Tribunas

La Misión de la Iglesia. (I)

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

 

 

En una entrevista de hace años, y con ocasión de su participación en sínodo de la familia del año 2015, la dra. Anca María Cernea, miembro de la Asociación de Médicos Católicos de Bucarest (Rumania), contestó así a una pregunta sobre la “batalla cultural” que se libra también en el interior de la Iglesia:

El Padre Michel, un sacerdote francés muy devoto y sabio, amigo de nuestra familia, lo formuló así: “Antes, la Iglesia evangelizabapredicaba, enseñaba. Más tarde prefirió limitarse a dar testimonio. Luego se contentó con manifestar una presencia. Y ahora sólo se está poniendo a la escucha.”

Creo que esto lo resume todo. Y es lamentable, porque eso de dejarse guiar por el mundo en vez de convertirlo no es precisamente lo que Cristo mandó hacer a los apóstoles: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.” Y San Pablo así comprendía su misión: “¡Ay de mí si no anunciare el Evangelio!”

El mundo necesita la Salvación. No podemos afirmar que amamos al prójimo si no queremos compartir con él la Buena Noticia.

Un famoso ateo, Penn Jillette, co-anfitrión de un programa de televisión muy popular en América del Norte, dijo estas palabras: “Si usted cree que hay un cielo y un infierno, y que uno podría ir al infierno o no conseguir la vida eterna, o lo que sea, y usted piensa que no vale la pena decírselo, porque sería incómodo… ¿Cuánto hay que odiar a alguien para no predicar? ¿Cuánto hay que odiar a alguien para creer que es posible que haya vida eterna, y no decírselo?”

Estos párrafos nos dan pie para reflexionar un poco sobre la misión de la Iglesia en estos tiempos en los que la manipulación intelectual en curso hace todo lo posible para meter en la cabeza y en el corazón de tantos buenos cristianos, católicos, una falsedad que algunos expresan con estas palabras:

 “El mundo debe tener una religión universal coherente con las ideas hoy dominantes en medios y en la esfera pública, y para asumir ese papel la Iglesia debe renunciar lo más posible a “doctrinas específicas” y a la pretensión exclusivista de ser custodia de una verdad universal y eterna”.

No es difícil penetrar en la cabeza de quienes hacen afirmaciones semejantes. En resumen, vienen a decir: esa religión universal la hemos de inventar los hombres; y no debe tener la mínima relación con un Dios Creador y Padre, y Espíritu Santo y Dios Hijo quien se hace hombre y muere por nosotros, y que nos abre las puertas de la vida eterna al pedirle perdón por nuestros pecados: si la inventamos los hombres, lógicamente el pecado no existe: hacemos lo que nos da la gana, después ya imaginaremos un dios a nuestra imagen y semejanza, del que nos desprenderemos en cuanto nos convenga.

En definitiva, esa “religión universal coherente con las ideas hoy dominantes”, se reduce a un programa –que no debería siquiera llamarse religión- que la ONU de turno quiera imponer a todo el mundo, para distribuir el dinero recaudado con los impuestos de un quasi Estado global; sin ningún contenido existencial para el ser humano.

La Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, fundada por Nuestro Señor Jesucristo, seguirá viva hasta el final de los tiempos, y tendrá la misma misión que le dio su Fundador, y podemos apreciar muy bien, si unimos los cuatro pasos que el p. Michel señala como si fueran escalones que fueran apartando a la Iglesia de su Misión.

La Iglesia, ha de evangelizar, predicar y enseñar; a la vez, y para predicar a Cristo, ha de dar testimonio de la Verdad, con la vida santa y ejemplar de las familias cristianas, de los hombres cristianos, de los eclesiásticos; de esta manera manifestará su presencia, con todas las obras de caridad y de misericordia que hace crecer en todos los rincones del mundo en los que predica y enseña, y, a la vez, estará a la escucha de ese clamor que san Agustín supo expresar con una frase inmortal: Nos creaste para ti, Señor, y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti (Confesiones I, 1)

 

(continuará)

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com