Tribunas

Venirse abajo

 

 

Ernesto Juliá


Mi esperanza está en Dios.

 

 

 

 

 

No consta entre los derechos garantizados por la Constitu­ción a todos los ciudadanos; tampoco figura en el elenco de los derechos humanos elaborados por las Naciones Unidas; ni en ninguna de las innumerables listas de derechos particularizados que hemos ido construyendo: del niño, de los enfermos, de la familia, de los animales.

Es un derecho, sin embargo, que todo el mundo respeta. Estoy hablando del derecho a venirnos abajo, a declarar­nos incapaces de llevar adelante nuestro proyecto de vida, de afrontar las dificultades del cotidiano existir, que todos podemos ejercitar cuando más nos convenga, aunque quizá nos gustaría no vernos nunca en el trance de hacerlo.

Se entiende que me estoy refiriendo a un venirse abajo que no tiene su origen en una de tantas quiebras del ánimo causadas por enfermedades psíquicas o nerviosas. La enfermedad merece todo respeto y comprensión, cuando de verdad lo es; porque no pocas veces es difícil dilucidar si uno se viene abajo porque está enfermo, o si llega a estar enfermo, por la persis­tencia en venirse abajo de cuando en cuando.

Sin duda, la tarea de vivir es ardua y no siempre fácil de llevar. Son incontables los momentos en los que cualquiera de nosotros puede dar gracias a Dios porque sabemos que la muerte está ahí, y algún día llegará para calmar la desazón, la miseria, la soledad.

Si nos paramos a considerar las cosas con cierta perspectiva, fácilmente descubrimos que los motivos para venirse abajo son variadí­simos. Yo tengo amigos y conocidos que no son capaces de soportar una mala noticia pasadas las doce de la mañana; otros, que se quedan paralizados apenas comienzan a dar vueltas en su imaginación a la figura de una posible desgracia, que bien pudiera no acaecer dentro de unos años, ni nunca. Otros que se bloquean al primer obstáculo que encuentran, sin pararse siquiera a medir la grandeza y categoría del impedimento que se les presenta en su camino: es lo mismo que el "enemigo" sea un granito de arena o una montaña. Basta cualquiera para venirse abajo y, si ¡aún se fueran abajo tranquilos, serenos, sin hacer demasiado ruido, y sin molestar mucho a los demás!

Hay venirse abajo merecedores de todos los respetos, por ser sencillamente una manifestación y bien patente, por cierto, de los límites de la naturaleza humana: el provocado por el pesar de una madre después de parto muy difícil, o ante la enfermedad de un hijo; el nacido del dolor de un hombre después de la muerte de su madre; el que sufre cualquier ser humano que tenga que soportar una larga temporada en paro forzoso. También son corrientes los venirse abajo de algunas personas en torno a la jubilación; o los que suelen acompañar casi por igual a hombres y a mujeres, en los cambios profundos de perspectiva vital en torno a los cuarenta-cincuenta años.

Y no digamos el venirse abajo después de cometer un pecado grave desobedeciendo la palabra de Cristo, y dando entrada en el ánimo a las insidias del diablo, que nos invitan a dudar del perdón de Dios. En estos casos me gusta aplicar unas palabras de Benedicto XVI: “La conciencia moderna —y todos, de algún modo, somos "modernos"— por lo general no reconoce el hecho de que somos deudores ante Dios y que el pecado es una realidad que sólo se supera por iniciativa de Dios. Este debilitamiento del tema de la justificación y del perdón de los pecados, en último término, es resultado de un debilitamiento de nuestra relación con Dios”. (Ratisbona, homilía, 12-IX-2006). Y las aplico, porque en no pocas ocasiones he podido dar gracias a Dios al ver el levantarse de no pocas personas, después de una honda y serena Confesión.

No es difícil encontrar casos de venirse abajo en los que los motivos son bastante más fútiles: un simple disgustillo de esos que nos acompañan todos los días; un suspenso en un examen -también el que sirve para obtener el carnet de conducir-; y hasta el verse obligado a esperar el autobús algunos minutos más de lo previsto. La fragilidad humana es riquísima y variadísima. El único camino práctico para no continuar la infinita cadena del venirse abajo, es reconocer esa fragili­dad, sonreír, y agradecérsela a Dios.

Pero quizá el modo más complicado de venirse abajo es el de quienes alimentan su propio venirse abajo para huir de sí mismos. Trataré de explicarme, porque es algo enmarañado. Uno de los grandes temores del hombre, y de la mujer, es el de quedar mal, el de fracasar y, sobre todo, delante de los demás mortales. Ante los errores caben varios caminos: el más normal, el de personas cuerdas, que suelen venirse abajo con bastante menos frecuencia, es el de reconocerlo, pedir perdón si es el caso, y poner los medios para cambiar las perspectivas de su vivir, y remediar lo que sea preciso, sin avergonzarse ni darle más importancia al asunto.

Y el menos normal, y el peor y más ficticio de todo, el de no pocos "aprendices de superhom­bres", a lo Nietzsche, quienes, para quedarse tranquilos y no enfrentar­se con la debilidad de su voluntad, con la herida provocada por un fracaso, una humilla­ción; se refugian en el venirse abajo con el único fin de no reconocer su error, o su pecado.

De otro lado, todos sabemos de tantas personas, amigas y conocidas, que son débiles como todo el mundo, frágiles, cometen errores, sonríen y lloran como cualquier mortal, y que no se vienen abajo nunca; y ni ellas mismas se lo creen. En ocasiones se tambalean, flaquean, y están a punto de desmoronar­se, invadidas por las ganas de encerrarse en su habitación y llorar sus penas; y al final, quedan en pie.

Hombres y mujeres que soportan con una sonrisa serena las enfermedades propias, las de sus hijos, las de sus padres; que llevan con una tranqui­lidad de ánimo verdade­ramente encomia­ble hasta la propia ruina, o descalabros notables que a diario ocurren a su alrededor. Al pensar en ellos, tengo ganas de agradecer a Dios que nos ha hecho "para estar en pie" y nos da fuerza para levantarnos, también después de venirnos debajo de verdad.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com