Colaboraciones

 

Carácter relacional y sentido sobrenatural de política

 

 

23 julio, 2020 | por Jonathan A. García Nieves


 

 

 

 

 

La vida política es un ámbito exclusivamente humano; ello en el sentido de que el hombre, en ejercicio de su libre albedrío, es el único actor y, por tanto, el único responsable del destino de la Polis o Comunidad Política.

No obstante, desde el punto de vista teológico, la política constituye un escenario en que el hombre exhibe, al menos, dos elementos de su relación con la Divinidad. Por una aparte, la persona humana muestra aspectos de su relación ontológica con Dios; esto es, algunos aspectos en los que el hombre, por naturaleza (ámbito del ser), ya es semejante a Dios, porque así fue ‘diseñado’ por el Creador (“Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Gn. 1:27). Y por otra parte, también afloran aspectos de nuestra relación moral para con la Divinidad (ámbito del deber-ser), esto es, algunos aspectos en los que el hombre tiene el deber de sobreponerse a su naturaleza herida; esforzándose en la virtud, hasta alcanzar un grado de perfección que acrecentará su semejanza con respecto a Dios. Se trata de un camino de esfuerzo, que los cristianos llamamos ‘santidad’, y al que otros sistemas de creencias se refieren como iluminación o elevación de conciencia.  (“Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Mt. 5:48).

 

Empezando por el ámbito del ser, es observable que en éste, destaca el carácter relacional como uno de esos aspectos en que la persona humana resulta semejante a la Divinidad.

El misterio de Dios es insondable; pero en y por medio de Jesucristo, la Divinidad nos ha revelado que, siendo un ser uno y único, es al mismo tiempo un ser trino (tres personas); razón por la cual, Dios -pese a ser uno solo- no es un ser solitario. La Divinidad no experimenta la soledad, ya que, en su eternidad, las personas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo se relacionan y comunican entre sí (“Hagamos al hombre…”. Gn. 1:26. “El Padre me conoce y yo conozco al Padre”. Jn. 10:15. “Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios“. 1 Co. 2:11). De modo que ese Dios, que se nos ha revelado como un ser relacional en sí mismo, es de quien -nada más y nada menos- somos imagen y semejanza. Siendo éste el fundamento teológico de la sociabilidad intrínseca a la persona humana.

Producto de esa sociabilidad connatural, es que entramos en contacto con nuestros semejantes; estableciendo redes relacionales de distinta índole -incluida la política- y dando lugar a la socialización: un fenómeno propio de la humanidad, ya que, entre todos los seres vivos, es el hombre el único dotado de raciocinio y, por tanto, de capacidad para alcanzar una convivencia consciente con sus congéneres.

Así es como en sus relaciones políticas (como ciudadano o súbdito; como elector, dirigente, candidato o gobernante), el hombre trasluce ese aspecto fundamental de su semejanza con respecto a Dios, que es su carácter relacional: la capacidad intrínseca de relacionarse con sus congéneres de manera consciente. Algo que, por sí mismo, permite valorar nuestra dimensión política como parte de la dignidad humana.

 

Entremos ahora en el segundo de los aspectos referidos (el ámbito del deber-ser), en el cual entran en juego la voluntad y la virtud.

El hombre, que por naturaleza ya es semejante a Dios en su carácter relacional; tiene ante sí el reto de entender y asumir que su semejanza con respecto a Dios no está acabada, sino que -por disposición de Dios mismo- es una realidad optimizable, perfectible según la propia participación del hombre. La persona humana es llamada a la perfección (a la santidad) en todos los ámbitos de su vida -incluida la dimensión política-; pero, en su libre albedrío, está en la posibilidad de optar o no por avanzar en ese proceso de perfeccionamiento.

La santidad debe ser alcanzada por el hombre-ciudadano, mediante la elevación de sus relaciones políticas a un nivel sobrenatural; lo cual se logra  ordenándolas conforme ese valor fundamental de toda vida social, que es el Amor. Siendo ello lo que el Magisterio de la Iglesia Católica ha denominado como Caridad Política: “el campo de la más vasta caridad” (S.S. Pío XI).

El Dios uno y único del que somos semejantes en el referido carácter relacional, se nos ha revelado también en su esencia: “Dios es amor” (I Jn. 4:16). Las personas de la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo), no sólo se relacionan entre sí, sino que, además, lo hacen de una manera calificada: en una relación de amor infinito. De modo que Dios, que “es amor”, es también, en sí mismo, un ser relacional en el amor. Dios es Amor que ama.

En este orden de ideas, el mandamiento de “amar al prójimo como a sí mismo” (Lv. 19:18); implica para el hombre una vocación, una llamada, un deber moral de hacerse aún más semejante a Dios; ello, mediante la elevación de todas sus relaciones interpersonales y sociales, a la categoría del Amor, que es como -en modo infinito- las personas de la Trinidad se relacionan entre sí (“Cuando [Yahvé] ponía los cimientos de la tierra, yo estaba a su lado poniendo la armonía. Día tras día encontraba en ello mis delicias, y continuamente jugaba en su presencia“. Pr. 8:29-30. “Como el Padre me amó, yo os he amado”. Jn. 15:9).

Se trata, pues, de una vocación (vocatio: llamada) por el bien del propio ser humano. Dios no impone el amor como mandato obligatorio (coactivo, forzoso) como si se tratara de una norma jurídica, sino como recomendación para la plenitud de la vida humana, alcanzable sólo en el Bien; tanto propio, como ajeno y común. Es por ello que sólo en el Amor, sólo viviendo nuestra dimensión política en la Caridad (Caridad Política), es que podemos aspirar a una convivencia plenamente sana, pacífica y mayormente provechosa: una convivencia fraterna, idónea para el adecuado crecimiento y desarrollo del hombre y del ciudadano, así como de la expresión más elevada de la vida social, que es la Comunidad Política.

Para esto último, se requerirá siempre de una apertura del hombre con respecto a sus dimensiones invisibles (espiritual y trascendente), en las que éste es llamado a abandonar su cerrazón individualista, para encontrar en el bien del prójimo su propio bien (“Amarás al prójimo como a ti mismo”); y lograr, así, una convivencia más acorde a la dignidad humana, en una sociedad que -a pesar de nuestras limitaciones- represente un adelanto del Reino de Dios.

 

“Buscad primero el Reino de Dios, y su Justicia; y todas estas cosas os serán dadas por añadiduraˮ (Mt. 6, 33)