar a una contrición verdadera? Al contrario, se puede pensar, que una predicación que evoca las penas eternas llevará a los fieles de sentimientos poco refinados hasta la atrición, la cual –¿quién sabe?– podría llevarles hasta la contrición perfecta.

 

La importancia de la penitencia

De hecho, el pecado se encuentra en el núcleo de la pastoral tridentina. El confesionario ocupa un amplio espacio en las iglesias de la época barroca. La pastoral del sacramento de la penitencia es de una gran importancia en la formación del futuro sacerdote. Las Advertencias a los confesores de san Carlos Borromeo, el arzobispo de Milán cuyas decisiones serán un modelo para la puesta en práctica del concilio de Trento, se convierten en una obra clásica hasta mediados del siglo XIX.

En esa época, el clero, sin abandonarla, completa esta lectura con otros autores, sobre todo san Alfonso de Ligorio. La pastoral «rigorista» a menudo lleva al sacerdote a diferir la absolución, hasta que juzgue suficientemente contrito al penitente. En este marco, se insiste igualmente en la necesidad de una confesión completa de los pecados. No hay que omitir nada, porque si no, sin duda, se haría una comunión indigna, a la que se aplica la imagen de Judas en la Cena que, recibiendo el bocado de la mano de Cristo, deja entrar en él en ese momento al diablo. Esta evocación era un paso obligado en la preparación de los niños a la primera comunión.

Sin embargo, es necesario completar este marco para no caer en una visión unívoca de la «pastoral del miedo». Hay que recordar, según Jean Delumeau, que la Iglesia, sirviéndose de la noción del pecado, permite que el hombre, que vive en una naturaleza a veces abrumadora, identifique sus miedos y los vea a la luz de una relación con Dios que, de alguna manera, sacraliza el conjunto de su vida.

Tampoco hay que olvidar, siguiendo al mismo autor, que al mismo tiempo la Iglesia propone al hombre una salida positiva. Un refrán ha conservado el recuerdo: «A todo pecado, misericordia».

 

El culto de los santos

Si la penitencia ocupa un amplio espacio, es necesario evocar también el culto de los santos, los numerosos santos protectores, los santos patrones de los gremios, de aquellos de los que se lleva el nombre, y, en primer lugar, la Virgen María.

Recordemos por ejemplo la iconografía de la «Virgen del manto» que abriga a los fieles. Se proponen numerosos medios a los fieles cristianos para superar sus miedos y recuperar la serenidad: peregrinaciones, procesiones, el culto de las reliquias, tanto las conservadas en las iglesias, de las que a veces se hace «la ostensión» todavía en la actualidad, como en Limousin, como las que uno mismo puede conservar, como un tejido que haya tocado el féretro del santo, al que, se piensa, ha pasado un poco de la fuerza de quien se encuentra con Dios.

Parece que la intercesión de la Iglesia no conoce ningún límite con el santuario de Montligeon que fomenta las misas en favor de las «almas abandonadas del purgatorio».

 

Menos rigor durante la Revolución

Hemos hablado antes de la práctica de retardar la absolución. El riesgo, al que los confesores eran sensibles, era que el penitente, al que se pensaba demasiado apegado al pecado, no sea absuelto y muera en estado de pecado mortal. Después de la Revolución francesa, el clero constata, en algunas regiones, un desapego respecto a los mandamientos de la Iglesia. Se da el caso que quien no ha recibido el perdón no vuelve nunca a confesarse.

El miedo del infierno no influía con la misma fuerza que antes. Los sacerdotes se ven llevados a suavizar su pastoral contentándose con algunos signos de contrición para dar la absolución, corriendo el riesgo de una rápida recaída en el pecado si el arrepentimiento está poco arraigado.

 

Dios y la ciencia

El anticlericalismo de las primeras décadas de la III República en Francia, que conduce a la ley de separación de las Iglesias y del Estado (1880-1905) lleva a un cambio de estatuto del clero y a una disminución de su autoridad. En muchas regiones su influencia se reduce a una población muy limitada y mayoritariamente femenina. Además, la filosofía ilustrada cuestiona el discurso de la Iglesia sobre el más allá.

En cuanto al cientifismo, deja creer al hombre que él es capaz de dominar la naturaleza y no sufrir sus caprichos. En este marco, ya no es indispensable recurrir a Dios. El discurso eclesial sobre el diablo y sobre el infierno se presta a la burla. Mientras que la noción de pecado (relacionadas con la nociones de permitido y prohibido) todavía se encuentra en los católicos militantes de mitad del siglo XX, otros sentimientos se afirman progresivamente, sobre todo el de la familiaridad con Cristo, mejor conocido gracias a la meditación de las Escrituras.

Las homilías se nutren más de la Palabra de Dios, más abundante en la liturgia, y se anima a los fieles a que la mediten. En cuanto a la moral, se presenta ya no a través de los «casos de conciencia», que formaban el núcleo de la formación sacerdotal, sino como un «seguimiento de Cristo», como un itinerario de fe en el que el fiel es invitado a ser él mismo responsable de una decisión consciente y fundada.

 

Ante el amor desaparece el miedo

Es verdad que la «pastoral del miedo» ha estado mucho tiempo presente, pero estaba acompañada de medios de consolación. Hoy, cuando la preocupación por el fin último ha desaparecido, salvo, quizás, para las personas que se encuentran en fin de vida, ha dejado lugar a una llamada para que el fiel se comprometa en el seguimiento de Cristo en una relación de amor. Si la primera pastoral se dirigía a la masa, esta segunda es más elitista, pues es una llamada a un itinerario personal de fe. Y corresponde más con la situación de la Iglesia en nuestra época que ya no influye si no en una parte de la población.

Pero aún queda una cuestión: nuestros contemporáneos, a los que no les afecta el mensaje cristiano, ¿no se sienten abandonados ante sus propios miedos, ellos que ya no disponen de los remedios que la Iglesia proponía para hacer que le esperanza renaciera?

 

Daniel Moulinet, historiador, profesor en la universidad católica de Lyon.