Tribunas

La verdad en esto del periodismo

 

 

José Francisco Serrano Oceja

 

 

 

 

 

Estoy estos días preparando una conferencia para una importante diócesis española sobre el tema de la verdad en el periodismo. También en el denominado religioso, eclesial o como se le quiera bautizar.

El cinismo de las nuevas concepciones de la verdad en el periodismo fue retratado nítidamente Neetzan Zimmerman cuando escribió en 2014:

“Hoy en día no es importante si una noticia es real. Lo único que importa de verdad es si la gente clica.”

Los hechos, sugirió, han terminado; son una reliquia de la era de la prensa de papel, cuando los lectores no tenían elección. Y añadió: “Si una persona no comparte una noticia, en esencia es que no es una noticia.”

La diferencia entre el periodismo y la literatura radica en que, en el primero, la materia prima son los hechos, lo que ocurre en la realidad. En la literatura, en la ficción, los hechos narrados son verosímiles, pero no son verdaderos.

El periodista es el especialista en contar la verdad de la realidad, conocerla, contrastarla, presentarla. Para eso tiene sus métodos y los controles de calidad de esos métodos que practica.

¿Qué pasa cuando en el periodismo, en la información, incluso la dedicada a cuestiones de Iglesia, se hace literatura y no periodismo, o se presenta un texto literario como si fuera uno periodístico?

Cada día me sorprendo más de la falta de escrúpulos en lo que se llama el mundo clerical. Como decía un buen amigo cuando estábamos en esos típicos ferragostos romanos: “Paquito, en el mundo clerical, lo imposible es real”.

Cada vez más, lo que pasa por ser un hecho es solamente un punto de vista que alguien que quiere, con toda intención, enviar un mensaje, denigrar a alguien. La tecnología ha hecho muy fácil que esos “hechos” circulen con una velocidad y un alcance que era inimaginable en la era de Gutenberg (o hace apenas una década).

Una historia que no tiene más pruebas que las de la imaginación personal del que la escribe, es decir, la ficción del autor, sobre un obispo, una religiosa o unos sellos para las misiones, publicada en la web, puede parecer poca cosa, pero sus consecuencias son enormes.

Es cierto que el mundo está acelerado, que las noticias se superponen, que la información caduca pronto.

Pero lo que no parece que se corresponda con la responsabilidad del periodista es el todo vale y una especie de clima generalizado de impunidad. Cualquiera no puede decir lo que le parezca sin las más mínimas consecuencias. Sería como aceptar las “cosas de…” mientras te están acuchillando.

Últimamente, escribir o hablar sobre medios de comunicación y periodismo obliga a citar a Ryszard Kapuscinski. Vaya pues la referencia de uno de los fenómenos que ya están afectando a la información religiosa, la espectacularización:

“En la segunda mitad del siglo XX, especialmente en los últimos años con la revolución de la electrónica y de la comunicación, el mundo de los negocios descubre de repente que la verdad no es importante, y que ni siquiera la lucha política es importante: que lo que cuenta en la información es el espectáculo. Y, una vez que hemos creado la información-espectáculo, podemos vender esa información en cualquier parte. Cuanto más espectacular es la información, más dinero podemos ganar con ella”.

Definir la verdad es sencillo. Aristóteles decía al respecto algo así como que:

“Decir de lo que es, que no es,
o de lo que no es, que es, es falso.
Mientras que decir que lo que es, es,
Y lo que no es, no es, es verdadero”.

Quizá nuestro problema no consiste primordialmente en qué significa la verdad, sino en denunciar proféticamente cómo se está construyendo intencionalmente por algunos, por qué lo hacen, con qué intenciones. Los que consideran que el periodismo es un poder, también en la Iglesia, y no un servicio, al final, acaban en las trampas del poder y no en el podio del servicio.

Pero tranquilos. Mi admirado Leonardo Polo decía que la verdad tiene difícil sustituto. Los hechos son muy tozudos y suelen dar patadas. Y como también repetía uno de mis maestros: “Nadie da lo que no tiene”.

 

José Francisco Serrano Oceja