Tribunas

Bienaventurados los mansos

 

 

Ernesto Juliá


Bienaventurados los mansos.

 

 

 

 

 

El hablar de los mansos, mujeres y hombres, es como un reguero que hace germinar los campos, sin apenas ser notado; ­es un manantial que recoge las aguas de los infinitos regatos del deshielo, y las transporta hasta la meseta, por el acueduc­to de los corazones, para calmar la sed de los hombres.

La voz de los mansos -de los bienaventurados mansos-, es voz del silencio y silenciosa, un musitar apagado, que sólo llega a quien está muy cerca del vivir dentro del corazón y en el espíritu. Y al hablar de los mansos, me quedo con la palabra clásica de los "biena­ven­turados". Llamarles dichosos -así han traducido algunos textos- me da la impresión de introdu­cir una cierta banalidad en la virtud de la mansedumbre, virtud reservada sólo a los fuertes, a los muy fuertes, que han combatido ya un sin fin de batallas en el difícil arte de vivir; y de la que el mismo Jesucristo se quiso presentar como modelo.

El título de "bienaventura­dos" anuncia un poseer en ciernes, y ya de manera permanente, la felicidad, sin mezcla de mal alguno, que germina­rá sus hondas raíces en la vida eterna.

En la ciudad se escuchan mil voceríos: los gritos de quienes inundan la calle de la propia basura recién utilizada; de quienes protestan y de los que ahogan sus triunfos en algara­bías; de quienes se pierden en estertores para imponer su "mensaje" a los débiles; de quienes blasfeman sin saber lo que dicen; de todos aquellos que quizá no alcanza­rán nunca la inigualable riqueza de gozar en silen­cio, del silencio de los hombres, del silencio de la naturale­za, del silencio de Dios.

Frente a este rumor, la voz de los mansos es el estuche de la libertad en quietud, avasallada, no diezmada; abusada y manipulada, nunca violada y siempre  cercana a la justicia. Y su voz no es "la voz de los sin voz"; porque el hablar no es pura propaga, publicidad. La vida de los hombres no se agota en una cuestión de anuncio, de imagen exterior, de mercado.

¿De dónde procede esta voz? ¿Qué corazón es tan dulce para albergar el alma de un manso? Son los que sufren y se alegran en las mil cosas de cada día; menudas a veces, casi impercep­tibles para los extraños, y siempre transcendentes. ¿Quiénes son?

Quienes se alegran casi con el batir de las alas de los pájaros, o con el silbido amoroso del vientecillo de poniente. Quienes se contentan con un gesto sencillo de agradecimiento, porque tienen la conciencia de que estar en este mundo es un don de Dios, inmerecido; y ellos son de quien dice la Escritura que "el mundo no era digno de albergarlos".

Quienes no desean ser de peso a nadie en esta vida, que no osan exigir y agradecen todo lo que reciben; y con su mirada amorosa parecen pedir permiso para caminar, como si no tuvieran ya concedido el habitar la tierra, ellos, que la heredarán.

Quienes anhelan pasar la vida casi sin ser notados, sin esperar nunca una gran cosecha, sembrando apenas pequeñas simientes de plantas a lo largo e los caminos, que se convier­ten después en graneros repletos. Los mansos no piden angustio­samente ayuda, quizá porque no saben que al pedirla pueden ser la salvación de quien la da: los brazos que sostendrían su peso, se quedarían atrofiados si permanecieran vacíos. Y, a la vez, lloran cuando sólo pueden hacer el servicio de su amistad y de su afecto a quien recurre a ellos.

Ningún libro de historia narra el vivir de los mansos. En sus páginas se suceden acontecimientos notorios y gestas insignes que algunos dicen que han dejado una huella honda y duradera en la marcha de la humanidad. Descubrimientos geográ­ficos y científi­cos; combates de todos los tipos, modelos y colores. Y cada hazaña guiada por la mente y el corazón de ­alguien que aparece como un aprendiz de héroe, entremezclado con listas de dinastías, de presidentes, de primeros ministros, etc.. Los mansos están excluidos, son los grandes "margina­dos".

¿Existen, de verdad, gigantes a lo "Atlas" que soportan ellos solos el peso de la historia de los hombres? Yo lo pongo decididamente en duda, al ver renacer cada mañana ese silencio­so ejército -quizá no es la palabra más adecuada, aunque la guerra diaria que combate es la que da sabor a nuestro vivir- de mujeres y hombres mansos que ya poseen la tierra y le dan su aroma.

La voz de los mansos toma tonos de alegría y de dolor; a veces con una pena que rasga el alma, y con bálsamo que no deja sin curar la herida.

¿Quiénes son? La madre que sufre en silencio la espera del hijo drogado, y soporta en ansiedad mil historias que su imaginación hilvana, una tras otra, sobre la suerte de aquel ser que un día fue la alegría de su fecundidad, y su coopera­ción a la obra creadora de Dios.

El abuelo que se arrastra por las calles en una silla de ruedas, pidiendo disculpas a la marea de los coches que avanza en dirección contraria, el cuerpo deforme de su nieta cerebro­lesa; y que se siente pagado por la sonrisa de una boca que ha perdido ya sus dientes.

La madre que ve regresar al hijo, contento y orgulloso, después de haber superado los últimos exámenes, y ve abiertas las puertas de su trabajo profesional. Y el padre que se hace fuerte ante la muerte prematura -¿es realmente, alguna vez, prematuro el morir?- de un hijo.

El hombre joven que sabe rehacerse, sin odio y sin rencor, enriquecido en su sabiduría, después de recibir con serenidad la sentencia condenatoria en un pleito injusto. Porque también es más fuerte la mansedumbre que la injusticia.

La mujer que consigue sonreír, al abrir la puerta de su casa, camino de la oficina, después de pasar la noche entre las quejas de su madre y de su hija enferma.

¿Habría frutos en los campos, flores en los jardines, paz en la tierra, sin la sonrisa y las lágrimas de los "bienaventu­rados mansos"?

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com