Colaboraciones

 

Imaginar la vida perdurable

 

 

12 noviembre, 2020 | por Jaime Vierna


 

 

 

 

 

Los primeros días de noviembre llegan a nosotros enfocando nuestra atención en las personas que amamos y que ya fallecieron. Por excepción, dedicamos estos días unos breves minutos a considerar la realidad de la muerte, una realidad que hace tambalearse nuestras seguridades y a la que ordinariamente damos la espalda de diversas formas: esperando -con esperanza pseudocientífica- alejarla en un plazo previsible, quizás definitivamente; o reduciéndola a un simple “pasar una puerta” que difumina todo su dramatismo; o escamoteándola al estilo, algo infantil, de Epicuro, para quien la muerte era algo que sólo afectaba a los demás (“cuando tú eres, tu muerte no existe, y cuando tu muerte exista tú ya no serás”).

Ninguna de esas actitudes da verdadera cuenta de la realidad de la muerte, ninguna se enfrenta a ella humanamente, en toda su evidencia inasimilable, cuerpo a cuerpo, como se enfrentó a ella Unamuno, para quien “la única cuestión era “saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muera”. Aquella “única cuestión” ha dejado de ser la única, y ya ni siquiera hacemos de ella cuestión. Y, sin embargo, sigue siendo una “última cuestión”, que desangra a Fernando Savater en su reciente libro “La peor parte, en el que expone la vulnerabilidad del amor ante la muerte.

La desnuda crudeza de la muerte real, la muerte que se nos impone y nos somete, ha hecho que durante mucho tiempo se haya relegado esta vida en favor de la otra, prescindiendo del mundo y abandonándose a la salvación y justicia divinas. Hoy, por uno de esos movimientos pendulares a los que nos tiene acostumbrados la Historia, vivimos otra consecuencia de la misma dirección y sentido contrario: olvidar la salvación y justicia divinas y plantear los problemas de este mundo aisladamente y en sí mismos.

La preocupación por este mundo es esencial, y pedimos expresamente que se haga –que hagamos- su voluntad en la tierra como en el cielo. Pero no podemos  olvidar que hay males que ninguna organización social, política ni económica puede remediar, y que el verdadero opio del pueblo consiste en inventar una panacea y negar todos los males que es incapaz de curar.

La muerte no puede ser eludida indefinidamente, su evidencia se impone más temprano que tarde, y nos interpela en nuestro núcleo más íntimo. Unamuno, revuelto con uñas y dientes contra ella, desembocaba en Dios como garante de una inmortalidad personal que le reconciliara con la vida. Indudablemente, Dios nos interesa por sí mismo, pero si el hombre muere total y definitivamente, entonces todo deja de importarle y ya nada es importante –ni siquiera Dios-, porque importante es lo que importa.

Yo creo que nos desinteresamos de la muerte porque nos desinteresamos de la vida perdurable, no al revés. ¿Qué es lo que se esconde detrás de la fórmula “vida perdurable”, inacabable?  Desde luego, no lo vamos a imaginar cabalmente, pero eso será porque nos quedemos cortos, ¿podemos pensar que lleguemos hasta donde Dios no llegue? Y la otra vida, por muy otra que sea, si va a ser mía tiene que ser coherente con la que he llevado aquí. Una vida, es verdad, en muchos modos inimaginable. Pero mía, la vida que he elegido – que he esbozado – vivir aquí. Y para siempre.

La muerte entendida como final nos impide ver esto y nos usurpa la esperanza de llegar a ser, por fin y para siempre, lo que hemos querido ser. Si podemos imaginar esta vida como elección de la otra, si esperamos la otra vida como realización acabada de ésta, entonces la conexión entre este mundo y el otro aparece radicalmente referida a la propia vida personal que hemos elegido aquí nosotros.

Jorge Manrique decía que nuestras vidas son ríos que van a la mar, y que, llegados a la mar, todos nos hacemos iguales. A mí me gusta pensar, más bien, que esta vida es la materia prima de la otra, y que Dios nos espera para darnos la vida que hayamos escogido, a cada uno la nuestra. ¿No era “dar a cada uno lo suyo” la definición clásica de Justicia?