Tribunas

¡No tengáis miedo!

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

 

 

Después de la sorpresa y desconcierto al oír un nombre que manifestaba claramente que no era italiano, el primero después de 400 años, una cierta sensación de que algo estaba cambiando en la presentación externa de la Iglesia al mundo, nos llenó el alma a quienes vivimos esos momentos en la plaza de san Pedro. . El tono de sus primeras palabras. “¡Non avete paura!” -¡No tengáis miedo!-, sonaron como una tromba de agua en nuestros oídos.

¿De qué no teníamos que tener miedo?

Viéndolo con una cierta perspectiva pasados ya un buen número de años, se me ocurre pensar en tres situaciones:

-el malestar interno en la Iglesia, cuando se ponía en discusión desde la divinidad de Cristo –se hablaba incluso del “momento en el que Jesús tomó conciencia de su relación con Dios”-; hasta la misión e infalibilidad del Papa.

-el desbarajuste moral sexual, después de la revolución sexual de 1968, y el silencio, e incluso rechazo en algunos casos de la Humanae vitae;

-las persecuciones a la Iglesia en la zona dominada por el comunismo; que entrañaba también una seria amenaza contra la paz.

 Juan Pablo II siguió diciendo: “¡Abran, sí, abran de par en par las puertas a Cristo!”. Y sin dudar de lo que el Señor le pedía, dejó escrito en su primera encíclica, este consejo, pienso yo, para vencer esos miedos y hacer frente a esas situaciones:

 “Se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón para nosotros es ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Redemptor hominis, n. 7).

La situación de la Iglesia y del mundo con la que se enfrentaba en mi opinión, eran la consecuencia lógica, en mi opinión, de una profunda pérdida de la Fe; pérdida de la Esperanza; pérdida de la Caridad, en la misma Iglesia, además, lógicamente, del peligro de la expansión del comunismo.

Juan Pablo II se enfrentó a la gran misión de recomponer la Fe en Cristo, Dios y Hombre verdadero, Redentor del pecado y Salvador del mundo, deshaciendo el mal extendido en la Iglesia por las discusiones de teólogos sobre el “cristiano anónimo” de Rahner; el así llamado Cristo “histórico” que casi nada tendría que ver con el que nos transmiten los Evangelios, de algún que otro “exégeta”, que hablaba incluso de la mera y reducida “conciencia” que Cristo tenía de su relación con Dios Padre. Cuestiones semejantes que al final podían desembocar –y no pocas veces desembocaron- en separar Fe y Razón, olvidar en la práctica la Santísima Trinidad, la fe en la Eucaristía, y ver a Cristo como un maestro cualquiera, y no el Maestro: y con esto, olvidar que Cristo es la Verdad, y sus palabras son “palabras de Vida Eterna”.

Y recomponer también con la ayuda de la Fe, la Esperanza de vencer el pecado y de vivir eternamente en Dios, en la Vida Eterna. En su segunda encíclica, a un año apenas de la anterior, Dives in Misericordia, medita sobre el hijo pródigo, y deja bien claro que la misericordia de Dios necesita la conversión del pecador, su arrepentimiento, su volver a la casa del padre pidiendo perdón. Juan Pablo II hace frente a toda la revolución sexual recomponiendo el sentido profundo y cristiano de la castidad. No ha dejado de subrayar la maldad del aborto, del adulterio, de la práctica de la homosexualidad y otras desviaciones sexuales, que reducen la dignidad del hombre, lo engolfan en el pecado, y le tientan para que no levante nunca su mirada a Dios, a Cristo crucificado.

La Virgen le acompañó en los sufrimientos que le ocasionó el atentado, y que a él le ayudaron a unirse más al Señor, a ofrecer sus penas y dolores, a vivir, en una palabra, la conversión a la Caridad de Dios, que nos recordó a todos con estas palabras, para animarnos a anunciar a Cristo, el mejor acto de Caridad que podemos vivir con quienes nos rodean:

Caridad en Cristo, Dios y hombre verdadero. El misterio de caridad de Cristo que nos invita, desde el primer momento de su vida pública, a la Conversión. “La conversión significa aceptar, con decisión personal, la soberanía de Cristo y hacerse discípulos suyos” (Redemptoris missio, 46).

“Hoy la llamada a la conversión que los misioneros dirigen a los no cristianos se pone en tela de juicio o se pasa en silencio. Se ve en ella un acto de “proselitismo”; se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión, que basta formar comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Pero se olvida que toda persona tiene el derecho a escuchar la “buena nueva” de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación. La grandeza de este acontecimiento resuena en las palabras de Jesús a la samaritana: “Si conocieras el don de Dios”, y en el deseo inconsciente pero ardiente de la mujer: “Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed” (Jn. 4, 10.15) (Redemptoris missio, n. 46).

No cabía en cabeza alguna que la caída de los regímenes comunistas –con sus más de 40.000.000 de asesinatos políticos, solo en la Unión Soviética- llegara a tener lugar sin derramamiento de sangre. La única derramada fue la de Juan Pablo II.  No tengo duda de que fue un regalo de Nuestro Señor Jesucristo a sus hermanos los hombres del mundo.

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com