Tribunas

Visitando el cementerio

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

 

 

En este mes de noviembre una familiar tradición cristiana nos mueve el alma para visitar el lugar donde descansan los restos mortales de nuestros difuntos. Quizá nos acordamos poco de ellos a lo largo del año, y estas visitas al cementerio nos recuerda la realidad de la Muerte, y nos invitan a pensar que la vida no se acaba allí; que nuestros hermanos difuntos ya han rendido cuentas a Dios de su vivir, y salen de nuestro corazón unas oraciones y el deseo de ofrecer Misas por nuestros familiares y amigos, y por las almas benditas del Purgatorio.

Nos conocemos bien, y hemos de reconocer que muchas veces queremos olvidar a nuestros muertos y, si acaso, acordarnos de tantos momentos de alegría y de paz que hemos vivido con ellos; o bien, nos acordamos solamente de algunos hechos en los que pensamos que nos han querido hacer daño. Pero en tantas ocasiones no elevamos nuestras oraciones a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo pidiéndole que tenga Misericordia y conceda a nuestros difuntos el descanso eterno.

Bécquer se lamentaba: “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”. Yo me atrevo a añadir otro lamento después de ver tantas tumbas abandonadas, a las que el abandono ha borrado también los nombres de sus cadáveres: “¡Dios mío, qué solos se queden los vivos que no rezan a sus muertos!”. Y “qué solo se queda el hombre, la mujer, que quiere enterrar su vida para siempre en el cementerio”.

Dirigirnos a Dios, rezarle, nos abre horizontes.

“No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en Mi”.

Estas palabras del Señor que recoge san Juan 14, 1-6, nos preparan para situar nuestro espíritu ante la realidad de la muerte; nos recuerdan enseguida que la muerte no es el final de nuestro vivir, de nuestra verdadera vida.  Nuestra vida en la tierra tiene un tiempo, y como todo tiempo, se acaba. “Nos has creado, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en Ti”, recuerda san Agustín. Sabemos que nuestra vida no acaba en el cementerio; y a la vez, nos podemos inquietar ante la duda, y el misterio, de una vida eterna, que no podemos ni imaginar.

Queremos amar a Dios eternamente, y Él nos quiere amar y vivir con nosotros en Su eternidad. Las palabras del Señor abren la puerta a la esperanza:

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, no os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar”.

La voluntad de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, al darnos vida a los seres humanos es la de que “Todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”. Nos ha creado por Amor, y quiere que nosotros vivamos eternamente con Él, en “ese lugar que nos va a preparar”, “para que donde Yo estoy, estéis también vosotros”.

¿Correspondemos a ese deseo de Jesucristo, de Dios, de acogernos el día de nuestra muerte, y preparamos nuestro espíritu, nuestra alma, para que nuestra muerte sea un encuentro de un hijo con su Padre Eterno?

Muerte, Juicio, Infierno y Gloria. Palabras que nos conviene recordar y muy especialmente en este mes de Difuntos. En la muerte, el Señor juzgará nuestra vida. ¿Hemos querido vivir con Él, en Él y por Él? ¿Hemos tenido Fe en Él, y le hemos pedido perdón por nuestros pecados en el Sacramento de la Penitencia? ¿Hemos vivido los Mandamientos, caminos de vida para amar a Dios y a los demás, como Cristo los ama? ¿Hemos perdonado a quienes nos han podido ofender; y hemos pedido perdón cuando hemos hecho mal a alguien? ¿Hemos rezado a la Virgen Santísima rogándole que nos enseñe a amar a su hijo Jesucristo?

Podemos tratar de vivir con el Señor; y podemos también rechazar todo trato con Él, negarle, y querer ser nosotros mismos, y como no sabemos exactamente como tenemos que ser, pretendemos hacer lo que nos da la gana, y nos convertimos en “diosecillos” para nosotros mismos, rompiendo toda relación con nuestro Creador, con nuestro Redentor, con nuestro Salvador. Eso es ya el Infierno en la tierra; y con la muerte, será el Infierno eterno: eternamente solos.

En el camino por el cementerio, la Virgen nos acompaña en nuestras oraciones por los difuntos, que son una manifestación de nuestra Fe, de nuestra Esperanza, y de nuestra Caridad. Y Ella nos ayudará a acoger nuestra propia muerte con las palabras que el buen ladrón le dirigió a Jesús en la Cruz: “Acuérdate de mí, Señor, cuando estés en tu reino”. Y así, le daremos una alegría al Señor, haciendo realidad en nuestra vida sus palabras que cierran el evangelio del día de Difuntos: “Nadie va al Padre, sino por Mí”.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com