Tribunas

La Iglesia no es solo cosa del presente

 

 

José Francisco Serrano Oceja

 

 

 

 

 

Tendrán los lectores, en su momento oportuno, cumplida cuenta del libro que me tiene atrapado estos días. Se trata de la biografía de Joseph Ratzinger escrita por Peter Seewald. Hay que dedicarla muchas horas, que solo se tienen en períodos como éste. Ya les diré, pero me parece un texto definitivo.

Son abundantes las cuestiones que habría que ir retomando de un libro que es una especie de testimonio personal de lo que significa el cristianismo para la historia.

Me voy a referir a una idea, quizá recurrente, síntesis de la gran reflexión de Ratzinger sobre la Iglesia. Por mucho que las informaciones sobre la Iglesia pretendan ofrecernos una determinada imagen del cuerpo místico de Cristo, tendríamos que tener más en cuenta que la Iglesia no es cosa del presente. Procede de la voluntad histórica del Señor y se dirige hacia la consumación plena de la historia.

Ratzinger es el gran padre de la Iglesia de nuestro tiempo. Un nuevo San Agustín. No me cansaré de repetirlo. Es consciente de que el proceso de declive de la fe cristiana puede detenerse. Una pregunta recurrente, que nace de la lectura de estas más de mil páginas, es cómo hacer que la fe cristiana sea una fuerza capaz de moldear el futuro de la humanidad.

Y en la respuesta a esta pregunta juega un papel fundamental la Iglesia. La Iglesia tiene cimientos firmes, pero sigue siendo un edificio en obras permanentemente. En cada época, los cristianos debemos dar nuestro propio estilo al edificio, a nuestra casa, es decir, debemos ofrecer en nuestro hogar lo que corresponde a las necesidades de nuestro tiempo.

Joseph Ratzinger nos enseña que debemos hacerlo con realismo, realismo eclesial. Su amigo Hubert Jedin, el gran historiador, solía decir que “nada ha propiciado tanto la división eclesial como la ilusión de que esta no existe”.

Esto me recuerda lo que dijo el Papa Francisco en su reciente discurso a la curia, del pasado 21 de diciembre: “Y con qué frecuencia incluso nuestros análisis eclesiales parecen historias sin esperanza. Una lectura desesperada de la realidad no se puede llamar realista. La esperanza da a nuestros análisis lo que nuestra mirada miope es tan a menudo incapaz de percibir. Dios responde a Elías que la realidad no es como la percibió: «Regresa por tu camino hacia el desierto de Damasco. […] He dejado en Israel siete mil personas, todas las rodillas que no se doblaron ante Baal y todas las bocas que no lo besaron» (1 R 19,15.18). No es verdad que él estuviera solo: está en crisis”.

He escrito que la Iglesia no es cosa del presente. Debiera escribir que no es solo cosa del presente. No hay más que imbuirnos del estudio de la historia de la Iglesia, en perspectiva teológica, para respirar hondo y, junto con la experiencia del paso del tiempo, descubrir que la Iglesia también está en manos del Señor de la historia, de los santos, de los mártires. Por mucho que nos empeñemos en desacreditarla, los de arriba y los de abajo –por ser dialécticos-, la reputación de la Iglesia en el hoy no son solo los titulares que habla constantemente de “la trama, la corrupción, los líos de la Iglesia…”, etc.

Sigo leyendo “Benedicto XVI. Una vida”.

 

 

 

 

 

 

Peter Seewald,
Benedicto XVI. Una vida.
Mensajero.

 

 

 

José Francisco Serrano Oceja