Tribunas

El novio de la abuela

 

 

Ernesto Juliá


Una pareja de personas mayores.
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La vida de los hombres y de las mujeres sobre este planeta tierra -y es una consideración que se me ocurre con frecuencia, y de la que se puede sacar buen partido-, es mucho más rica, variada, creativa, interesante, que los frutos de cualquier imaginación, por muy artística e ilimitada que sea. Sólo la vida es inagotable, también en sus sorpresas.

La protagonista de esta "sorpresa" es la madre, entonces viuda, de un conocido mío, y los hechos tuvieron lugar hace ya algunos años.

Uno de los nietos me dio la doble noticia: él había superado el primer examen de las oposiciones en las que llevaba metido desde hacía tres años, y la abuela había salido en “viaje de novios” a un pueblecito tranquilo de las montañas de Santander.

Ninguno de los dos acontecimientos me hizo pestañear. El primero venía a ser como el merecido consuelo por años de esfuerzo denodado; y el segundo, no era más que la conclusión lógica de unos hechos que habían comenzado a madurar año y medio atrás.

El noviazgo había comenzado con una llamada de teléfono. La voz era la de un abogado en ejercicio y con cierto renombre en su ciudad, compañero de estudios universitarios de la abuela. Los dos se habían encontrado en las aulas madrileñas en tiempos en los que la presencia de las mujeres en la Universidad era apenas notada.

Este abogado preguntaba, con un cierto temblor y algo cortado, si la señora... vivía allí. "¡Abuela, al teléfono!", gritó una niña de siete años, recepcionista de ocasión. La abuela tardó tiempo en situarse: la voz no le sonaba, el nombre tampoco le era demasiado familiar, aunque algo debería quedar allá en los recovecos de la memoria.

Sesenta y un años, que en los tiempos actuales no asustan a nadie. Con no pocos partidos de tenis en su haber, antes y después de casarse, la abuela había repelido ya con éxito las agresiones de tres "tironeros", subía con agilidad al autobús, echaba una carrerita si era preciso, aun con zapatos de tacones de media altura, y no se perdonaba un refresco con algún hijo, hija o nieta, después de la Misa del Domingo. Su voz sonaba clara y contundente cuando era preciso llamar la atención a alguien.

El abuelo, con apenas cincuenta y siete años había fallecido ya diez años atrás. Un infarto con la única secuela de la muerte dejó atrás de un golpe, y en apenas media hora, treinta años de matrimonio muy bien llevados. Con seis hijos -dos en trance de casarse, y los otros cuatro terminando estudios - la abuela no había tenido más remedio que concentrar todas sus fuerzas, echar cuentas, recomenzar gestio­nes, ponerse al frente de la casa, y olvidarse de casi todo lo demás. Durante algunos años, ninguna de sus amistades volvió a verla en la ópera, ni en el teatro, ni en ningún otro lugar de diversión o esparcimien­to.

El novio, por lo visto y por lo que comentó después, no había llegado a enamorarse nunca de verdad, y hasta entonces, de ninguna mujer. Tan buen abogado como hombre tímido en la vida de relaciones sociales, apenas si alcanzo a salir más de un mes en diferentes ocasiones con dos o tres conocidas y, en vista del débil entendimiento que consiguió establecer, ya no volvió a probar fortuna. Prefirió no exponerse a ningún riesgo más de compartir su vida con cualquier otro ser humano.

Y lo que son las cosas. Una mañana abrió el libro de texto de derecho penal usado en la universidad, y se encontró el recordatorio de la boda de un compañero de carrera, y en el reverso de la invitación, un nombre: el de la abuela. De entrada, no unió el nombre a ningún rostro; recordó además que en su curso había al menos tres mujeres con el mismo nombre. Repasó los apellidos y, tras algunas vacilacio­nes, reconstruyó en su imaginación el rostro de la abuela; y como una corriente eléctrica de baja tensión le recorrió el cuerpo. El corazón estaba vivo.

Después de comer en solitario, como había hecho toda su vida, se dio un paseo por un parque cercano. Aquella tarde no paró su mente en los asuntos del estudio que debía resolver con cierta urgencia. Su cabeza se vio envuelta en el recuerdo. Sí, aceptó, en la Universidad se había fijado con cierta atención en la mirada de la abuela; había cruzado con ella algunas palabras, asistido a unas fiestas de fin de curso.

En algún momento estuvo a punto de decidirse a dar un paso que podría haberle abierto otros horizontes. Su timidez le detuvo; los estudios concluyeron, y cada uno siguió adelante por su propio camino, y no volvieron a encontrarse más.

La abuela, de inmediato, no concedió mayor importancia a la llamada. Pocos días después se turbó, hasta ruborizarse, al darse cuenta de que continuaba dando vueltas a la imagen del entonces estudian­te, que volvía a irrumpir con fuerza en su vida. Y pidió ayuda a Santa María para llevar con calma la tribulación en que se encontraba sumida, un poco avergonzada de descubrirse así en plena juventud.

El abogado tardó poco tiempo en dar con el domicilio de la abuela. Preguntó por ella a algunas colegas de la ciudad -la suya estaba al otro extremo de la península-; y, aun después de tener en la mano el teléfono, necesitó otra semana más de titubeos hasta decidirse a llamar. Al regresar a su ciudad tras el primer encuentro se emocionó hasta las lágrimas y, sin pudor alguno, admitió que se había enamorado.

La abuela, a punto de quedarse sola en la casa, su último retoño estaba preparando ya la boda, recibió la aprobación de todos sus hijos e hijas. Nadie habló de nuevas ramas en viejos troncos, ni de locura colectiva.

El matrimonio se celebró con sencillez. Yo recuerdo todavía la emoción del novio al poner el anillo a la abuela, después de haber dicho los dos "Si quiero" ante Dios.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com