Tribunas

En la muerte de un hombre de Fe

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

 

 

¿Qué misterio se esconde en la muerte que hasta nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, Dios y hombre verdadero, ha querido vivir?  Ese misterio es el de la Vida Eterna.

Todos los seres humanos hemos de vivir nuestra propia muerte. Los sueños de los post-humanistas, de convertir el hombre en una máquina que se mueva por algoritmos, y así “viva” siempre en la tierra, no deja de ser una banal simpleza.

Para el hombre, la muerte supone no sólo un final en su andadura terrena, sino también la pregunta abierta a un futuro del que no tiene ninguna clara perspectiva. Incluso puede cuestionarse si en verdad ese futuro existe. La pregunta permanece abierta.

“En esta contradicción entre referencias al futuro y privación del futuro está la verdadera melancolía de la existencia humana, que se hace tanto más sensible cuanto más despierto vive el ser humano su vida, y cuanto más radicalmente percibe la muerte realmente como muerte y como fin definitivo” (Ratzinger, Fe y futuro, pág. 46).

Enfrentarnos con la realidad de la muerte es una decisión muy personal como es la de rechazar vivirla, o la de drogarse para no sentirla venir. Nosotros podemos querer no pensar en la muerte, no pensar en la vida eterna; y hacer todo lo posible para olvidarnos de su realidad. La muerte, sin embargo, no se olvida jamás de nosotros, y la conciencia de la vida eterna no alcanzamos nunca a erradicarla de nuestro corazón, de nuestra mente.

¿Por qué los hombres tenemos esta capacidad de tratar así hasta nuestra propia muerte:  aceptarla y abrazarla, y anhelar vivir en la Luz de Dios eternamente o querer dominarla y suicidarnos y seguir viviendo eternamente en la oscuridad de nuestro yo?

Esa capacidad forma parte de la libertad con la que el amor de Dios nos ha creado y es ya, en sí misma, un auténtico reto que nos encontramos, querámoslo o no. La respuesta a por qué nos ocupamos de nuestra muerte nos lleva directamente a pensar en si queremos quedar vinculados, o no, con el amor de ese Dios que nos ha creado, y nos ha dejado en libertad de amarle o de rechazarle.

Estamos rodeados de vida y de muerte. Los hombres jamás nos acostumbraremos ni a vivir ni a morir, por muchas vidas y muertes que vivamos con familiares, amigos, conocidos.

Un hombre de Fe en la Encarnación, muerte y Resurrección de Cristo, al llegar a esos momentos finales de su estancia en la tierra, se dispone a responder a esa pregunta y darle una alegría a su Creador.

Una caída imprevista, una ruptura de cadera con consecuencias imprevisibles, han preparado, en pocos días, a Ángel María para despedirse de su esposa, de sus hijos, y disponer su espíritu para encontrarse con el Señor en la vida eterna.

Después de no practicar la Fe durante años de su juventud, y de dejarse engañar por las elucubraciones de Nietzsche, despierta el amor de Jesucristo durmiente en su alma al enamorarse de la que hoy es su viuda, crear con ella una familia, y vivir con ella las alegrías y las penas, entre otras, la muerte de una hija madre de cuatro hijos; Ángel María mira sereno al Señor que viene definitivamente a su encuentro.

“No he sido un hombre de grandes capacidades ni éxitos profesionales, pero he tratado de cuidaros a todos”, confiesa a la hija que le acompaña la última noche de su estancia en la tierra. La hija da gracias a Dios por la humildad de su padre, y le recuerda sus escritos sobre el Apóstol Santiago y su encuentro con las obras de Edith Stein. Conmovido, Ángel María le abre el corazón y le susurra: “No nos podemos imaginar el calibre del amor de Jesucristo por nosotros”. Un amor, reconoce su hija, que “mi padre ha querido transmitirnos a todos con su espíritu de servicio a la familia, y poniéndose siempre en segundo plano”.

En la despedida a otro hijo suyo le recomienda que sea muy fiel en su vocación en el Opus Dei, y le manifiesta, conmovido “que el encuentro con Josemaría Escrivá y el Opus Dei ha sido una grandísima gracia para toda nuestra la familia”.

Otro hijo, sacerdote, llegó a tiempo de acompañarle en los últimos momentos y, además de darle la Unción de los enfermos, pudo dar gracias a Dios al ver a su padre muy sereno, cariñoso, y con una profunda visión trascendente y de fe sobrenatural.

La Virgen María le acompañó en su reencuentro con Jesús, y en el trato con Él, a lo largo de los años, y especialmente en los momentos más cercanos al desenlace terreno: desgranando una oración a Ella entregó su espíritu.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com