Tribunas

No disparen al pianista

 

Carola Minguet Civera
Doctora en CC. de la Información.
Responsable de Comunicación de la Universidad Católica de Valencia.


Asamblea final de la fase diocesana en España del Sínodo.

 

 

 

 

 

A finales del siglo XIX, en Estados Unidos se desató la fiebre del oro. En lugares como Nueva Orleans se gestó una frenética actividad alrededor de la llamada música negra, de modo que la música clásica europea se cambió por ragtime, marcha militar con blues o por una fusión de todo tipo de tendencias interpretada por bandas. Más al oeste no había tanto trajín cultural ni apenas jóvenes de clase alta a quienes instruir en la práctica del piano; por ello, al pianista que llegaba a dichos asentamientos le restaba tocar en antros, algo así como si hoy tuviera que trabajar en un karaoke.

Pues la conocida frase nació precisamente en esos salones, en los confines de la civilización americana de entonces, que tantas veces hemos visto en el cine. Ahí se juntaban vaqueros, soldados, cazadores, comerciantes, mineros, jugadores… dispuestos a hacer negocios dudosos, sobre todo, intercambiar su oro por el otro oro codiciado: el whisky. La ley en estos sitios era cuando menos vaga, si acaso dispuesta por entero en las manos del sheriff y sus subalternos; así, lo más normal era que las disputas se resolvieran a tiro limpio. El pianista era probablemente el único hombre que no iba armado en esos locales y un objetivo fácil; ésta es probablemente la razón por la que los propietarios colgaran carteles con la frase «No disparen al pianista».

En la Iglesia, desde que se abriera el camino sinodal, también ha habido lugares donde se han producido altercados (el proceso alemán ha dado cuenta de ello). Y muchas de las discusiones han sido propiciadas precisamente por tratar de encarar la propuesta de avanzar (aunque este verbo me suscita dudas) en la misión de la institución al margen de la ley y proponiendo fusionar tendencias musicales, cuando el derecho canónico es claro y la fe católica es una. En este sentido, he respirado tranquila al leer entre las conclusiones de la asamblea final en España la necesidad de saber transmitir mejor a la sociedad la importancia del Magisterio.

Vivimos en medio de una viña que ha sido asaltada desde dentro y desde fuera, una viña devastada, como la llamó Von Hildebrand y recordó Benedicto XVI en presencia de cardenales, arzobispos y obispos de todo el mundo. La vida cristiana occidental es “más vinagre que vino”, expresó el Papa emérito con contundencia.

Así que, de este tiempo, extraigo, al menos, tres conclusiones. La primera es que no se puede negociar el oro de la fe por codiciar el reconocimiento del mundo. La segunda es que, quizás, antes que avanzar, haya que preguntarse qué ocurre con la propia fe (hasta qué punto lo que creemos se corresponde con la fe que transmitieron los apóstoles). La tercera es que hay una esperanza que a veces no se ve (como en los westerns, que en cuanto empiezan los disparos, se levanta el polvo de la tierra y se mezcla con el humo de la pólvora), pero que está: la convicción de que nuestra viña no es una viña cualquiera -como recordaba en una entrevista Sanmartín Fenollera- porque está protegida por una promesa irrompible.

Por cierto… ¿Ya saben quién es el pianista?