Fiestas religiosas

 

Meditación del Sábado Santo: «¿Qué es lo que sucede? Hoy, un gran silencio en la tierra»

 

Este Sábado Santo, vigilia de la fiesta de Pascua, el padre Gilles Drouin, sacerdote de la diócesis de Évry, propone una meditación muy personal para este tiempo de confinamiento, a partir de la hermosa homilía «Sobre el grande y santo Sábado» atribuida a san Epifanio.

 

 

28 mar 2021, 22:00 | La Croix


 

 

 

 

 

«¿Qué es lo que sucede hoy? Un gran silencio envuelve la tierra»

Hoy un gran silencio envuelve la tierra. Silencio en las calles de nuestras ciudades, silencio en las plazas de nuestras poblaciones, silencio en los patios de nuestras escuelas, silencio en los senderos de nuestros cementerios, a penas turbados por la sombra de un cortejo famélico. El Eclesiastés había entrevisto esta primavera silenciosa: «Cuando florezca el almendro, (…) porque el hombre va a la morada de su eternidad y el cortejo fúnebre recorre las calles. Antes de que se rompa el hilo de plata y se destroce la copa de oro, y se quiebre el cántaro en la fuente y se raje la polea del pozo, y el polvo vuelva a la tierra que fue, y el espíritu vuelva al Dios que lo dio» (Ecl 12,5-7). Sí, hoy los cerezos florecen en nuestros jardines, pero los plañideros ya no salen. ¿Se habrá roto el hilo de plata? ¿Qué es lo que sucede?

 

«¿Qué es lo que sucede hoy? Un gran silencio envuelve la tierra»

Y si, en estos tiempos de confinamiento leyéramos seriamente, al menos una vez, a Epifanio, y más ampliamente toda la liturgia del Sábado Santo de la que el sermón de Epifanio concluye la primera lección de la vigilia… Un Sábado Santo, por otra parte, menos a-litúrgico que a-eucarístico. El único día del año. Incluso en la vigilia no se celebra la misa, pero, buena persona, la liturgia concede a los creyentes la comunión de las especies precedentemente consagradas. Para los creyentes que intentamos ser, el Sábado Santo puede ser un recurso espiritual en estos tiempos de silencio y en los que tantos pastores llenos de celo intentan proporcionar a sus fieles sucedáneos de eucaristías, a través de las redes sociales y por otros medios.

Vivir esta cuaresma atípica como un largo Sábado Santo. Porque el Sábado Santo no es uno entre otros, una paréntesis de blanco entre la intensidad dramática del Viernes Santo y la vuelta de la alegría en la noche de Pascua. El Sábado Santo no es un paréntesis, tan vacío que no siquiera se celebra la eucaristía. «Dios ha muerto», y no es que el Viernes Santo no es más que el aniversario de la muerte de Jesús y Pascua el de su resurrección. La liturgia no funciona así, no divide el Misterio. Los padres del movimiento litúrgico, como Odo Casel u otros como Louis Bouyer, nos lo han recordado magistralmente: a lo largo de todo el año la liturgia nos da el Único Misterio, el Misterio de Dios revelado en Cristo, revelado en la Pascua de Cristo bajo diferentes puntos de vista. Un poco como cuando Cézanne, pintor metafísico si hay alguno, para ayudarnos a aprehender, o a dejarnos aprehender por el misterio interno, telúrico de la Sainte Victoire, nos la diera en planos sucesivos: la fachada oeste poderosamente plegada, la fachada sur abrupta y mineral, la fachada norte delimitada por robles verdes. El Viernes Santo, el único misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo nos es dado desde el «punto de vista» del pie de la Cruz; el Sábado por la noche se nos da «en misterio», es decir, in via en el claroscuro de los sacramentos de Pascua; el Domingo, en la claridad cristalina de la mañana de la resurrección.

Y el Sábado, este Sábado que Epifanio califica de grande y santo, ¿desde dónde contemplamos el misterio? Si se sigue a Epifanio, es desde lo más profundo de los infiernos, esos infiernos que no tienen mucho que ver con el infierno, el de los diablos lúbricos y los alegres infiernos de los tímpanos de nuestras catedrales, que podemos contemplar. O acompañando al Nuevo Adán que se dirige a Adán y Eva cautivos «teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz» para liberarlos. El diálogo es memorable. Adán: «Mi Señor esté con todos». Y Cristo, «Y con tu espíritu». Y tomándolo por la mano le añade: Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz». Ahí, en lo más profundo de los infiernos el joven Adán va a encontrar a su anciano antepasado. Para arrancarle de las tinieblas y llevarle con él, y todos sus descendientes con él, en su cuerpo de luz y de vida. De alto en bajo, y después de abajo, de los más bajo a lo más alto, como cuando se sumerge un recién nacido en la piscina bautismal para sacarle de ahí, chorreando de vida nueva.

 

«¿Qué es lo que sucede hoy? Un gran silencio envuelve la tierra»

Lo que sucede está escondido pero, al mismo tiempo, es decisivo, es la acción subterránea, fundamental, radical de la salvación. El único combate que cuenta, la única victoria que vale, y que Cristo obtiene, en lo más bajo, en el silencio.

¿Qué es lo que sucede? Estos son días de un gran silencio en la tierra. Es posible que el gran Sábado Santo nos ayude a vivirlos como es debido, con profundidad, incluyendo la ausencia dolorosa de la reunión eucarística, sin que sea necesario suplirla de manera casi compulsiva con proezas tecnológicas… al límite de la superchería: hacer cuerpo sin cuerpo, comulgar sin comunión, estar presentes estando ausentes…

Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos. El grande y santo Sábado nos enseña a saborear, en el vacío de su ausencia, una presencia que no por estar escondida es menos real y radical en su raíz. Es suficiente que nos dejemos llevar por la dinámica de los oficios de este día tan particular. La Vigilia resuena como una larga llamada a la confianza. En la noche. En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo (Salmo 4). La confianza es el otro nombre de la fe: una fe que el salmista balbucea: Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción (Salmo 15, 10), y ya, pero bajo las primicias de la victoria, escondida: ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria (Salmo 23, 7). ¿Qué es lo que sucede? Lo que puede suceder sucede dentro, en lo más profundo, lo más sombrío, lo más herido, lo más corrompido, quizás, de nuestros corazones, y es ahí donde el joven Adán quiere descender para oxigenar estas zonas enfermas, para llenar con su Espíritu los pulmones anquilosados de nuestra existencia. Para salvarnos. Exactamente como médicos y enfermeros combaten para arrancar a los enfermos a la asfixia en las salas superpobladas de nuestros hospitales.

Los laudes del Sábado son tiempo de lloros y lamentaciones: Harán llanto como llanto como por el hijo único, porque siendo inocente fue muerto del Señor, y, después: Líbrame, Señor, de las puertas del abismo, y en el Benedictus resuena, poderosamente unánime, Socórrenos, Dios nuestro. Sería necesario citar la integralidad de los salmos y cánticos de esta mañana sin aurora para aprehender hasta qué punto la comunión en la intercesión con los que gritan en las noches de los hospitales o de las residencia para la tercera edad es al menos tan profunda como la comunión catódica ante la pantalla de su ordenador, detrás del cual un buen sacerdotes en casulla se desgañita en encantamientos para hacer creer que la comunión se decreta. Los salmos son justos, perfectamente ajustados, pues son palabras humanas, verdaderas, sin rodeos asumidos como palabras de Dios. Los teólogos y, evidentemente los orantes lo saben al menos desde Agustín, o seguramente muchos antes por el gran Orante: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Por la noche, en las Vísperas, la paz de la noche «En paz me acuesto y enseguida me duermo» regresa, ya grávida de los resplandores de la otra noche, la grande, la hermosa, la santa noche de Pascua: Brillad ya, resplandores de Pascua, brillad el día de mañana. Después viene la intercesión, magnífica en este tiempo de crisis del que la Iglesia no se libra desde hace tanto tiempo: Engendra, purifica, santifica tu Iglesia. Que tanto lo necesita.

Sí, queridos amigos, quizás podemos vivir este tiempo como un largo, hermoso, un gran Sábado Santo. Descubrir que la ausencia, la falta, hasta la ausencia eucarística, talmente extraña, talmente ruda para los católicos que somos nosotros, puede revelar, en su vacío, la presencia eficaz de Quien jamás duerme, que siempre trabaja. Confinado, pero activo en lo más enfermo de nuestros corazones. En el fondo, en lo más profundo. Descubrir también, como el pueblo judío en el Exilio, que más que la eucaristía, tan importante, sin embargo, tan vital, tan necesaria, lo que los padres medievales llamaban la res del sacramento, la caridad, es al fin más importante que la materialidad del sacramento. Volver a descubrir que la res, la caridad, la bella y buena caridad tan cara a Péguy (que no podía comulgar) siempre es accesible y nunca confinada. Pero esa es otra historia.

Vivir, en la interioridad y la caridad, este largo Sábado hasta el día cuya venida es tan cierta y luminosa como una hermosa aurora pascual, hasta el día de los abrazos quizás más humanos que antes, hasta el día de asambleas verdaderamente eucarísticas en la que, quizás, disimularemos menos que formamos un cuerpo, hasta el día en que la primavera ya se habrá deshechos por fin, de algunas miasmas que nos envenenan la vida, desde hace mucho más tiempo que este desgraciado virus.