Colaboraciones

 

Vattimo versus Wojtyla

 

 

02 junio, 2020 | por Carles Ros Arpa


 

 

 

 

En la excelente obra “La religión en tiempos de nihilismo” el filósofo y teólogo mallorquín Gabriel Amengual utiliza tres mitos clásicos para explicar la evolución de la humanidad y del sujeto en Occidente en los últimos siglos. El primero es Prometeo, que encarna la emancipación del hombre ante la divinidad, el hombre que se quiere salvar a sí mismo. Representa los grandes ideales de la modernidad.

El proyecto racionalista procedente de la Ilustración fue criticado radicalmente por Nietzsche (al cual abominaba tanto como al cristianismo), y se hundió con las grandes catástrofes históricas del siglo XX, provocadas por el ateísmo prometeico: Hitler, Stalin y Mao suman no menos de cien millones de muertos. Estos días hemos podido volver a ver en televisión los documentales que muestran lo que se encontraron los aliados cuando llegaron a los campos de concentración nazis.

Prometeo cedió el paso a Sísifo. En palabras del teólogo Olegario González de Cardedal: “Nietzsche proyectó un mundo sin Dios y un hombre sin prójimo, de los que se deducen una realidad sin origen (verdad) y una historia sin destino (esperanza). El hombre debe asumir el mundo sobre sus hombros, otorgándole sentido y finalidad. Esta es una tarea sobrehumana que le proporciona dignidad y orgullo en primer término, y pesar y angustia después”.

Por último, Narciso es el mito que refleja nuestro presente. La muerte de Dios de Nietzsche, más que al Superhombre, ha llevado a un “yo mínimo”, centrado en su vida privada, el bienestar material y el consumo, el cuidado obsesivo del cuerpo y de la salud, y el culto al ego a través de las redes sociales.

Continuando con González de Cardedal: “Dios, naturaleza, y hombre están vinculados de tal manera que si uno de ellos se apaga, los otros dos quedan a oscuras”. La filosofía moderna evolucionó hacia un hombre sin Dios, y esto llevó finalmente a la muerte del hombre. Del ateísmo marxista deriva el antihumanismo de autores como Monod, Foucault o Derrida. El transhumanismo y la cultura de la muerte han penetrado Occidente en fenómenos como el invierno demográfico, el aborto, y ahora la eutanasia.

Y la ciencia moderna derivó en un positivismo que ya no trata al mundo como creación o el hogar de la humanidad, sino como materia objeto de transformación y explotación sin límite. El cambio climático y la crisis medioambiental son el resultado que hoy amenaza la humanidad.

El pasado 18 de mayo se cumplieron cien años del nacimiento de Karol Wojtyla, el Papa Juan Pablo II. Premoderno para algunos, profeta de los nuevos tiempos y luz al final del túnel para otros. En el ambiente posmoderno del cambio de milenio, Juan Pablo II ya no se confronta con el ateísmo, sino con el “pensamiento débil”, que tiene en Gianni Vattimo su representante más destacado. Según el propio González de Cardedal, Vattimo pretende una reducción tanto de los dogmas como de la moral cristiana, y no sólo en relación a Juan Pablo II sino a la raíz misma del cristianismo. Defiende una fe reducida y concentrada en la caridad.

Llegados a este punto, debemos plantearnos dos grandes cuestiones. Primera, una cosa es que para acoger la revelación y el evangelio no sea necesario pasar por Aristóteles y por Santo Tomás. Y la otra, pensar que la adhesión creyente a Dios se pueda dar en un vacío de racionalidad y de sentido. Es el hombre entero que piensa y que cree, desde la razón y desde el corazón. Son las dos alas de que dispone el ser humano para despegar, la fides y la ratio de Juan Pablo II.

Y la segunda cuestión, más esencial aún, es si la primacía del amor, el valor que genera más consenso desde todas las ópticas cristianas, puede sobrevivir sin el fundamento de la fe y la antropología cristianas. Si el mandamiento del amor cristiano puede subsistir con una fe light y sin contornos definidos, y con una moral abocada en último término al relativismo y al subjetivismo, signos de identidad de la postmodernidad. Si no hay un criterio objetivo de verdad y de bondad, sino que me las hago a mi medida, si al final mi conciencia no tiene que rendir cuentas a Dios, sino que me juzgo a mí mismo, acaba siendo muy difícil para la mayoría de las personas mantener una vida moral guiada por el amor.

Vattimo y la corriente que representa han tenido su peso en el cristianismo de las últimas décadas en nuestro país. Han influido en la fe que se ha transmitido en nuestras parroquias, en nuestras escuelas, en nuestros seminarios. Muchos de nuestros sacerdotes se opusieron abiertamente al magisterio de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, pensando que había que acercarse o compartir la corriente de pensamiento dominante en nuestra sociedad. Después Francisco, talantes aparte, ha defendido lo mismo que sus dos predecesores.

El resultado lo tenemos hoy sobre la mesa. Por un lado, el grueso de nuestra cultura sigue caminando de espaldas al cristianismo. Por el otro, la Iglesia sufre hoy en nuestro país la crisis más grave de su historia milenaria. Los brotes verdes, los signos de esperanza, las nuevas vocaciones que han de permitir la continuidad de la Iglesia, provienen no de las corrientes que han propuesto una fe mínima y al gusto del consumidor, sino sobre todo de los movimientos laicales que, desde su particular y renovado carisma, han sabido conservar y transmitir la plenitud del mensaje cristiano.

Sólo una fe arraigada en su origen y orientada a su destino, puede iluminar la humanidad en tiempos de penumbra. El pueblo de Dios superará su actual travesía del desierto guiado por unos pastores inspirados por el Espíritu Santo y no por las modas del mundo.

 

Publicado en el Diari de Girona, el 1 de junio de 2020