Tribunas

En la Cárcel, su última carta

 

 

Ernesto Juliá


Cárcel.

 

 

 

 

 

Un hombre de unos 25 años, que quería despedirse de sus hermanos y amigos, me entregó esta carta cuando fui a verle y atenderle en la cárcel para ayudarle a prepararse para su último viaje. Pocos días después de mi visita, se presentó ante el Señor. De esto hace ya algunos años.

 

“Hola, ¿cómo os va? Supongo que debéis estar todos muy ocupados con vuestras cuestiones. Veo que no tenéis tiempo para venir a hacerme alguna visita y poder charlar un rato. Siempre se agradece una buena compañía, y más en la situación que me encuentro.

Estas líneas no son para pediros que vengáis a verme. Si alguno lo hace, se lo agradeceré de todo corazón. Comprendo muy bien que no os guste tener un amigo en la cárcel, y ver a un conjunto de presos no es lo más agradable que nos puede ocurrir. Os escribo sólo para desahogarme un poco, y pediros que recéis por mí.

En estos días he comprendido porqué se puso tan serio Guillermo aquella tarde que organizamos un baile cerca de un penal. A los pocos minutos de comenzar, se fijó en unos presos que habían asomado a las rejas de sus ventanas, desde las que nos veían bailar, apenas comenzaron a oírse el rumor de los discos. Os acordaréis que le sentó muy mal, se marchó y no regresó. Lo tomamos a chacota y le llamamos de todo. Al recordar ahora todo aquello, su pena y nuestros insultos, siento unas terribles ganas de llorar.

Repito que no os pido que vengáis, aunque no me avergüenzo de reconocer que me alegraría veros a alguno por aquí. Sé que pensáis que soy plenamente culpable de lo que me pasa. Y es verdad. No os hice caso cuando me aconsejasteis que dejara la droga, y ahora podéis pensar que no os vaya con líos. Ya tengo edad para quitarme las castañas del fuego, que ya bastante os he fastidiado.

No me quejo, es razonable que sea así; pero no puedo contener la angustia de saberme aniquilado ya en vida. Hago esfuerzos para no acordarme de mi madre, y me duele, porque volver a su figura siempre me ha consolado. Ahora, el pensar en ella, en lo que tuvo que luchar para sacarnos adelante a todos los hermanos, en los sufrimientos que le he proporcionado y que nunca me echó en cara, y el ver su cadáver desfigurado por el accidente que sufrió en su última venida a la cárcel, me produce tal impresión que mis nervios no se serenan ni siquiera después de llorar un buen rato.

He pasado unos días en la enfermería. Me han llevado allí después de un tentativo de suicidio. Soy consciente de que el suicidio es una barbaridad, pero no veía escapatoria por ningún sitio, y no me encontraba con fuerza para arrastrar más tiempo lo que queda de mi cuerpo. La estancia en la cárcel me ha abatido siempre más, y pienso que hubiera vuelto a intentar suicidarme si no hubiera tenido la oportunidad de desahogarme con un cura que estaba de paso atendiendo a otros enfermos. Ya con el abrigo puesto, se paró delante de mi cama y me preguntó que tal andaba. Parecía que tenía prisa, pero en cuanto comenzamos a hablar se sentó, y se olvidó del reloj. Hablamos dos horas. Quedamos en vernos de nuevo.

Ya no os doy más la lata. Me quedan fuerzas sólo para pediros perdón. Lamento de veras que no me hayáis dado la oportunidad de hacerlo de palabra, personalmente, con cada uno. Quizá tampoco os interesaba demasiado perdonarme.  El cura me ha dicho que Dios sí lo hace, y se lo he agradecido de veras. ¿Me dejaréis también solo en el entierro?”.

 

Murió pocos días después consumido por la enfermedad. Le cerré los párpados y le di un beso en la frente, pensando en su madre.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com