Editorial

 

¿Por qué olvidáis las estructuras de pecado tan reales como la vida misma?

 

Y no lo olvidéis, el día 3 la gran manifestación en México

 

 

01 octubre, 2021 | ForumLibertas.com


 

 

 

 

 

Las estructuras de pecado forman parte de la Doctrina Social de la Iglesia y fueron especialmente tratadas por San Juan Pablo II (véase anexo al final). Están ahí, forman parte de nuestras vidas actúan pecaminosamente, es decir, contra Dios y nos alejan de Él. Pero es que además son fruto, en demasiadas ocasiones, de instituciones legales; peor todavía, de los propios gobiernos. Ante esto, los cristianos no podemos ser cómplices. No se puede tender puentes con los pecados. Su carácter estructural no puede hacer olvidar que siempre en su origen hay el pecado personal, la responsabilidad de quienes los originan y los hacen posibles.

Lo que sucede es que andan un tanto olvidados, y esto es debido en buena medida en que una parte de los católicos confundimos el magisterio Pontificio con el culto a la personalidad, que es algo absolutamente alejado de la experiencia cristiana, para quien solamente hay un Señor, que es Cristo y la Iglesia fundada por él y su Tradición y Magisterio.

Este culto a la personalidad tiene como una de sus consecuencias que, cuando hay un Papa, tendemos a olvidarnos del magisterio de todos los demás, del propio Magisterio con mayúscula, y todo gira solo en torno a los ejes que señala el nuevo papado, sin buscar una relación con todo lo anterior. De ahí que las estructuras de pecado en Europa no estén ahora en el lugar destacado que merecen por su capacidad de diagnosticar la realidad que nos rodea.

Hay un libro lectura útil. Se trata de “El Desmoronamiento”, de George Packer, que tiene un subtítulo que lo describe perfectamente “30 años de declive americano”. En uno de sus capítulos describe a través de un personaje real (todos aquellos años son trazados a través de la trayectoria de personajes salidos de la vida misma) la brutal crisis del 2008, que desencadenaron las subprime, los “valores con garantía hipotecaria” que no eran nada más que paquetes de préstamos de aquella naturaleza, en los que, mezclados con algunas hipotecas solventes, iban un montón de hipotecas basura absolutamente incobrables. Los prestamistas, básicamente bancos, los vendían a Wall Street con notables beneficios y, a su vez, Wall Street los revendía a inversores con márgenes todavía mayores. Era una pura burbuja de dimensiones colosales que, cuando pinchó, nos trajo una crisis cuyos efectos aún colean, y que solamente es comparable al histórico Crac de 1929. Los destrozos humanos y sociales fueron tremendos, pero la mayoría de los responsables no sufrieron las consecuencias, al contrario, ganaron por partida doble. Por una parte, los grandes beneficios obtenidos con aquellas operaciones fraudulentas. Por otra, las ayudas de los gobiernos a las instituciones financieras, porque eran demasiado grandes para caer y hubiera sido peor el remedio que la enfermedad.

De aquella experiencia la sociedad desvinculada y sus crecientes Estados policiales rosa no sacaron ninguna lección, todo lo contrario; desde entonces se ha operado en numerosas concentraciones bancarias, de manera que ahora las instituciones financieras todavía son más grandes y, por lo tanto, más necesarias de salvar a expensas de los ciudadanos si acaece otra crisis.

La explicación que se dio es que de repente todo el mundo se había vuelto codicioso -como explica Packer-, y había comprado casas a mansalva que no podía pagar. Esta es más o menos la tesis oficial. Algo de ello hay, pero realmente lo que hace este relato es ocultar la causa fundamental: los bancos, las instituciones financieras iban como locas facilitando hipotecas por encima del valor de lo tasado y muy por encima del valor de lo prudente. Las colocaban en los bolsillos de los ciudadanos y les convencían que era el momento de comprar, porque ”los valores inmobiliarios nunca bajan de precio”, y si viene tu Banco y te da dinero no solo para comprar la casa sino para arreglarla e incluso te queda un sobrante para las vacaciones, y te dice con toda la solvencia del Banco, que es el negocio del siglo porque es una inversión segura, que solo se revaloriza, ¿qué vas a hacer tú, que ganas En España poco más de1000€ al mes por 14 pagas, o un ingreso equivalente en cualquier otro país de Hispanoamérica? Pues te dejas llevar por la solvencia del Banco, la oportunidad de tu vida y, claro está, una dosis más o menos grande de ganas de hacer negocio, que nunca se hubiera concretado en nada si el banco no te lo hubiera puesto tan fácil, faltando a su deontología profesional de salvaguardar su propio interés y el de su cliente.

Todo esto lo narra con singular detalle a través de la experiencia de un periodista, Van Sickler, que seguía desde mucho antes de la explosión, las enormes operaciones inmobiliarias de la bahía de Tampa en California. En su relato se aprecia cómo la avidez por el dinero de algunos se mezcla con las operaciones claramente fraudulentas de estafadores inmobiliarios que cuentan con la colaboración necesaria de bancos, peritos, agentes de la propiedad inmobiliaria, notarios y túti quanti.

Eso es una estructura de pecado. La crisis del 2008 surgió de una estructura de pecado. Esto es lo que hay que decir, esto es lo que hay que explicar, a esto es a lo que los cristianos debemos afrontar en nombre de nuestra fe.

Todas las crisis que vivimos en la actualidad tienen su origen en las estructuras de pecado. Solo hace falta pensar un poco para relacionar la crisis demográfica española, europea, y que empieza a servirse sobre Hispanoamérica con el aborto masivo, para situar otro caso importante, quizás el mayor de todos, el impedir alcanzar la vida autónoma a los seres humanos concebidos. Este hecho ha apuntillado el crecimiento vegetativo de las poblaciones, porque se ha unido a la reducción de la natalidad que se produce por otras vías. Pero el aborto es el responsable de que entre el 20 y el 25% de los nacimientos no se produzcan. Estos son los contabilizados, porque después están aquellos que no aparecen en las estadísticas porque son fruto del aborto químico, que no requiere de intervención médica. Y esta caída demográfica tiene tremendas consecuencias conocidas, pero no siempre anunciadas, que el Estado policial rosa se niega a reconocer y, sobre todo, a relacionar con la causa abortiva.

Y en esto vale la pena recordar que día 3 de octubre se producirá en México una gran manifestación a favor de la mujer y de la vida. Es la respuesta de una sociedad que todavía está viva y que se subleva contra las estructuras de pecado. Es un buen ejemplo, y lo es todavía más porque son muchos los obispos, es decir los pastores de la Iglesia, quienes asumiendo su responsabilidad no se confunden con el paisaje y dan también un paso al frente, como corresponde a la misión de todo Pastor.

Identificar, explicar cómo funcionan, y sus consecuencias, las estructuras de pecado con que nos dañan, actuar en el espacio público para deconstruirlas y presentar alternativas es una de las grandes tareas de los cristianos junto con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de esta época.

 

 

 

Anexo

 

Las estructuras de pecado según la Iglesia.

El papa san Juan Pablo II habló de estructuras de pecado en la exhortación Reconciliatio et paenitentia, de 1984, nº 16 y en la encíclica Sollicitudo rei socialis, de 1987, n.º 36.

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Catecismo, nº 1869

Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las “estructuras de pecado” son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un “pecado social” (Reconciliatio et paenitentia, 16).

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Concilio Ecuménico Vaticano II. Constitución Pastoral Gaudium et Spes de 7 de diciembre de 1965, nº 25

“Mas si la persona humana, en lo tocante al cumplimiento de su vocación, incluida la religiosa, recibe mucho de esta vida en sociedad, no se puede, sin embargo, negar que las circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia”.

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Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia del papa san Juan Pablo II del 2 de diciembre de 1984, nº 16

El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad. Este hombre puede estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos

El pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás.

Se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero.

Puede ser social el pecado de obra u omisión por parte de dirigentes políticos, económicos y sindicales, que aun pudiéndolo, no se empeñan con sabiduría en el mejoramiento o en la transformación de la sociedad según las exigencias y las posibilidades del momento histórico; así como por parte de trabajadores que no cumplen con sus deberes de presencia y colaboración, para que las fábricas puedan seguir dando bienestar a ellos mismos, a sus familias y a toda la sociedad.

La contraposición obstinada de los bloques de naciones y de una nación contra la otra, de unos grupos contra otros dentro de la misma nación, es también un mal social. En ambos casos, puede uno preguntarse si se puede atribuir a alguien la responsabilidad moral de estos males y, por lo tanto, el pecado. Ahora bien, se debe pues admitir que realidades y situaciones, como las señaladas, en su modo de generalizarse y hasta agigantarse como hechos sociales, se convierten casi siempre en anónimas, así como son complejas y no siempre identificables sus causas. Por consiguiente, si se habla de pecado social, aquí la expresión tiene un significado evidentemente analógico.

La Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras naciones y bloques de naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior. Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas.

Una situación —como una institución, una estructura, una sociedad— no es, de suyo, sujeto de actos morales; por lo tanto, no puede ser buena o mala en sí misma.

En el fondo de toda situación de pecado hallamos siempre personas pecadoras. Esto es tan cierto que, si tal situación puede cambiar en sus aspectos estructurales e institucionales por la fuerza de la ley o —como por desgracia sucede muy a menudo,— por la ley de la fuerza, en realidad el cambio se demuestra incompleto, de poca duración y, en definitiva, vano e ineficaz, por no decir contraproducente, si no se convierten las personas directa o indirectamente responsables de tal situación.

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Encíclica Sollicitudo rei socialis del papa san Juan Pablo II del 30 de diciembre de 1987, nº 36

  1. Por tanto, hay que destacar que un mundo dividido en bloques, presididos a su vez por ideologías rígidas, donde en lugar de la interdependencia y la solidaridad, dominan diferentes formas de imperialismo, no es más que un mundo sometido a estructuras de pecado. La suma de factores negativos, que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, parece crear, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar.64 Si la situación actual hay que atribuirla a dificultades de diversa índole, se debe hablar de «estructuras de pecado», las cuales —como ya he dicho en la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia— se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación.65 Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres.

«Pecado» y «estructuras de pecado», son categorías que no se aplican frecuentemente a la situación del mundo contemporáneo. Sin embargo, no se puede llegar fácilmente a una comprensión profunda de la realidad que tenemos ante nuestros ojos, sin dar un nombre a la raíz de los males que nos aquejan.

Se puede hablar ciertamente de «egoísmo» y de «estrechez de miras». Se puede hablar también de «cálculos políticos errados» y de «decisiones económicas imprudentes». Y en cada una de estas calificaciones se percibe una resonancia de carácter ético-moral. En efecto la condición del hombre es tal que resulta difícil analizar profundamente las acciones y omisiones de las personas sin que implique, de una u otra forma, juicios o referencias de orden ético.

Esta valoración es de por sí positiva, sobre todo si llega a ser plenamente coherente y si se funda en la fe en Dios y en su ley, que ordena el bien y prohíbe el mal.

En esto está la diferencia entre la clase de análisis sociopolítico y la referencia formal al «pecado» y a las «estructuras de pecado». Según esta última visión, se hace presente la voluntad de Dios tres veces Santo, su plan sobre los hombres, su justicia y su misericordia. Dios «rico en misericordia», «Redentor del hombre», «Señor y dador de vida», exige de los hombres actitudes precisas que se expresan también en acciones u omisiones ante el prójimo. Aquí hay una referencia a la llamada «segunda tabla» de los diez Mandamientos (cf. Ex 20, 12-17; Dt 5, 16-21). Cuando no se cumplen éstos se ofende a Dios y se perjudica al prójimo, introduciendo en el mundo condicionamientos y obstáculos que van mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo. Afectan asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha debe ser juzgada también bajo esta luz.

  1. A este análisis genérico de orden religioso se pueden añadir algunas consideraciones particulares, para indicar que entre las opiniones y actitudes opuestas a la voluntad divina y al bien del prójimo y las «estructuras» que conllevan, dos parecen ser las más características: el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad. A cada una de estas actitudes podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: «a cualquier precio». En otras palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas, con todas sus posibles consecuencias.

Ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran —en el panorama que tenemos ante nuestros ojos— indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra.

Y como es obvio, no son solamente los individuos quienes pueden ser víctimas de estas dos actitudes de pecado pueden serlo también las Naciones y los bloques. Y esto favorece mayormente la introducción de las «estructuras de pecado», de las cuales he hablado antes. Si ciertas formas de «imperialismo» moderno se consideraran a la luz de estos criterios morales, se descubriría que bajo ciertas decisiones, aparentemente inspiradas solamente por la economía o la política, se ocultan verdaderas formas de idolatría: dinero, ideología, clase social y tecnología.

He creído oportuno señalar este tipo de análisis, ante todo para mostrar cuál es la naturaleza real del mal al que nos enfrentamos en la cuestión del desarrollo de los pueblos; es un mal moral, fruto de muchos pecados que llevan a «estructuras de pecado». Diagnosticar el mal de esta manera es también identificar adecuadamente, a nivel de conducta humana, el camino a seguir para superarlo.

  1. Este camino es largo y complejo y además está amenazado constantemente tanto por la intrínseca fragilidad de los propósitos y realizaciones humanas, cuanto por la mutabilidad de las circunstancias externas tan imprevisibles. Sin embargo, debe ser emprendido decididamente y, en donde se hayan dado ya algunos pasos, o incluso recorrido una parte del mismo, seguirlo hasta el final. En el plano de la consideración presente, la decisión de emprender ese camino o seguir avanzando implica ante todo un valor moral, que los hombres y mujeres creyentes reconocen como requerido por la voluntad de Dios, único fundamento verdadero de una ética absolutamente vinculante.

Es de desear que también los hombres y mujeres sin una fe explícita se convenzan de que los obstáculos opuestos al pleno desarrollo no son solamente de orden económico, sino que dependen de actitudes más profundas que se traducen, para el ser humano, en valores absolutos. En este sentido, es de esperar que todos aquéllos que, en una u otra medida, son responsables de una «vida más humana» para sus semejantes —estén inspirados o no por una fe religiosa— se den cuenta plenamente de la necesidad urgente de un cambio en las actitudes espirituales que definen las relaciones de cada hombre consigo mismo, con el prójimo, con las comunidades humanas, incluso las más lejanas y con la naturaleza; y ello en función de unos valores superiores, como el bien común, o el pleno desarrollo « de todo el hombre y de todos los hombres », según la feliz expresión de la Encíclica Populorum Progressio.

Para los cristianos, así como para quienes la palabra «pecado» tiene un significado teológico preciso, este cambio de actitud o de mentalidad, o de modo de ser, se llama, en el lenguaje bíblico: «conversión» (cf. Mc 1, 15; Lc 13, 35; Is 30, 15). Esta conversión indica especialmente relación a Dios, al pecado cometido, a sus consecuencias, y, por tanto, al prójimo, individuo o comunidad. Es Dios, en «cuyas manos están los corazones de los poderosos»,67 y los de todos, quien puede, según su promesa, transformar por obra de su Espíritu los «corazones de piedra», en «corazones de carne» (cf. Ez 36, 26).