Tribunas

El tercer hijo

 

 

Ernesto Juliá


Familia.

 

 

 

 

 

Se me hace algo difícil redactar estas líneas. No desearía dejar a nadie entristecido, ni añadir un gramo a la carga de pesimismo que ya soporta cualquier mortal. Si me decido a transcribir esta historia de familia -todavía por concluir- es sencillamente para revivir esa profunda comunión de vida, que debería existir entre nosotros, los mortales habitantes de esta tierra, don de Dios recibido en heredad.

Marido y mujer decidieron planear al detalle la vida de su matrimonio, sin dejar nada al azar, y tampoco a la Providencia, se entiende. Tomaron medidas para que, según sus propias palabras, "ningún hijo, perturbase la paz del hogar, durante los primeros años". Tenían ganas de "gozar algo de la vida" -siempre palabras textuales suyas-, y de concluir con éxito una serie de negocios que les darían más medios y más seguridad para afrontar la educación de los dos hijos previstos: ni uno más, ni uno menos.

Vencido el plazo establecido, se prepararon para recibir el primer hijo. La criatura, sin embargo, se obstinó en no llegar. Médicos, consultas, vitaminas, hormonas. Por un tiempo, todo fue inútil. Al fin, y cuando ya comenzaba el pesimismo de la esterilidad a echar raíces en el espíritu de los esposos, apareció una heredera. Dos años después el heredero. Aunque con un cierto retraso, el plan soñado se ponía definiti­vamente en marcha. Entre los cónyuges reinaba una cierta satisfacción, como la de quienes se sienten plenamente dueños de sus destinos.

Los mejores cuidados, un cuarto lleno de juguetes, y el comenzar a preparar la lista de los centros educativos donde los niños se familiarizarían con el saber: colegios, universidades, nacionales y extranjeras.

Aunque no estaban previstas -los niños habían recibido toda clase de atenciones preventivas de cualquier malestar, y todas las vacunas conocidas hasta ese momento, para alejar los riesgos- algunas enfermedades no pidieron ningún permiso para anunciar su carta de presentación. Unas infecciones intestinales estuvieron a punto de quebrar la vida de la heredera, y una caída curiosa mientras cabalgaba, casi deja cojo de por vida al heredero.

Al límite del tiempo, completamente imprevisto, recibido como un intruso, y nunca del todo bien aceptado, hizo su aparición un tercer vástago. Después de no pocas vacilaciones, de dudas y sobresaltos, por los inconvenientes que podría comportar hacer crecer otro hijo cuando ya sus hermanos se acercaban a la adolescencia, y después de superar un no enmascarado temor ante un nacimiento anormal, el pequeño continuó su camino, consiguió ver la luz, sano y salvo, ignaro de los peligros que había corrido su vida.

El plan sufrió algunos reajustes, pero prosiguió su marcha. No obstante la profusión de medios, las previsiones para dotar a cada hijo de un excelente futuro profesional tuvieron que ser modificadas. El índice de inteligencia y la falta de ganas para el trabajo, no permitieron alcanzar las calificaciones necesarias para estudiar las carreras previstas. Él se acomodó a comenzar "algo"; ella, decidió no intentarlo siquiera.

Los matrimonios de los hijos mayores fueron como una coronación de esta primera etapa de la vida. El gozo, por desgracia, fue breve. La cuidadosa selección del futuro yerno no impidió que ­un año después de la unión civil -el matrimonio ante Dios, en la Iglesia, les pareció demasiado comprometido-, comenzase a dar síntomas patentes de una ambición desmesurada. Con la ayuda de los consejos de un experto en estas lides, se hizo con casi todo el patrimonio de su mujer, y abandonó la familia.

La nuera y el hijo, los dos a la vez y contra todo pronósti­co, resultaron estériles. El apellido de familia se perdía irremedia­blemente. El, y después de luchar con denuedo por mantener la ilusión de vivir y de servir a los demás, acabó en una depresión profundísima. Encerrado en casa, parecía esperar sencilla y angustiosamente, entre medicinas, la hora de morir.

Las miradas de los padres, ya en sus sesenta años bien cumplidos, comenzaron a dirigirse al tercer hijo; el no-esperado; el recuperado al amor en los últimos momentos, aunque nunca bien aceptado del todo. Los estudios iban bien, de carácter afable, tranquilo, siempre sonriente. Hasta que un día, en primer año de la Universidad, habló de una posible vocación al sacerdocio.

Esto sí que no estaba en absoluto programado. El padre salió del abatimiento en el que estaba sumergido por el fracaso de los otros dos, casi exclusi­vamente para amenazar con desheredarlo si seguía adelante en su propósito. La madre se desmayó al oír la noticia y, al recobrar el conocimiento, se limitó a preguntar a su hijo si quería matarla a disgus­tos, como había estado a punto de hacer, en el mismo instante de su nacimiento.

La historia ha llegado, por ahora, hasta aquí. Abrigo la esperanza de que padre y madre puedan asistir un día, serenos y agradecidos a Dios, a la primera Misa de su tercer hijo.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com