Opinión

Jueves Santo: el Amor en un fragmento

 

 

José Antonio García Prieto

 

 

 

 

 

Escribo Amor con mayúscula porque me refiero al amor infinito como sólo el de Dios puede serlo porque, en su misma naturaleza, Dios es amor (I Jn, 1-16): Resulta llamativo decir “el Amor en un fragmento”, pero así sucedió aquel Jueves Santo que hoy conmemoramos. Cristo, por su amor infinito se hizo presente en aquellas porciones de alimento que era pan, y dejó de serlo cuando dijo: Tomad y comed, esto es mi Cuerpo (Mt 26, 26) En los fragmentos de materia que seguían en sus manos y habían sido pan, ya estaba Cristo. La fe confiesa que Jesús, con su entera divinidad y humanidad, quiso estar verdadera y realmente presente en un trocito de materia sólida.

Dios, al crear la materia, además de su estado de agregación “sólido” también quiso que lo tuviera “líquido”: agua, vino, sangre…. Análogamente a lo sucedido con el pan, ocurrió con el vino contenido en el cáliz, cuando Jesús dijo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre (Lc. 22, 20). Si antes era el Amor “en un fragmento”, ahora hay que decir “en una gota”, Sangre de Cristo.  Una sola gota de su Sangre “capaz de liberar de todos sus crímenes al mundo entero”, como escribió santo Tomás de Aquino, en su himno eucarístico. En cada una de esas formas de la materia -fragmento y gota- está todo Cristo con su divinidad y humanidad perfectas. Los extremos “se tocan”: la infinitud del Amor de Dios y la materia, que sirve de sencillo y silencioso “apoyo” a la más humilde presencia del Omnipotente. Esto, y mucho más, conmemoramos hoy.

El Amor en un fragmento es pura realidad y no metáfora, como sucede, por el contrario, en los títulos de dos libros que algunos conocerán: El todo en el fragmento, del teólogo suizo Hans Urs von Balthasar; y El infinito en un junco, de la filóloga Irene Vallejo. Hay cierta similitud en los dos títulos -también con el mío-, porque tratan de reflejar algo muy grande contenido en otra realidad muy pequeña. Queremos aunar en lo diminuto del “fragmento” y del “junco”, una realidad que excede de suyo a lo exiguo. Urs von Balthasar deseaba expresar que el sentido teologal de la historia late, de algún modo, en el fragmento de historia vivida en cada momento. Y Vallejo, que tantísimos libros como se han escrito cabrían en el junco, convertido en papiro, usado como antiguo material de escritura. Pero estos dos títulos, especialmente el último, por mucho que lo intenten, no pueden ir más allá de la metáfora. En cambio, decir “El Amor en un fragmento” es, para el creyente, pura realidad sin pizca alguna de metáfora.

Tan inmenso misterio apenas permitirá esbozar, en lo que sigue, tres comentarios; y ahora sí vuelve la metáfora, porque serán como tres gotas de agua en la inmensidad del mar sin orillas, del Amor divino. Un amigo imaginario, no creyente, podría decirnos: a ver, a ver…, explícame un poco todo eso que crees: “¿Cuándo tuvo lugar el cambio del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo?”  Además, “¿por qué y para qué lo hizo?” Y, “¿hasta cuándo lo seguirá haciendo?” Bueno…, contestamos a nuestro amigo: me alegra que tus preguntas hayan sido tres, porque  una sola sería insuficiente para tanto misterio de Amor, y además las respuestas se relacionan y complementan mutuamente.

¿Cuándo fue? Pues uno que estaba allí y se llamaba Juan, nos escribió después diciendo que antes de la fiesta de la Pascua, cuando sabía Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre (Jn. 1, 13). Fueron, pues, las horas inminentes a su Pasión y muerte. Por eso, y porque el verdadero amor es donación a la persona amada, Cristo como si no fuese suficiente haberse dado en alimento con su Cuerpo, añadió que se entrega por vosotros (Lc 22, 19). Este deseo de entrega lo anticipó en el Cenáculo, aunque de modo indoloro e incruento. Pero iba a continuarse pocas horas después, en su Pasión y muerte en la Cruz, de manera dolorosa y sangrienta. Por tanto, hubo dos “cuándo” reales y verdaderos: uno, sacramental, en el Cenáculo; otro, no sacramental, en el Calvario.

¿Por qué y para qué lo hizo?: pues sencillamente “por amor”, porque ¿cabe más entrega y unión que decir tomad y comed, esto es mi Cuerpo? (Mt 26, 26) ¿Quién no ha oído alguna vez a una madre, en un arrebato de unión amorosa por hacerse una sola cosa, con su hijito o hijita, decirle: “¡amor mío…, te comería!?” Además, san Lucas al describir la institución de la Eucaristía, pone en boca de Jesús estas palabras: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer (Lc. 22,15). Y le diría a mi amigo interrogador, que aquel ardientemente de Cristo, muestra clara de su amor, debería llegar hasta nuestros oídos de creyentes -empezando por el de los sacerdotes-, y oírlo de nuevo al comenzar cada Misa. ¿O es que alguien piensa que el ardientemente de Jesús, se quedó en el Cenáculo?; ¿o que se haya ido apagando a lo largo de estos 21 siglos y ya no resuene hoy, en el corazón del creyente, durante la Misa? Muy dormida estaría la fe de ese creyente… Y el ¿para qué?, también lo explicó Cristo porque al convertir el vino en su Sangre, añadió: que será derramada para remisión de los pecados (Mt 26, 28) En la Cruz se ofreció como víctima propiciatoria por todo el mundo, rezando al Padre: Padre, perdónales (Lc. 23, 34). Todos estuvimos presentes en aquella oración.

Y a la tercera pregunta de nuestro amigo -¿Hasta cuándo?- también contesta Juan al escribir que Jesús los amó hasta el fin (Jn 13, 1) Con su muerte, llegó al no va más del amor pues nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15, 13), según afirmó Él mismo. Sin embargo, aquel hasta el fin del Calvario tampoco ha terminado: es como si Jesús al renovar su sacrificio redentor hiciera que el hasta el fin de su muerte y donación, se prolongara en el tiempo de modo interminable, por paradójico que resulte decir “un fin sin término”. Este fin inacabable de amor, cobra vida, gracias a los sacerdotes que, al celebrar la Misa, hacemos lo mismo que Jesús pidió a los apóstoles, instituyendo así el sacerdocio: Haced esto en conmemoración mía (Lc 22, 19). Si la Eucaristía del Cenáculo, como anticipo, miraba a la Cruz del día siguiente, la de cada día “vuelve” al Calvario para actualizarlo hoy, gracias a lo realizado por Jesús el Jueves Santo y al poder dado a sus sacerdotes. Y más todavía: la Misa actualiza también la Resurrección y el entero Misterio Pascual. Así lo confesamos los creyentes después de la Consagración: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección, Ven, Señor Jesús”. ¡Si fuésemos más conscientes de esto!

No sé si nuestro amigo increyente, con estas explicaciones se animaría a acercarse a la fe. Pero sería muy triste que quienes ya la tenemos no nos postrásemos con el máximo agradecimiento ante semejante misterio de amor, y ante Cristo, humilde y silencioso, presente en los sagrarios. Si gran humildad fue la suya al tomar nuestra carne, muchísimo más lo sigue siendo quedarse en un fragmento de materia.

Por eso, qué acertada esta consideración de san Josemaría, digna de meditarse, y más hoy, Jueves Santo: “Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... —Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz.   Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! ("Nuestra" Misa, Jesús...)” (Camino 533).