Tribunas

 

Buen humor, mal humor

 

 

Ángel Cabrero

 

 

 

 

 

Es normal en nuestra vida que tengamos momentos gratos y amables y también momentos difíciles, dolorosos, agotadores. Es ley de vida. También, más de una vez, pensamos que el mal humor en casa es demasiado frecuente y, desde luego, evitable. Y, por el contrario, que el buen humor en la familia es una bendición de Dios y un poco escaso. En cuanto reflexionamos un poco somos conscientes de que el buen o el mal humor dependen de uno mismo, del cansancio, los problemas, o también de otros en casa, que pueden necesitar ayuda.

Uno de los motivos frecuentes para que surja  el mal humor es el engaño de las grandes expectativas. “El mundo en que nos encontramos -escribe Mariolina Ceriotti- nos promete desde niños unas satisfacciones hiperbólicas: satisfacciones increíbles de los sentidos, con experiencias de placer insospechadas y arrolladoras; satisfacciones increíbles en la vida sentimental, que nos hará conocer un amor capaz de colmar cualquier deseo; satisfacciones en la vida social, con una visibilidad altamente gratificante y al alcance de todos. Y se nos dice, desde niños, que somos especiales: por tanto, merecemos esa fortuna que se nos promete” [1].

Las expectativas. Tiene bastante que ver con el egoísmo. Estoy pensando demasiado en mí mismo, esperando que me atiendan, que me den todas esas cosas con las que he soñado. Y entonces surge, por cualquier incomprensión, el mal humor, porque lo que me encuentro en casa son incomodidades, cansancio, gustos distintos a los míos…

¿Esto tiene solución? “Sobre estas premisas, la vida necesariamente resulta decepcionante: con sus esfuerzos, sus sombras, su necesidad de paciencia y de espera, la vida nos resulta totalmente insatisfactoria y no estamos en condiciones de apreciar las verdaderas alegrías que nos regala continuamente. Estamos en una constante espera de la cosa “especial”, extra-ordinaria, súper-excitante, súper-satisfactoria. Estamos a la espera de una autorrealización que no sabemos bien qué es” [2]. Pero sí que tiene solución y es algo tan cristiano como la caridad.

A veces se nos ocurre hacer obras de caridad, en la calle porque vemos un pobre y le damos una limosna, en la iglesia, en la misa del domingo, porque somos conscientes de que hay que ayudar a la iglesia en sus necesidades. Incluso se nos pueden ocurrir acciones más heroicas “fuera”. Pero dentro, en nuestra vida diaria, en el trato con quien estoy más cerca, con mi esposa, con mi marido, con mis hijos, no nos damos cuenta de que debe predominar la caridad, un amor auténtico, que debe estar siempre en crecimiento. Y eso es vida cristiana.

Por lo tanto una salida de tono, una manifestación de mal humor nos debe llevar a una reflexión personal, de manera que no nos acostumbremos. Nuestro empeño debe ser hacer la vida agradable a los demás, a todas horas, en el trabajo, en el tráfico, pero, sin duda, antes que nada en la propia casa.

Cuando somos conscientes de este compromiso y nos proponemos luchar cada día, crece dentro una alegría que se manifiesta en todo momento. Nos cambia la cara. Todos somos capaces de distinguir una cara de mal humor de una cara de buen humor. Así que, de vez en cuando hay que mirarse al espejo para ver “qué cara llevo”, para descubrir si estoy pensando en los demás o en mí mismo.

 

 

Ángel Cabrero Ugarte

 

 

 

 

 

 

[1]
Mariolina Ceriotti,
El alfabeto de los afectos,
Rialp 2022, p. 19.

 

 

[2] p. 19-20