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«Los monjes de Tamié me han salvado»

 

Dom Ginepro es el abad del monasterio de Tamié. Ha vivido durante unos veinte años en Italia casi como un eremita. La abadía es famosa por su papel en la innovación litúrgica; dos monjes de la comunidad partieron a Argelia, donde fueron asesinados con los otros monjes de Tibhirine en 1996.

 

 

 

07 dic 2021, 14:00 | Gilles Donada, La Croix


 

 

 

 

 

«El día en que fui elegido abad lloré mucho, pues no estaba preparado para esta eventualidad». Mi nombre salió en el segundo turno yo no tenía otra aspiración que vivir la vida del simple monje que ora, se ocupa de las vacas y del huerto. Normalmente, el abad es un monje que ha vivido desde hace mucho tiempo en el monasterio, y que conoce muy bien a sus hermanos. Mi proceso ha sido accidentado. Entré como novicio en la abadía de Tamié en 1975, con 27 años de edad, después la dejé en 1980 antes de volver en 2001.

 

Un momento doloroso

Entre 1980 y 2001, me fui, solo, a instalarme en las cercanías del lago de Como (norte de Italia) para reconstruir y refundar un monasterio del siglo XI. Era un lugar aislado en la montaña, sin electricidad, a una hora de camino de la primera carretera. Durante veinte años llevé una vida campestre y solitaria. Un amigo vino a vivir en los alrededores para ayudarme. Restauramos nuestras respectivas casas para no dormir bajo las estrellas, pero, poco a poco, tuve que rendirme a la evidencia: había sido demasiado ingenuo, no era capaz de llevar a cabo ese proyecto. Debía partir. Fue un momento muy doloroso. Estuve a punto de perder el control. Con mi asno Tito, volví a llamar a la puerta de Tamié. Acogiéndome de nuevo, el abad y la comunidad me salvaron.

Esta experiencia me ha enseñado a dudar de mis capacidades, a dar más espacio a los otros. Siempre he tenido un espíritu independiente, incluso de contradicción. Soy hijo de mi época: tenía 20 años en mayo de 1968.

 

La elección extraña de Dios

El reconocimiento que he experimentado respecto a mis hermanos me ha ayudado a decir sí al cargo de abad y a la ordenación sacerdotal, obligatoria para esta función. La cuestión del sacerdocio nunca me la había planteado verdaderamente: un monje no necesita ser ordenado para responder a su vocación cristiana. Había seguido una formación en teología en el seminario, pero el ambiente clerical provocó en mí una reacción epidérmica. He tenido que esperar a mis 63 años (en 2011) para ser sacerdote. Al principio me pareció extraño, después me dije: «Si Dios quiere que sea así, está bien».

Para mí el cambio más grande fue asumir la dimensión de enseñanza. ¡Hasta ese momento no hablaba sino a las flores y a las vacas! Como abad, casi cada día debo convocar el capítulo y tomar la palabra ante todos mis hermanos durante unos quince minutos. Hablo de asuntos que atañen a la vida de la comunidad, por ejemplo, la repartición de las tareas o la acogida de obispos entre los que hacen retiro. Comento varias veces por semana artículos de la regla de san Benito. Yo hablo y los hermanos escuchan, en silencio. También están las homilías que se tienen que hacer, las celebraciones que hay que presidir, al principio, me sentía totalmente incapaz. Menos mal que la benevolencia, los consejos y el apoyo de los hermanos me han ayudado y me ayudan todavía a asumir este papel.

 

La obra civilizadora del monaquismo

Y aquí estoy, al servicio de una abadía fundada en el siglo XII. Los primeros edificios, que databan de la época romana estaban en la parte de abajo, pero se quedaron demasiado pequeños. En el siglo XVII se edificó la abadía actual. Me gusta recordar que Tamié fue la primera abadía que se afilió a la reforma de la Trapa (1678), iniciada por el abad de Rancé que preconizaba la vuelta a las fuentes del monaquismo.

La historia de la fundación de monasterios, que se multiplicaron a través de toda Europa en el siglo XII me fascina. Nosotros somos los herederos de la obra civilizadora del monaquismo. Los monasterios formaban un denso entramado desde donde se difundían nuevas ideas y técnicas. Por ejemplo, en el plano agrícola, esas nuevas maneras de trabajar han dado inicio al cultivo del arroz en el norte de Italia. La espiritualidad monástica ha resplandecido gracias a grandes figuras como san Bernardo de Claraval (1090-1153).

En el siglo XVIII los monjes de Tamié explotaban minas de hierro, excavadas en las montañas de los alrededores. Los obreros llevaban el hierro al alto horno, situado no lejos de aquí. La abadía se había especializado en la confección de piedra para las chimeneas. Tamié ha desarrollado la fábrica de quesos sobre todo a partir de los años 1950. Se ha convertido en una actividad floreciente, que emplea actualmente a cinco obreros.

¿El lugar de la abadía que prefiero? El claustro: un lugar vacío al centro de nuestro monasterio. Este vacío llama al cielo. Este vacío es Dios al que nunca se ve pero que está presente entre nosotros. A Él hemos dado nuestra vida. A Él buscamos sin cesar, y con Él luchamos. Todas nuestras actividades giran alrededor de Él. Pronunciamos sin cesar su nombre, a veces superficialmente. Pienso entonces en esa frase del Evangelio: «No todo el que me dice "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21). ¿De verdad hacemos la voluntad de Dios? ¿Es eso lo que vivimos?

 

Innovación litúrgica

Otro lugar importante: el coro de la iglesia donde tiene lugar la oración del oficio, siete veces al día. Nuestras salmodias han sido puestas en música por grandes compositores como los padres Joseph Gélineau, Didier Rimaud, Marcel-Joseph Godard, Henri Dumas, pero también por laicos como Jean-Michel Dieuaide. Después del concilio Vaticano II, nos han acompañado en el paso del latín al francés. Una comisión francófona cisterciense (CFC) estaba encargada de proponer innovaciones para la estructuración de los oficios. En los años 1970, Tamié estaba en la vanguardia de la renovación litúrgica monástica. En la abadía los hermanos se han comprometido en la revisión de la salmodia de los salmos en francés.

El oficio de la noche, Maitines, a las 4 de la mañana, es precioso para mí. Es un momento de gratuidad, donde se dejan de lado nuestras actividades para sumergirnos en la interioridad y en la reflexión. Vamos después al scriptorium, una gran sala provista de escritorios, para meditar las Escrituras en silencio. Otros vuelven a sus celdas para descansar. Hasta los años 1980 dormíamos en un mismo dormitorio. ¡y yo amaba eso! Hoy, tendría alguna dificultad. Nosotros dormimos juntos, comemos juntos, oramos juntos, trabajamos juntos, era nuestra vida de monje: todo lo hacíamos juntos.

 

Mártires de Tibhirine

Dos monjes de Tamié, el hermano Paul y el hermano Christophe, forman parte de los monjes martirizados en 1996 en Nuestra Señora del Atlas en Tibhirine (Argelia). No he conocido al hermano Paul que era originario del lago Leman. Era un artesano reconocido en la región. Había hecho su servicio militar en Argelia y quería volver a ese país. Christophe, al que he conocido, tenía dos años menos que yo. Llegó a Tamié para el noviciado. Christophe conocía ya Argelia, donde había efectuado su cooperación. Un día, Christian de Chergé llegó a Tamié en el marco de una gira europea para reclutar nuevos monjes. Los hermanos Paul y Christophe manifestaron su interés.

Después, en 1996, sus asesinatos nos marcaron profundamente. Tomamos conciencia del alcance de estos acontecimientos poco a poco. Descubrimos el camino que les había llevado a quedarse a pesar del peligro. La brutalidad de su ejecución nos dejó sin palabras, algunos años más tarde, nuestro abad general de la época, el argentino Bernardo Luis José Oliveira, tuvo la iniciativa de retomar la llamada del hermano Christian: «Si queréis fundar un monasterio en un país musulmán, dijo a la familia cisterciense, estamos dispuestos a ayudaros». Y lo más bonito es ver monjes y monjas unirse, con toda consciencia del caso, a comunidades que ya existen o que fundan otras nuevas.

 

Dar a conocer la regla de san Benito

Regla 68 «Si a un hermano le mandan cosas imposibles».

He elegido el párrafo 68 de la regla de san Benito: «Cuando a un hermano le manden alguna vez obedecer en algo penoso para él o imposible, acoja la orden que le dan con toda docilidad y obediencia». A veces es necesario saber imponer una línea clara a los hermanos para que la vida común sea posible. He tenido que decir que no a un hermano en nombre de este principio. Pero la regla continúa: «Pero, si ve que el peso de lo que le han impuesto excede totalmente la medida de sus fuerzas exponga al superior, con sumisión y oportunamente, las razones de su imposibilidad, excluyendo toda altivez, resistencia u oposición». A primera vista se tiene la impresión de una contradicción con el primer enunciado. En realidad, se trata de un seguro que permite no absolutizar una regla que corre el riesgo de imponer a un hermano una tarea abrumadora. La regla puede ser superada gracias al diálogo entre hermanos.