Tribunas

Abuelo, por favor, no te mueras

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

 

 

Con el permiso del enfermo, y sin nombrarlo, transcribo la carta que un hombre de 87 años, al que acompaño en sus enfermedades, acaba de recibir de un nieto: tiene veintitrés nietos y cinco biznietos.

“Querido abuelo; he leído que algunos políticos están haciendo todo lo posible para que te largues pronto de esta tierra. Dicen que no quieren que el tiempo que te quede de vida sufras inútilmente, porque tus dolencias y molestias ya no tienen solución y, añaden además que ya no te queda nada que hacer por aquí.

¡Qué sabrán esos ignorantes! Tus posibles sufrimientos, tus dolencias les traen completamente sin cuidado, como les trae sin cuidado el permitir matar a los niños en el vientre de su madre.

No les hagas caso, y no te dejes influir por su propaganda, diciendo que te quieren dar un derecho a que un médico te ayude a suicidarte. Lo que quieren es no gastar nada en cuidados paliativos; y tener así más dinero para repartir entre sus amigos, sus compañeros de partido, sus consultores, etc.; por no decir el dinero –tuyo y nuestro- que se gastan con el apoyo que dan a manos llenas a la Lgtbi o a las camarillas de eso que llaman “memoria histórica”, que ni es memoria, ni es histórica.

Estás enfermo, lo sé, y no llegamos a darnos cuenta del todo de lo que pasa por tu cabeza y por tu corazón. Y ni tu ni yo sabemos los años que el Señor te tiene reservados en esta tierra todavía. Tú me enseñaste que la vida es un auténtico misterio que los hombres vivimos con Dios, y con los demás hombres. Y ahora, al verte sereno en medio de tus dolores, y con paz cuando voy a verte, me estás enseñando que el misterio del amor que has derrochado con nosotros, tus nietos, a lo largo de tu vida, también cuando se murió la abuela, y tú te preocupaste de nosotros también en su nombre y en su lugar, sigue muy vivo en tu corazón.

Abuelo, por favor, no te mueras. Yo sé lo que sufres, aunque no me hago cargo de lo que de verdad padeces. No siempre las medicinas hacen el efecto que se quiere, y sé que tu enfermedad es dolorosa, por muchos paliativos que te den.

Para animarte a seguir en tu lugar, en tu silla de ruedas, y con una sonrisa, te quiero agradecer todo el bien que me has hecho a lo largo de mi vida, y que me ha servido para tratar de hacer un bien semejante a tus biznietos.

Ese bien lo descubrirás en el cielo. Cuando me ayudaste con tus consejos a salir airosos de mi primer fracaso profesional; con los consejos que me diste para que Luz y yo formáramos una familia como el Señor quería; con tus momentos de silencio dormido en la silla de ruedas, con el rosario en la mano;...

La lista de favores es inmensa: la paz que diste a mi padre, a todos tus hijos, en los momentos de la muerte de la abuela.  Yo te vi arrodillado en el confesonario, y te vi luego comulgar, y lloré de emoción. Tu gesto me sirvió para mover a mi alma a reconciliarse con el Señor.

Has triunfado en tu profesión, un triunfo reconocido por mucha gente que todavía elogia y muestra la belleza de los edificios que has diseñado, y rezan con paz en los templos que has levantado. Y tu gran triunfo, abuelo, hemos sido tus hijos y tus nietos, y ahora comienzan los biznietos.

Déjanos gozar del tesoro de tu paz, de tu sonrisa. No soy egoísta; sólo quiero que Dios te dé la alegría de vivir el amor de tu descendencia. Ya sabes que ahí nos tienes, y nos tendrás a tu lado cuando el dolor, la pena, te parezca insoportable. Yo sé que cuando sufres te unes a Cristo en la Cruz, y ofreces con Él tu sufrimiento por la redención del mundo, y para que nosotros seamos fieles a sus Palabras, a sus Mandamientos, como lo eres tú.

Y puedes estar seguro de que te daremos siempre ese abrazo que nos pediste cuando hablaste de lo que una mujer portuguesa les había dicho a sus hijos y a sus nietos: “Si me oís decir que me quiero morir, dadme un abrazo”.

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com