Iglesia

 

La Iglesia nació de los debates de los primeros siglos

 

Las herejías que florecieron a lo largo de los siglos dieron lugar a numerosos debates que permitieron a la Iglesia definir y estructurar su doctrina...

 

 

 

09 dic 2021, 21:00 | Daniel Vigne, filósofo y teólogo, profesor de patrística en el Instituto Católico de Toulouse, La Croix


 

 

 

 

 

A la modernidad le gusta decir que "del choque de ideas surge la luz" y valora el debate contradictorio. Paradójicamente, ¡todos estamos de acuerdo en el valor de la contradicción! Pero en las sociedades antiguas era diferente. El desacuerdo se veía menos como una ventaja que como un obstáculo que había que superar.

Nacida en el Imperio Romano, la Iglesia de los primeros siglos compartía el deseo de orden y unidad que la caracterizaba. Se combatieron las herejías, así como los cismas y otras causas de división. Con el tiempo, el cristianismo reforzó su coherencia doctrinal, litúrgica, jurídica y moral, silenciando a menudo las voces discordantes. No se puede decir, por tanto, que la antigüedad cristiana fuera en general en la dirección de la cultura pluralista y relativista de hoy. Sin embargo, nos equivocaríamos si viéramos a la Iglesia antigua como un bloque autoritario, sin espacio para el debate. Verifiquemos esto a través de tres períodos de su historia.

 

La crisis gnóstica (siglo II)

¿Quiénes eran los gnósticos? Los cristianos tentados por el elitismo y el intelectualismo, formando sectas aisladas de la gran Iglesia. Como la palabra herejía implica, hicieron "elecciones" en la fe cristiana a costa de la unidad y la caridad. Se apegaron a doctrinas complejas, a ritos especiales supuestamente más auténticos, a tradiciones arcaicas que transmitieron en textos apócrifos.

Ya en el año 180, Ireneo de Lyon se opuso firmemente a esta tendencia en su Contra las herejías. El subtítulo del libro, Exposición y refutación de la pseudognosis, muestra, sin embargo, que no se trata de una condena arbitraria y brutal. El autor comienza detallando los sistemas de pensamiento que refuta. Tras estudiarlos detenidamente, entra en su lógica para revelar sus incoherencias. En otras palabras, su objetivo es el debate ilustrado. Donde el gnosticismo mantenía la confusión y el secreto, Ireneo aporta luz. Donde cada secta se aferraba a un trozo de verdad, él introduce la fuerza de un pensamiento sintético. No opone opinión a opinión: se eleva del fragmento al todo, de la división a la unidad. Es una valiosa lección para quienes a veces tenemos una idea "fragmentada" del debate, poniendo todas las opiniones al mismo nivel. En realidad, sin un conocimiento serio y una visión global, las polémicas son estériles.

 

La crisis arriana (siglo IV)

¿Quiénes eran los seguidores de Arrio? Los cristianos que afirmaban que el Hijo de Dios no era Dios ni igual a Dios, sino una criatura inferior a Dios. El Hijo, decían, no es eterno, pues al haber nacido de Dios, no existía antes de nacer. Este monoteísmo estrecho rechazaba los misterios centrales del cristianismo, la Encarnación y la Trinidad.

Atanasio de Alejandría, Hilario de Poitiers y otros Padres de la Iglesia tuvieron que enfrentarse a las tesis arrianas para refutarlas. La tarea era difícil porque se trataba de un error multifacético, que tomaba giros sutiles y se extendía por todas partes. El debate envenenaba las mentes, pues en estas discusiones el intelecto podía perder el sentido de la fe y el misterio.

Ya en el año 325, el Concilio de Nicea resolvió el problema con una palabra: el Hijo es homoousios, es decir, de la misma naturaleza que el Padre. Aunque es distinto de él, es un solo Dios con él. Este es el rayo de luz, el diamante doctrinal que brilla en el centro del Credo. Otra valiosa lección para nosotros es que si no queremos que un debate se convierta en una disputa interminable, debemos saber introducir la palabra que calma y concluye. También debemos saber inclinarnos ante lo que nos sobrepasa.

 

Los Grandes Concilios (siglos V-VIII)

La Iglesia del primer milenio no había terminado con las cuestiones teológicas. Surgían una tras otra, cristalizando las tensiones doctrinales y a veces las rivalidades humanas. En el Concilio de Éfeso, en el año 431, se rechazó una herejía que cuestionaba la persona divina de Cristo. En el Concilio de Calcedonia de 451 se defendió la realidad de su naturaleza humana. Posteriormente surgieron otros problemas graves, hasta el Concilio del 787 contra los iconoclastas, que se negaban a venerar las imágenes sagradas.

En aquella época había muchos debates en la cristiandad. Pero un ingenioso invento permitió superarlos: a nivel local, se llamó sínodo; a nivel universal, concilio. Obispos de todo el mundo se reunían en una ciudad, a menudo acompañados de teólogos. En el centro está el Evangelio. Los temas más delicados se discuten en un ambiente de oración. Las decisiones se toman, no con mentalidad partidista, sino buscando la unidad en la caridad. Los dogmas resultantes son de una extraordinaria profundidad espiritual. Este es quizás el legado más precioso de la antigüedad cristiana: la posibilidad de superar juntos nuestros desacuerdos, a la luz de una sabiduría superior y a la escucha del Espíritu Santo.