Opinión

“Cartas desde China”, con vibración y amor

 

 

José Antonio García Prieto Segura

 

 

 

 

 

Considero estas “Cartas” como un eco más del mandato de Jesús a los Apóstoles: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16, 15). Su autor, Fulgencio de Bargota, sacerdote capuchino, navarro, junto con otros misioneros marchó al Lejano Oriente para extender la palabra de Dios. Corría el año 1927, y sus cartas testimonian el trabajo apostólico lleno de graves dificultades y también de honda alegría de quien se sabe apóstol enviado por Cristo. Destinatarios de las cartas fueron los capuchinos de Pamplona, que las iban publicando en su revista “Verdad y Caridad”. Una catedrática emérita de Lengua y literatura castellana, Magdalena Aguinaga, las ha recogido ahora en el libro “Cartas desde Kansu (China) 1927-1930”.

El Señor dispuso que Jerónimo -nombre de pila del misionero-, falleciera muy joven, a los 31 años. Solo pudo escribir 14 cartas, bastantes largas, que traspiran vibración humana y espiritual. A su vez, la visión honda y sobrenatural con que enjuicia los acontecimientos vividos, hace que no hayan perdido actualidad, a pesar de haber trascurrido casi un siglo desde que salieron de su pluma. A modo de síntesis, destacaré cuatro “flashes”: el primero, sobre los peligros que corrió su vida y que hacen recordar los de san Pablo cuando escribe: “En mis repetidos viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones (…); trabajos y fatigas (..), con hambre y sed..” (2 Co 11, 26-27). El segundo, relativo a lo esencial de su misión: dar a conocer la fe cristiana. El tercer “flash”, sobre la importancia que da a la unión familia y escuela, para una formación integral. Y finalmente, sobre la atención de las necesidades básicas más elementales, de tipo material y sanitario.

Su viaje hasta la misión del Kansu, a unos 2.000 Kms. al occidente de Shanghai, fue toda una aventura. Las guerras civiles que asolaban el país obligaron a los misioneros a viajar por desfiladeros y vías fluviales, infectadas de bandoleros y salteadores. Baste este solo botón de muestra, en carta del 15 de diciembre de 1927: “Todos los barqueros se hallan en la barca componiendo las cuerdas porque el viento es fuerte. Marca el reloj las 11.25 cuando una fuerte detonación resuena en todo el valle. Al momento bajan la vela y con un gesto de terror marcado en su faz, “Sen-fu, Touffi”, “Padre, los ladrones”, nos dicen los barqueros, y saltan al agua para parapetarse con la barca; las descargas de fusil y de revólver se suceden sin interrupción. Comprendimos que son los ladrones (…), y al momento nos echamos en el suelo defendiendo nuestras cabezas con las maletas y las mantas de dormir.

El fuego que hacen sobre la barca es horrible. El P. Simón nos da la absolución, y nosotros se la damos a él. (…) Empezamos el rezo del santo rosario. Silban las balas después de traspasar las tablas de la barca; algunas astillas caen a nuestros pies. (…) Nosotros creemos imposible salir con vida de aquel trance y hacemos el acto de la aceptación de la muerte, ofreciendo la vida por la conversión del Kansu y de la China entera. Nos animamos mutuamente a morir por Jesucristo. (…) Ya los tenemos en la barca. Dos, uno de ellos armado con fusil y otro, acariciando con el índice el gatillo del revólver, nos preguntan si tenemos armas; nosotros les enseñamos el rosario que en la mano tenemos, nuestra única arma de defensa. Esperamos que un balazo nos abra las puertas del cielo, mas no hay nada de eso.”

Este apasionante relato continúa, y solo fue el primero de otros asaltos análogos recogidos también en sus “Cartas”. Pero dejo que sea el lector quien los conozca directamente si se anima a leerlas.

El segundo “flash”, sobre el afán de Fulgencio para difundir la fe en Cristo, está ya presente en el pasaje apenas transcrito: el ofrecimiento de sus vidas por la conversión de China entera es suficiente testimonio. Con todo, mencionaré otra carta de 1929 dirigida, según figura al inicio, “a los estudiantes de Fuenterrabía”. Refiere sucesos de la Navidad anterior, y transcribo de nuevo algunos párrafos: “Hace unos días bautizamos a 17 catecúmenos ¡Vaya unos puntapiés que le dimos al demonio!... y los que le esperan!

“Por Navidad hice una pequeña incursión a Sant-chá en la que pasé hambre, frío horrible y grave peligro de caer en manos de ladrones. El mismo día de Navidad mi suculento menú se compuso de los siguientes platos: primero, buen apetito; segundo, una pera; tercero, un pedazo de pan; cuarto, las gracias y no se levantaron manteles porque brillaron por su ausencia. ¿Creerán que perdí el buen temple? Nada más lejos de la realidad.

Estaba más contentos que las Pascuas que celebraba. Me ocurría lo que dice el gran misionero, S. Pablo: Scio et esurire, et penuriam pati (“he aprendido a pasar hambre y a carecer de todo”) (Fil 4, 12), y ¡qué mejor manjar que acercarnos a ese modelo de misioneros y vivir su vida y seguir sus pasos, aunque de lejos; desde ahora ya te puedes encariñar con S. Pablo. No hay cosa como sus cartas” (o. c., p. 99-100).

Tercer “flash”: la importancia de la buena educación de niños y jóvenes y la atención a sus familias. Hace referencia al “anticuado y antipedagógico sistema de la vieja escuela china, que se contentaba con encasquetar en la mollera un buen numero de caracteres, aún sin comprender el significado de muchos”. En reuniones con padres se propusieron mejorar la pedagogía escolar. Así, en palabras de otro misionero que trabajaba con Fulgencio, y dirigidas a los padres, leemos: “Ahora, nuestro plan ha de ser el de las escuelas europeas, persiguiendo el cultivo de las ciencias naturales”.

En muy poco tiempo, apenas tres años, comprobó el progreso pedagógico y, también, la apertura a la fe cristiana de los chicos que, a su vez, deseaban transmitirla a sus padres y recibir el bautismo. A este propósito, es ejemplar el exquisito respeto por la libertad de los padres, como manifiesta este pasaje en una de sus últimas cartas: “Actualmente son bastantes los niños que se han presentado al Misionero implorando el bautismo, aunque es imposible acceder a sus deseos, mientras sus padres no se conviertan” (p. 123). Ofrece otros muchos comentarios y testimonios sobre la atención de las familias, fuesen o no cristianas.

Al fin, un último “flash” sobre la preocupación de los misioneros por la atención humana en sus necesidades más básicas. Una carta recoge la historia del ciego que acudió a la misión en busca de auxilio. Su historia es sobrecogedora y solo la lectura de esta carta casi vale el libro entero. También dedica otra, llena de agradecimiento y admiración, al Dr. Fritz Drexler, un médico alemán que, junto con su esposa, marchó al Kansu para prestar allí sus servicios médicos. Esta carta comienza con un interrogante: “¿Cómo un médico en las misiones de China, y no en las costeras, sino en el alejado Kansu, y más en estos tiempos de revuelta?”. Tampoco diré más de esta historia, pero sí recojo el comentario escueto de Fulgencio que, clarividente y a distancia de un siglo, escribe: “Los médicos y la medicina son una necesidad de las misiones modernas”.

En su conjunto, estas “Cartas” testimonian una vez más, la riqueza humana y sobrenatural de la obra misionera de la Iglesia en el Lejano Oriente, y por supuesto, en el mundo entero, desde que Jesús enviara a los primeros Doce, como recordaba al principio. Solo me resta añadir algo porque si no lo incluyo, algunos de mis conocidos, si leen este artículo me preguntarían: “¿Y por qué no lo has dicho?”. Para evitar el eventual reproche, y sin pretender ponerme medallas ajenas, lo confieso: Jerónimo Segura, el autor de las “Cartas” era hermano de mi madre. Que nos ayude -a cambio de la propaganda hecha- a continuar, con vibración y amor, la estela que inició el Señor.

 

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