Tribunas

Tregua de Navidad con los fundamentalistas

 

 

Salvador Bernal


 

 

 

 

 

No sé por qué, al ver las calles iluminadas y leer noticias sobre tantas fiestas en el mundo con motivo de la Navidad, a pesar de la pandemia, me vienen a la cabeza tantos fundamentalismos –religiosos o laicos-, que rompen la armonía y destruyen la convivencia: provocan demasiados conflictos, también bélicos, casi ya endémicos en algunas regiones del mundo.

Con frecuencia es preciso esperar o distanciarse un poco, para entender qué está pasando. Lo solemos comprobar los aficionados a caminar por las montañas: lomas cercanas nos impiden ver las crestas a las que nos dirigimos. Por esto, cumplen un gran papel informativo los corresponsales o, en general, la lectura de prensa extranjera.

En esa perspectiva, he leído no pocos comentarios de quienes recuerdan aquello de Astérix sobre los romanos respecto de los españoles del siglo XXI: podríamos echar a perder algo tan envidiable y envidiado como la lengua que hablan millones de personas en el mundo.

También los franceses deberían prestar más atención a la perplejidad que suscitan fuera de sus fronteras por su obsesión con la laicité, que llevan a extremos absurdos: imponen legalmente principios contrarios, pues chocan con la neutralidad religiosa del Estado que parecen propugnar. No digo que no se den cuenta, pues han acuñado un término difícilmente traducible, laicard, para referirse a los fundamentalistas que defienden posiciones tan radicales que acaban negando la libertad de quienes no piensan como ellos.

En estos días que preceden a la Navidad, me permito soñar con sociedades auténticamente libres y pacíficas, sin fundamentalismos. No me parece tópico: junto con los nacionalismos radicales son hoy el mayor enemigo de la paz. Además, coinciden frecuentemente en las mismas personas, quizá portadores de un rasgo de la cultura contemporánea que lo favorece: el excesivo sentimentalismo, que arrumba la primacía de la razón.

Han pasado ya unos quince años desde la lección de Benedicto XVI en el aula magna de la universidad de Ratisbona. Las palabras del pontífice suscitaron una reacción insólita que, en gran medida, confirmaba su tesis. Porque puso un simple ejemplo histórico dentro de un discurso profundo sobre las relaciones entre razón y fe, indispensable para superar la crisis cultural de Europa y Occidente. Lo había propuesto en su memorable diálogo con Jürgen Habermas cuando era aún cardenal. El eje de su tesis, repetida antes y después en diversas ocasiones, es que una fe sin razón produce casi necesariamente fundamentalismo. También una razón sin fe puede decaer en radicalismo laicista que lleva a la dictadura del relativismo.

Mucho se ha avanzado en los últimos años en materia de diálogo interreligioso. No ha sido obstáculo –al contrario- la doctrina de la inculturación de la fe, especialmente subrayada por Juan Pablo II: “Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida”. Porque la inculturación de las convicciones cristianas no es unidireccional, como muestra la historia.

Misterio de la Navidad: el nacimiento del Hijo de Dios en la pobreza y desamparo de Belén es lo más alejado que pueda darse del seguimiento de una divinidad omnipotente o grandiosa: lo es, pero oculta en la kénosis, en el abajamiento radical de la Encarnación. Fe teologal y razón humana pugnan por entender y explicar un misterio que cambió el signo de la historia. Porque el creyente debe estudiar y pensar, aun conociendo sus límites: de hecho, ante el pesebre la posible soberbia intelectual deja paso a la sencillez de espíritu. Al contrario, superficialidad y sentimentalismo no son valores cristianos. Menos aún por el riesgo de acabar en violencia o en imposición fundamentalista.

Jesús nace sin nada en Belén. Como expresó lúcidamente el Concilio Vaticano II, en la declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 11, “Cristo, que es Maestro y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo pacientemente e invitó a los discípulos. Es verdad que apoyó y confirmó su predicación con milagros, para excitar y robustecer la fe de los oyentes, pero no para ejercer coacción sobre ellos”.