Tribunas

La alegría de la Ascensión del Señor

 

 

Ernesto Juliá


Ascensión del Señor.

 

 

 

 

 

San Lucas nos deja un claro testimonio de la realidad. “Levantando sus manos, les bendijo; y mientras les bendecía se alejaba de ellos y era llevado al Cielo. Ellos se postraron ante Él, y se volvieron a Jerusalén con gran gozo” (Lc 24, 50-52). Y el mismo san Lucas subraya en los Hechos de los Apóstoles: “Y después de decir esto, mientras ellos lo observaban, se elevó y una nube lo ocultó a sus ojos. Estaban mirando atentamente al cielo mientras Él se iba, cuando se presentaron ante ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que de entre vosotros ha sido elevado al cielo, vendrá de igual manera a como le habéis visto subir” (1, 8-11).

¿Se va Jesucristo, y nos deja abandonados sobre la tierra?  No. “Sube el Señor a los Cielos, subamos nosotros con Él”, nos dice san Agustín.

El Señor no nos abandona. Ha venido a la tierra. Ha vivido con nosotros; y ahora, quiere que nosotros sigamos viviendo con Él para siempre, en la tierra y en el Cielo. ¿Cómo es posible? Romano Guardini comenta: “Salí del Padre y vine al mundo: de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre” (Juan 16, 28). Sale de la Historia y entra en el dominio de la consumación, donde no hay ni devenir ni destino, sino únicamente el ser eternamente viviente. Se va y vuelve a estar allí de una manera nueva, tal como lo ha dicho Él mismo: “Me voy y vengo a vosotros” (Juan 14, 28). (El Señor, Sexta Parte, cap. V).

Los Apóstoles nos enseñan. Adoraron a Cristo al verlo subir al Cielo, y regresaron a Jerusalén llenos de gozo, como hicieron los discípulos de Emaús cuando descubrieron que era Cristo quien les acompañaba en el caminar: se pusieron en pie, y en medio de la noche, gozosos, volvieron Jerusalén a anunciar la Resurrección. ¿Por qué están gozosos? Porque al verlo Resucitado, y elevado al Cielo, abren su espíritu, su mirada, su corazón, a la Vida Eterna.

Cristo preparó a los Apóstoles para ese momento. Desde el cielo el Señor quiere completar la misión que le ha traído a la tierra, enviándonos el Espíritu Santo: “Os conviene que me vaya, pues si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si Yo me voy, os lo enviaré” (Juan 16, 7). El Espíritu Santo nos enseñará a orar, en unión con Jesús, a Dios Padre y a estar alegres.

El Señor, en cuerpo glorioso, asciende al Cielo. Él es el Cielo. Y quiere, además, prepararnos a nosotros un “lugar” con Él. Los Apóstoles y los discípulos, descubrieron que la vida con Jesús no se acaba porque haya subido al Cielo.

El Cielo es la vida eterna de Amor, en Dios y con Dios. Esa vida que nos da Jesucristo en los Sacramentos, y de manera muy particular en la Eucaristía, quiere que comencemos a vivirla ya aquí, en nuestro trabajo, en nuestra familia, en los ratos de descanso, y de agobio; en medio de alegrías y de penas, de gozos y de sufrimientos, y por eso se hace Eucaristía, alimento para nuestro vivir de cada día, en la tierra; y así vivir siempre con Él y, “por obra y gracia del Espíritu Santo”, podamos decir con san Pablo: “no soy yo, es Cristo que vive en mi”.

“Subamos al cielo con Él”. Y lo hacemos si nos sabemos mirados y contemplados por nuestro Padre Dios, que se goza de llamarnos “hijos suyos”. Mirando al “cielo”, que el Señor ha puesto ya en el fondo de nuestra alma, nos llenaremos de paz sabiéndonos “hijos de Dios en Cristo Nuestro Señor”; parte de la familia de Dios.

Los Apóstoles saben que el Señor no les abandonará jamás. Y nosotros también lo sabemos. Él lo había prometido, y lo cumple. Del Cielo ha bajado a la tierra, de la tierra sube de nuevo al Cielo. Y ya en el Cielo vuelve siempre a la tierra en la Santa Misa, en la Eucaristía: “De modo especial Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la Sagrada Eucaristía. Por eso la Misa es centro y raíz de la vida cristiana. En toda Misa está siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo” (Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n. 102).

Nos acompaña en la tierra, y nos transmite la alegría enviándonos el Espíritu Santo.

Benedicto XVI expresa el misterio de esa alegría de la Ascensión con estas palabras:

“Volvamos una vez más a la conclusión del Evangelio de Lucas. Jesús llevó a los suyos cerca de Betania, se nos dice: “Levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo” (24, 50s) Jesús se va  bendiciendo y permanece en la bendición. Sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que nos protege”. “En el gesto de las manos que bendicen se expresa la relación duradera de Jesús con sus discípulos, con el mundo. En el marcharse, Él viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios.  Por eso los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Ésta es la razón permanente de la alegría cristiana”  (Jesús de Nazaret, II parte, pág. 339).

La devoción a la Santísima Virgen -“Puerta del Cielo”- nos abrirá el camino del Cielo, en la tierra y en la vida eterna. En unión con nuestra madre Santa María, acojamos al Señor en la Comunión. Y con Ella, caminemos en la tierra, hasta que “ascendamos” también nosotros, y vivamos eternamente con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en el Cielo.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com