Opinión

Urgencia de paz y reflexión

 

 

José Antonio García Prieto Segura

Cristo en casa de Marta y María.
Johannes Veermer (1654-56) Edimburgo.
National Gallery of Scotland.

 

 

 

 

 

Aunque eso de casar la urgencia con la paz suene a oxímoron, se diría que lo pide a gritos tanto movimiento y agitación como nos rodean.  El dinamismo de la vida con las preocupaciones que acarrea, y la no menos pujante dinámica de las redes sociales con sus ajetreos y continuo torrencial de noticias, nos envuelven como si fueran olas embravecidas prontas a engullirnos.

Basta un corto viaje en el metro o en el autobús, para comprobar que la inmensa mayoría de los viajeros, lejos de mostrar una actitud serena y distendida, están como hipnotizados e inmersos en sus respectivos móviles, agitándolos de continuo -a juzgar por el incesante movimiento de sus dedos- hacia sabe Dios qué procelosos mares. Y esas inmersiones compulsivas en las redes, lejos de contribuir a serenar los ánimos terminan añadiendo leña al fuego, porque impiden un espacio interior de silencio, siempre necesario para alcanzar paz y sosiego.

Viene a cuento esta introducción porque, pensando ya escribir algo sobre la serenidad interior, he leído una entrevista al Dr. Valentín Fuster, cardiólogo de fama mundial, asentado en New York desde hace casi medio siglo. En varias de sus respuestas, ponía el dedo en la llaga del mal que nos aqueja y que, justamente, era mi intención abordar aquí: cómo combatir las urgencias e inquietudes que frecuentemente nos zarandean, motivadas por las dificultades que nos plantea la existencia. El Dr. Fuster, después de una vida dedicada a la investigación, aludía a su actividad actual como divulgador, en la línea de educar actitudes y comportamientos en un mundo tan vulnerable como el nuestro. “Y lo primero de todo es cuidarse -decía-. Cuando uno está estable consigo mismo es cuando puedes hacer algo por la sociedad”.

Para empezar, pues, la estabilidad interior frente a la agitación y remolinos del mundo. Y, enseguida, la pregunta obligada: “¿Cómo logró usted llegar a esa estabilidad personal de la que habla?”. Su respuesta rezuma sentido común: “De entrada, uno tiene que ser realista. De lo contrario, entras en una depresión brutal. Utilizo una palabra que no es apetecible, pero que es una realidad: todos somos supervivientes. La vida es dura. Lo importante es cómo se maneja. (…); todos pasamos por situaciones que no nos gustan y es cuestión de estar preparado. La madurez personal, la resiliencia, es ir contracorriente, luchando para que las olas no te venzan. Para ello se necesita entereza física, entereza mental y una cierta actitud.”

Y sobre esa base de realismo, en sucesivas respuestas, aconsejaba poner en práctica lo que llama “sus cuatro ‘tes’: son cuatro palabras que comienzan por la letra “t” y apuntan a modos de conducta para conseguir madurez interior. Solo mencionaré la primera, cediendo de nuevo la palabra al Dr. Fuster: “Es mi fórmula personal. Yo me paro quince minutos cada día a pensar: ‘tiempo’ para reflexionar”. Y más adelante completaba así esa convicción:

“Tenemos que ser una sociedad mucho más reflexiva. El problema hoy es que uno llega a su casa, pone la televisión y luego se va a dormir. Hay que empezar a moverse, no dejarse llevar. Tenemos que enseñar a la gente a reflexionar.”

“Tienes que pararte a pensar quién eres y a dónde vas. Si no, va a devorarte lo tecnológico o la inteligencia artificial. Para ser humano, has de meditar qué quieres en la vida y cuál es tu objetivo. No puedes depender como una ruleta de todo lo que tienes alrededor.”

Concuerdo plenamente con las anteriores reflexiones y, al mismo tiempo, considero necesario destacar la dimensión trascendente que encierran porque, desde una visión cristiana de la vida, el sosiego y la serenidad interiores “enlazan” con la finalidad querida por Dios para nuestra existencia. Este objetivo divino es que, en medio de las vicisitudes terrenas, deseemos compartir su vida de amor, en cuya Trinidad de personas reinan gozo y sosiego. No es utopía: Dios nos llama a hacer realidad ese objetivo de unir el trabajo y todas las ocupaciones y vaivenes de este mundo, con la anhelada paz interior.

Para esto, el camino comienza por pararse “quince minutos” diarios frente al torbellino del mundo, como decía el Dr. Fuster. Esto, en lenguaje cristiano se llama “hacer oración”, abrirnos al diálogo con Dios que nos espera, para tratar con Él nuestros anhelos e inquietudes. Lo razonable de pararse y meditar dónde vamos -más que dónde somos llevados por el ajetreo de la vida-, enlaza con la dimensión trascendente de conversarlo todo con Dios.

Un conocidísimo pasaje evangélico ilustra lo dicho hasta aquí. El Señor está en casa de unos amigos: Lázaro y sus hermanas Marta y María. Mientras María escucha y conversa tranquilamente con Jesús, Marta trabaja a brazo partido porque “andaba afanada en los muchos cuidados del servicio” (Lc 10, 40). Y ante la comprensible queja pidiendo que su hermana le eche una mano, recibe esta respuesta del Señor: “Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada” (Lc 10, 42). Quizá estas palabras le provocaron unos instantes de desconcierto; pero conviene reparar en que Jesús no le dijo que estuviera perdiendo el tiempo, ni que sus esfuerzos fuesen inútiles, o que dejara ya su tarea, etc. No, nada de eso, porque era muy bueno y un servicio inestimable cuanto hacía; pero su modo de trabajar dejaba mucho que desear, porque era fuente de turbación e inquietudes, y carecía de la serenidad que solo proviene de estar permanentemente abiertos a la mirada y al diálogo con Dios: justo lo que estaba haciendo su hermana María. Era una llamada clara a la necesidad primordial de cimentar toda su actividad en una motivación de amor divino –“una sola cosa es necesaria”-, que enriqueciera la obra que estaba realizando y no convertirla en fuente de agobios.

En modo alguno, por tanto, se trata de huir del quehacer y exigencias que la vida y el trabajo diario conllevan. Pero sin privarlos de esa motivación superior que les dé toda la riqueza querida por Dios: una trascendencia que revierte en favor nuestro y nos serena en la travesía de la vida.

Es de sabios “pararse” a diario para escuchar, frente al griterío del mundo, la llamada que Dios nos ofrece en el diálogo de la oración, y suavizar así las inquietudes que, de otro modo, nos agobian y roban la paz. Una llamada divina con tonalidades musicales -me atrevo a decir-, merecedora de continuar estas reflexiones con un título que bien podría ser: “La música de Dios”.

 

 

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