Tribunas

El preocupante futuro del cristianismo en China

 

 

Salvador Bernal


 

 

 

 

 

La tremenda opacidad del continente amarillo se proyecta también sobre la situación religiosa. Llegan pocas noticias, que más bien provocan incertidumbre, ante la real persecución a lo cristiano, a pesar de la renovación de los acuerdos de Pekín con Roma. Esas graves dificultades tienen también una lectura positiva, en línea con la historia de los primeros cristianos, aunque no se vea hoy en Oriente: la sangre de los mártires fue semilla de una floración de creyentes que transformaría el decadente mundo grecorromano.

Queda aún casi un trimestre para la celebración del centenario del partido comunista chino (23 de julio de 1921 en Shanghái). Al programar la magnificación del evento, los dirigentes esperan una adhesión vibrante de todos, también de las instituciones religiosas reconocidas (si no me equivoco, catolicismo, protestantismo, islamismo, budismo y taoísmo): han preparado ya instrucciones que, de cumplirse a la letra, harían de la asociación patriótica un repetidor y amplificador de la propaganda oficial.

Vienen a la mente los primeros cristianos obligados a dar culto a Diocleciano, su gran perseguidor. Con la diferencia de que el líder comunista pretende reconocer a la Iglesia católica como un instrumento más de apoyo al socialismo, a la patria china, a las directrices del partido, defensor de la soberanía propia sin concesiones a potencias extranjeras (como el obispo de Roma, aunque en los acuerdos con el Vaticano se le reconozca como cabeza de la Iglesia).

El ateísmo del partido cuajó en las grandes persecuciones de Mao a partir de 1950. Fueron demoledoras: se calcula que los más de cinco mil misioneros no chinos quedaron reducidos a decenas. Cientos de miles de católicos fueron encarcelados, en un proceso agudizado lógicamente por la “revolución cultural”, que actuó incluso contra miembros de la asociación patriótica. Parecía algo histórico, pero algunos rasgos han reaparecido con el liderazgo de Xi Jinping, que admitiría –no son sus palabras- una vía china al cristianismo, con sustitución, incluso en los hogares, de crucifijos e imágenes por retratos de los líderes comunistas.

Entretanto aumenta la represión. Las declaraciones del ministro de exteriores, Wang Yi, el domingo 7, son demoledoras: Pekín no contempla la menor concesión ni a sus vecinos ni a los países occidentales. Por eso, crecen las presiones sobre Taiwán y, más aún, contra las libertades democráticas en Hong Kong, en patente violación de los compromisos asumidos al producirse la retrocesión de la antigua colonia británica.

En el plano católico, coincide con un momento de sede vacante. Al no ser públicos los acuerdos entre el Vaticano y China, es imposible saber si Pekín intervendrá ya en el nombramiento del nuevo arzobispo. Abundan las especulaciones, y no faltan quienes se ponen la venda antes de la herida por el rumor que designaría prelado a un hombre afín al régimen de Pekín. No se olvide que, paradójicamente, gobierna la isla una católica, Carrie Lam.

Desde luego, Pekín no aceptará el trabajo de una jerarquía eclesiástica libre respecto del partido. Estamos acostumbrados a que conferencias episcopales de occidente publiquen instrucciones o pastorales que no coinciden precisamente con la ideología dominante: basta pensar en documentos norteamericanos sobre la pena de muerte, la emigración, la salud de los ciudadanos más desfavorecidos o, más recientemente, sobre el empleo de alguna vacuna contra el coronavirus.

Algún medio se ha permitido criticar al Vaticano porque calla ante los abusos del partido comunista chino en materia de derechos humanos básicos. Acusan a la secretaría de Estado vaticana de comportarse como tantas potencias, que ponen entre paréntesis esas libertades para no perjudicar objetivos comerciales de sus países.

¿Por qué no podría seguir una senda análoga la jerarquía católica? Obviamente, no por razones económicas, sino para evitar males mayores: pro bono pacis. La historia proporciona ejemplos de ese tipo de cesión, que no incluye concesiones doctrinales. Aunque no falten tampoco en época recientes decisiones heroicas –también por el riesgo de producir efectos negativos no deseados- como la condena del nazismo en la Alemania de los años treinta. Obviamente, Hitler está hoy demonizado por doquier. No es el caso de Xi Xiping, por esa extraña tolerancia de los medios de comunicación occidentales a las dictaduras de cuño comunista.

De momento, quedan las palabras del papa Francisco en la audiencia al Cuerpo Diplomático con motivo de la felicitación del nuevo año, el 8 de febrero: “el pasado 22 de octubre, la Santa Sede y la República Popular China acordaron prorrogar por otros dos años la validez del Acuerdo Provisional sobre el Nombramiento de Obispos en China, firmado en Pekín en 2018. Se trata de un entendimiento de carácter esencialmente pastoral y la Santa Sede espera que el camino emprendido continúe, en un espíritu de respeto y de confianza recíproca, contribuyendo aún más a la resolución de cuestiones de interés común”.