Tribunas

Límites de la libertad de expresión ante la esfera religiosa

 

 

Salvador Bernal


 

 

 

 

 

He subrayado un riesgo real al escribir sobre las no pocas amenazas a la libertades ideológicas en occidente, tras la paulatina incorporación al ordenamiento jurídico de planteamientos propios de lo políticamente impuesto (antes, correcto). Me parece importante destacar estos peligros en tiempos proclives a populismos y autoritarismos. Pero no significa cohonestar los excesos radicales en materia religiosa.

No he leído el libro que publicó a finales del año pasado Pierre Conesa, un antiguo alto funcionario del Ministerio de Defensa francés, sobre el auge del radicalismo religioso en el mundo, dato geopolítico de primera importancia. Pero expuso con claridad su experiencia en una larga entrevista aparecida en Le Monde del 6 de diciembre. Analizaba las manifestaciones de ese radicalismo en la guerra de Irak, los atentados yihadistas, la segregación de los musulmanes en la India, la masacre de los rohinyas [etnia minoritaria musulmana en Birmania] y la colonización de Cisjordania. La desintegración de la URSS al final del siglo XX demostró que las identidades religiosas eran en realidad muy fuertes, a pesar de tantas décadas de ateísmo militante desde Moscú. En todo caso, el horizonte planetario real deja lejos el postulado de que sólo los monoteísmos son vectores de intolerancia. Sin desconocer la historia, ni la actual violencia en nombre del islam, ni que los radicalismos se basan en discursos victimistas, considera necesario "desislamizar el debate".

Conesa invita a pensar en algunos hitos del siglo XXI: los atentados del 11 de septiembre y su contrapunto, la guerra contra un "eje del mal" guiada por el mesianismo de los evangélicos estadounidenses; la destrucción de los Budas de Bamiyán por los talibanes, que llevó a la radicalización budista contra el Islam; el atentado en Gujarat en el que murieron 57 hindúes, un ataque motivado por la construcción de un templo en Ayodhya, en lugar de una mezquita destruida diez años antes. A partir de entonces, los radicalismos religiosos se hicieron planetarios. Desde su gran fe en el principio de laicidad, no menciona la sede real de la tolerancia y fraternidad en el nuevo milenio: Roma.

Justamente en Roma, el Concilio Vaticano II consagró la actualidad de una antiquísima tradición cristiana: la legítima autonomía del orden temporal. No se establece en términos de confrontación, como las leyes francesas de comienzos del siglo XX, ahora en trámite de reforma desde cierto bonapartismo protagonizado por Emmanuel Macron: su proyecto contra el “separatismo” (=islam no integrado en la república laica) exige una sumisión religiosa a los principios republicanos. La hipertrofia ideológica de un texto, aprobado ya en primera lectura por la Asamblea Nacional, ha concitado una seria oposición extraparlamentaria, no sólo de musulmanes, sino de los líderes religiosos de las demás confesiones, de los responsables de las múltiples asociaciones que fecundan la sociedad civil, de familias y educadores que rechazan las imposiciones estatales, de los profesionales de la información que ven limitada su libertad de buscar y difundir la realidad de hechos y opiniones.

Cuando se trata de aparentes o reales conflictos en el ejercicio de las libertades y derechos básicos, el Tribunal Constitucional español usa una y otra vez el término ponderar. No hay derechos absolutos, aunque se confiera de ordinario una posición preferente a la libertad de expresión. El nervio democrático de la sociedad exige escucha, atención, ponderación. No todo deseo se convierte automáticamente en derecho (exigible jurídicamente). Ni la apelación a los sentimientos personales puede convertirse en regla de comportamiento social.

Lo explica bien –más allá de la farragosidad del estilo y los necesarios tecnicismos- una sentencia del pleno del Tribunal Constitucional sobre el supuesto conflicto entre libertad de expresión y libertad religiosa, en la acción de manifestantes pro aborto que interrumpieron la celebración de una misa en Girona en febrero de 2014. Por si interesa a algún lector, puede consultarse en el BOE núm. 22, de 26 de enero de 2021, páginas 7831 a 7854. La sentencia no concedió el amparo solicitado por el demandante, condenado en su día a seis meses de prisión, como autor de un delito contra los sentimientos religiosos del artículo 523 del Código penal. Reconoce que es lícita la crítica “aunque pueda molestar, inquietar o disgustar”: exigencia del pluralismo, la tolerancia y apertura. Se pueden causar disgustos, pero no violar derechos de terceros, como en este caso, el de ejercer de modo pacífico la libertad religiosa en un acto comunitario de culto; es más, “el Estado tiene el deber de garantizar su pacífica celebración”. Occidente –no sólo España- debería conservar viva esa capacidad de ponderación.