Valores y familia

 

Dar a luz a un hijo discapacitado

 

Janine Chanteur, profesora emérita de filosofía moral y política en la Universidad de París-Sorbona, da su testimonio: "Ser padre de un niño discapacitado mental es algo que se aprende".

 

 

 

03 dic 2021, 14:00 | La Croix


 

 

 

 

 

Por tradición familiar, mi educación fue espartana y jansenista. Mi bisabuela, que murió antes de que yo naciera, influyó tanto en sus descendientes que se convirtió en una figura familiar para mí. Todavía oigo a mi madre decir: "Mi abuela decía...". ¡Ella era la referencia en todo!

Tengo el recuerdo de una madre triste. Una de mis hermanas mayores murió de difteria cuando tenía siete años. En ese momento yo tenía dos años. Mi madre nos quería mucho, pero el riguroso cristianismo de sus padres la había marcado. La más mínima acción era un pecado. Mi padre era más alegre. Adoraba a mi madre y, gracias a él, también podíamos reír en familia. Después de mí, nació otra niña, a la que le pusieron el nombre de la fallecida. Durante toda su juventud, mi hermana pequeña vio su nombre marcado en una tumba del cementerio, donde nuestra madre nos llevaba regularmente.

Mi marido aún era estudiante de medicina y yo acababa de licenciarme en filosofía cuando nos casamos. Antes de ser profesora de letras, fui "bedel" en un instituto durante ocho años. Tengo buenos recuerdos de eso. Durante este tiempo tuvimos cinco hijos, uno de los cuales nació discapacitado.

 

Una conmoción terrible

El feto había cogido un virus durante mi embarazo. Me sentí muy culpable, incluso pensé en desaparecer con mi hijo (Les Petits-Enfants de Job). El encuentro decisivo con un psicoanalista y mi éxito en el examen para la capacitación como profesora de filosofía me ayudaron a emerger.

Marie-Hélène Mathieu, que creó la Oficina Cristiana para los Discapacitados, me enseñó entonces a comunicarme con mi hijo. Gracias a ella, supe que Dios es ante todo Amor. Comprendí que si dejamos de rechazar la discapacidad y tratamos de aceptar al niño discapacitado tal como es, aceptamos sus silencios, la vigilancia que requiere, más allá del ruido de nuestras palabras inútiles y de nuestros miedos, pueden entonces darse momentos extraordinarios en los que vivamos plenamente a nuestro hijo discapacitado, aunque siempre exista la inquietud de lo que será después de nosotros, en su vida adulta...

Ser padre, hermano o hermana de un niño discapacitado es algo que se aprende. Con mi marido, sentimos, gracias a ciertos encuentros, que la felicidad de nuestra hija dependía de la forma en que vivíamos con ella como familia, de la forma en que la tratábamos. Los discapacitados saben que no son "como los demás" con su cuerpo, su sufrimiento y su soledad. Sufren toda la fuerza de los choques emocionales, sin red, porque no razonan como nosotros.

Por eso me pronuncié sobre el caso Perruche (Condamnés à mort ou condamnés à vivre?; los derechos de autor se dan a un hogar de personas discapacitadas). No para juzgar a los padres, sino por Nicolás, para afirmar que nadie tiene derecho a juzgar el valor de una vida.