Firma invitada de don Braulio Rodríguez, arzobispo emérito de Toledo: «Salir al encuentro de los que ahora buscan»

 

13/09/2020 | por Grupo Areópago


 

 

 

 

 

¿Nuestro mundo está enfermo? Padece, desde luego, la pandemia del covid-19. Pero, además, en el momento que vive nuestra civilización, este fenómeno mundial del coronavirus revela que también está enfermo de otros males. Curiosamente, en el nivel de medios de comunicación social pocos hablan de estas enfermedades. Nuestros políticos, por ejemplo, solo hablan de cifras, de algunas cifras, y de que con sus medidas todo cambiará, si las sigue la ciudadanía. Basta con emplear medidas “progresistas”.

         Todos pensábamos –hay que confesarlo– que, después de una interrupción de la actividad social habitual durante no mucho tiempo (el confinamiento), saldríamos del bloqueo en breve y volveríamos a la situación anterior. “Estaríamos como antes”, de modo que disfrutaríamos de “la nueva normalidad”. Si creíamos esto, no pensábamos bien.

Era natural que, en momentos de graves calamidades, nos ocupáramos sobre todo de cubrir las necesidades para la supervivencia. Poco caso hacíamos a aquellas palabras de Jesús: “no sólo de pan vive el hombre”, en el momento de su tentación en el desierto por el diablo. Pero hay implicaciones más profundas en este golpe infringido a la seguridad de nuestro mundo: la vulnerabilidad global de un mundo global se ha hecho evidente.

Veamos primero qué tipo de desafío representa esta situación para el cristianismo y para la Iglesia católica, que es uno de los primeros actores globales, pues su existencia y su mensaje están abiertos a todos los pueblos. Hay también un desafío para la teología. Ya hemos hablado en ocasiones anteriores de esto, pero parece que necesitamos activarlo de nuevo y muchas veces. Olvidamos, por ejemplo, que desde hace ya algunos años el Papa Francisco viene hablando de que la Iglesia ha de ser “un hospital de campaña”.

         Es, sin duda, una metáfora estupenda para decir que la Iglesia no debe permanecer en un espléndido aislamiento del mundo; ha de salir de sus confines y dar ayuda a las personas física, mental, social y espiritualmente afligidas. De modo que, si la Iglesia debe ser un “hospital”, tiene, por supuesto, que continuar ofreciendo asistencia sanitaria, social y filantrópica, como viene haciendo desde sus inicios. Pero sin quedarnos ahí únicamente, porque esto significaría nuestro fin. Un buen hospital debe hacer un buen diagnóstico, esto es, discernir “los signos de los tiempos”; y jugar un papel preventivo, en una sociedad en la que encontramos los virus malignos del miedo, del odio, del populismo y del nacionalismo, sin olvidar un tipo de economía injusta; tampoco ha de olvidar este hospital el papel que lleva consigo esta convalecencia de los pacientes, superando los traumas del pasado con el perdón.

         Muchos auguran en el futuro cercano iglesias vacías, una recesión del cristianismo y otras religiones. He aquí en verdad un desafío. Estos templos vacíos durante el confinamiento, ¿serán un signo de ese desafío en el futuro próximo? ¿Vendrá de Dios ese signo, como si de un castigo se tratara? Se precisa mucho discernimiento espiritual para sostener semejante afirmación. Pero, sin duda, la visión de un Dios vengativo, en un momento de calamidad mundial, es agua que mueve el molino del ateísmo. Yo no veo a Dios de este modo, pues Él es amor humilde y discreto. En todo caso, las calamidades humanas son para muchos una fuente de fuerza que actúa en los que tienen un amor capaz de sacrificio y de solidaridad por los que sufren.

         Sin embargo, la existencia de iglesias vacías y cerradas sí puede ser una advertencia de lo que pueda suceder en un futuro no lejano. En muchas partes de nuestro mundo, además, iglesias, monasterios y seminarios, que estaban abiertos no hace mucho tiempo, han cerrado. Eso puede pasar también entre nosotros. Y es bueno encontrar todas las causas, no sólo hablar de “tsunamis secularistas”. ¿No hablamos de cambio de época? Si ese cambio de época ha llegado, parece que nosotros, los hijos de la Iglesia, hemos de intentar mostrar al mundo un rostro del cristianismo distinto. Incluso completamente distinto.

         A menudo pensamos demasiado en convertir al mundo, y menos en convertirnos nosotros mismos. “Ya mejoraremos”, deseamos, pero se trata de pasar de “ser cristiano” a “llegar a ser cristianos”, no solo bautizados. ¿Por qué no aceptar que el descenso en la práctica religiosa y en la actividad de la Iglesia es un momento también para ver la oportunidad de hacer una profunda reflexión delante de Dios y con Dios?  No estoy hablando de una reforma de estructuras externas en la Iglesia, sino de ir al fondo del Evangelio. No es fácil, porque es un viaje a lo profundo.

         No voy yo ahora a criticar cuanto han hecho, por ejemplo, tantos sacerdotes y fieles en este tiempo de pandemia retransmitiendo la Santa Misa por televisión o utilizando las redes sociales. Ha sido genial para tantos que no podían asistir de otro modo a la celebración de la Iglesia. Pero estoy diciendo que nada gana en belleza y en verdad a las palabras de Jesús: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”. Se trata, pues, de otra cosa, de ser en Cristo una fuerza capaz de cuidar un mundo enfermo, con humildad y sabiendo que cada hijo de la Iglesia puede estar participando de esa enfermedad.

         Pero son todos los miembros de la Iglesia los que tienen que desear ser esa fuerza en Cristo, ofrecida a los demás, que supone alegría, paz y gracia de Cristo también para ellos mismos. En este empeño debe ponerse en toda su potencia el papel de los fieles laicos: caminar sin ellos es imposible, lo cual no es desdeñar el papel de la jerarquía ni de la vida consagrada.

         La tumba de Cristo estuvo vacía, pero tenemos muy en cuenta lo se les dijo a los testigos de la Resurrección de Cristo: “No está aquí. Ha resucitado. Él os precederá en Galilea”. ¿Dónde está la Galilea de hoy, dónde podamos encontrar a Cristo vivo? Si observamos datos de estadísticas, a los que nuestra sociedad es tan aficionada, el número de los que viven la fe cristiana confesándola y practicándola disminuye; también en otras formas religiosas tradicionales; incluso son menos los que declaran vivir un ateísmo “dogmático”. Sin embargo, el número de indiferentes, a los que las “cuestiones religiosas” o sus respuestas no les interesan para nada, van claramente en aumento.

         La línea de división no está ya entre cuantos se consideran creyentes y cuantos se consideran no creyentes; están también “los que buscan” entre ambos grupos. Son los que buscan de muchos modos el deseo de encontrar cualquier cosa que sacie su sed de significado. ¿Estará Dios en este mundo “de los que buscan? ¿Buscaremos a Cristo entre estos “buscadores” porque son amados también del Padre? Seguro que sí, y nosotros hemos de verlos con respeto y cercanía. Sabemos que la fe en Cristo es una gracia y cuánto les costó a los más cercanos a Cristo reconocerle como el Resucitado.

         Ciertamente hemos de abandonar el objetivo del proselitismo con ellos, y convertirlos “como sea”. Tampoco Cristo intentó hacer entrar a las “ovejas perdidas de la casa de Israel. Siempre habrá odres nuevos para el vino nuevo. Hablar, acercarse, dialogar han de ser los verbos conjugados. Nos han hablado los últimos Papas de abrir “el patio de los gentiles” y atravesar el muro que hemos erigido en torno a nosotros. Tal vez nos sirva un ejemplo sacado de la experiencia de la historia de la Iglesia, cuando en el siglo V cae Roma ante la fuerza de “los pueblos del Norte”.

         Se buscaba la razón o las causas de esa caída del gran imperio romano. Para los paganos se trataba de un castigo de los dioses a Roma por haber adoptado el cristianismo; para muchos cristianos era un castigo de Dios a Roma, pero por haber continuado siendo “la prostituta de Babilonia”. San Agustín, sin embargo, a pesar de su lamento por tal caída, desplegó su teología de la batalla entre dos “ciudades”; no entre cristianos y paganos, sino entre dos “amores” que residen en el corazón de los humanos: el amor de sí mismo, cerrado a la trascendencia (amor sui usque ad contemptum Dei), y el amor que se dona a sí mismo y así encuentra a Dios (amor Dei usque ad contemptum sui).

         En un mundo que cambia radicalmente a nuestros ojos, siempre habrá que descubrir un nuevo horizonte del misterio de Cristo que no abandona a su Pueblo, a la humanidad entera. La actual pandemia no es ciertamente la única amenaza para nuestro mundo, ahora y en el futuro. Busquemos al Viviente entre los muertos. Tengamos ánimo y tenacidad. Lo reconoceremos también en las heridas de los hombres, en el Espíritu Santo que trae la paz y aleja el miedo.

 

         +Braulio Rodríguez Plaza,
         Arzobispo emérito de Toledo

 

GRUPO AREÓPAGO