Opinión

Acerca de la Ancianidad

 

 

Juan Carlos Aguilera


III Jornada Mundial de los Abuelos y de los Ancianos.

 

 

 

 

 

Fue san Juan Pablo II quien afirmó que la ancianidad es una etapa natural de la existencia y que debería ser la coronación, perfección y plenitud de esta. Tal visión supone que la ancianidad sea comprendida como una etapa que tiene su valor particular en el seno de toda vida humana y requiere, por tanto, una concepción de la persona. En este sentido se puede considerar la vida como un don y también la ancianidad. “La vida es un don que a pesar de la fatiga y el dolor es demasiado bello y precioso para que nos cansemos de él”.

Tal perfección y plenitud se puede dar en el tiempo porque la persona es un ser que vive en el tiempo. Homo viator, que viaja en el tiempo. Los antiguos, como nos recuerda el querido y ya fallecido maestro Abelardo Lobato, en un escrito denominado Ancianidad y contemplación, distinguían siete etapas de la vida humana conforme al paso del tiempo: infans, puer, adolescens, juvenils, homo maturus, senex, senium. El tiempo pasa inexorablemente y el hombre, nace, vive y muere. Advertimos así que hay una serie de etapas que la persona masculina y femenina, que permaneciendo siempre la misma, aunque nunca lo mismo, debe atravesar y libremente aceptar, hasta la culminación de la vida, entendida como plenitud. La persona anciana, aunque no es libre de envejecer, lo es en el modo de asumir, aceptando o rechazando tal realidad. O, mejor dicho, aceptando o rechazando, libremente, lo que es.

Romano Guardini, en una obra breve, llamada La aceptación de sí mismo, sostenía que lo decisivo en la vida humana consiste en aceptar el propio ser, con sus condiciones y en todo su alcance. Hay que aceptar la propia vida como un don que se nos otorga en el origen y como un obsequio que debemos hacer gustosamente, al final, a Quien nos la dio.

Este recibir agradecidamente la vida en cada fase de esta nos lleva a conceder a cada momento de la existencia su debido valor. El valor de la existencia humana radica en su capacidad de crear vínculos, establecer relaciones de amistad, ámbitos de convivencia. De esta forma crece el hombre y se desarrolla personalmente. Tal desarrollo debe realizarse en todas las etapas de la vida, no sólo en la niñez y juventud, sino también en la edad madura e incluso en la vejez y la senilidad. Serenidad, alegría, sabiduría y amor es un resumen existencial de la ancianidad vivida con sentido trascendente.

 

 

El tiempo pasa nos vamos poniendo viejos
el amor no lo reflejo como ayer.

 

 

Dice esa nostálgica y poco realista canción. La distinción vejez, ancianidad, me parece que explica el modo en que el tiempo pasa, deja huella y es vivido por la persona. Propongo que la vejez sea entendida como el paso del tiempo en el hombre y mujer que nos convierte en añosos. La ancianidad, en cambio, sea entendida como ese tono de humanidad, sabiduría y amor, fruto del modo en que se ha vivido el tiempo de una manera perfectiva y fecunda. En cierto sentido, es la vieja cuestión acerca del llamado tiempo Chrónos y Kairós.

Como es sabido el tiempo Chrónos es el paso inexorable de las horas, los días, los años, medidos por el reloj y el calendario. En cambio, el tiempo Kairós consiste en el modo en que vivo ese tiempo Chrónos, es la vivencia del tiempo, conforme a mi interioridad. Una hora esperando en el andén del tren a la amada, puede convertirse en una eternidad. Remite a la subjetividad del tiempo vivido y también el tiempo adecuado para llevar a cabo cualquier acción. Aunque Kairós, hay que decirlo, también tiene un significado teológico del que aquí no vamos a hablar.

Pero la vivencia del tiempo supone avanzar más allá de lo físico (Chrónos) y psicológico ético (Kairós) para abrirse a lo libre, lo ético o moral. Daniel Innerarity, en un texto breve pero profundo que llamó: Las virtudes del tiempo, dio paso a la consideración ética de aquel. En dicho texto propuso que la paciencia, la constancia, incluso la elegancia, son virtudes que tiene relación, justamente, con el tiempo. Se puede decir que tales modos de ser consisten en la perfección de la persona en orden al tiempo. Y, en tal perspectiva, la ancianidad podría caracterizarse como la expresión vital y existencial del modo en que los años, no solo pasan, sino que han sido apropiados vitalmente. Y, junto con ello, esas características distintivas de la ancianidad, como la paciencia, la serenidad y la elegancia, serían el fruto de las huellas del tiempo en la persona anciana.

Quizás por eso se ha afirmado que la sabiduría consiste en el arte de vivir el propio tiempo y el tiempo de los demás. En el fondo se trata de saber que hay un tiempo para cada cosa y cada persona. Como enseña san Juan Pablo II, los ancianos viven “la época en la que disponen de mucho tiempo, e incluso de todo su tiempo, para amar el entorno habitual u ocasional con su desinterés, una paciencia y una alegría discreta, lo que tantos ancianos dan ejemplos admirables.”

Pues bien, lo que hemos sembrado en nosotros a lo largo de nuestra existencia, con el tiempo se intensifica y tiende a manifestarse.  Así, el cinismo del viejo, el mal carácter, la mañosería, la rigidez, el mal genio, por ejemplo, resultan del desprecio del tiempo, de no haberlo vivido. Una mirada agria y desconsolada de la realidad, no es patrimonio característico de la ancianidad. En el fondo se trata de no haber tomado en serio la vida, de no haberse hecho cargo que vivir no es un juego. Más bien, comporta una dificultad que tiene que ver con el tiempo.

Tal vez por eso Innerarity distinguía tres tipos de dificultad que hacen referencia a las tres virtudes profundamente humanas que ya hemos referido. La paciencia como la virtud de la dificultad inevitable, la propia de la dificultad sostenida es la constancia y la elegancia es algo así como la dificultad disimulada. Nunca mejor dicho.

El entramado de estas virtudes del tiempo, entendidas en un sentido propio, como una síntesis del tiempo.  Cultivan el carácter de la persona con el ritmo adecuado de la lentitud humana que es distintiva del hombre y especialmente del hombre sabio, del anciano. Quizás ésta sea la huella del tiempo, más profunda que las arrugas, del paso de los años que adecuadamente vividos permiten que florezcan, en el atardecer de la vida, esas magnificas virtudes que han modelado el carácter para que esplenda en el anciano un modo de ser entrañablemente amable.

Y, es que una bella ancianidad es fruto de una bella vida. En la ancianidad adquiere valor la lentitud y conciencia de la finitud y limitación del tiempo. Pero con una vida llena de significado, lentitud y finitud temporales generan el sosiego tan característico de la ancianidad. Así, la huella del tiempo puede dejar en nosotros un reguero de sabiduría, como recuerda Miguel-Ángel Martí, en el interesante texto: El tiempo su paso por la existencia humana.

Sin embargo, el hombre es capaz de superar el tiempo. Por eso, hay que decir que si bien el anciano está en el umbral de la muerte. Con la muerte no está dicha la última palabra, en virtud de que el hombre trasciende el tiempo y se abre a la eternidad.

La ancianidad es una etapa terminal de la vida. Considerada desde la antigüedad, en las más diversas culturas, indisolublemente unida a la sabiduría. Sabiduría entendida en el sentido de que al sabio las cosas le saben cómo son, esa especie de connaturalidad con la realidad vivida. Sin embargo, como hemos advertido, el inexorable paso de los años no es garantía alguna de sabiduría. Algunas personas añosas, por los motivos que sean, desde épocas remotas de su biografía, nunca aprendieron a vivir su propia existencia y así para ellas los años no simplemente pasan, también pesan. Y la vejez se tiñe de una especie de cansancio existencial. El que se explica por ciertos vicios o enfermedades del alma, como el aburrimiento, acedia o tedio vital.

La vida es tarea, depende de cómo haya sido emprendida y desarrollada, así será la ancianidad. Los frutos de lo sembrado aparecerán en nosotros, y en nuestras diferentes dimensiones o bienes existenciales que constituyen nuestra vida, tales como la familia, la amistad, la cultura, el trabajo, la vida cívica.  En este sentido, tenía razón Baltazar Gracián cuando afirmaba que el hombre es como los vinos: la edad agria los malos y mejora los buenos.

La ancianidad es una etapa de plenitud en el sentido de la intimidad, interioridad y espiritualidad personal. Mientras el cuerpo se debilita, el espíritu se robustece, algo así como ocurre en la biografía del matrimonio. Hay una sabiduría y riqueza que el anciano posee y que se ha fraguado en la experiencia fontanal en el pasado.

Tantas primeras vivencias que se han marcado a fuego en el alma del anciano: el primer amor, el primer hijo, la primera perdida de un ser amado, el primer fracaso, dolor y sufrimiento vividos. En cierto sentido el anciano con su sabiduría tiene un carácter inaugural, ese volver a la primera vez que todo ser humano vive. Por eso me parece que el sentido y valor de la ancianidad está en el hecho de que nos enseñan a ser humanos, son los patrimonios vivos que sirven de espejo para ser nosotros mejores personas. Aquí se funda el carácter de consejero, de Senex. No es irrelevante traer a colación que Senex es la raíz de Senatus, el lugar donde se deliberan y se aprueban las leyes, lugar de los ancianos, de los consejeros sabios y prudentes. Aunque hoy desafortunadamente, al parecer, no sea así.

Romano Guardini en Las edades de la vida, resumen las características de las personas seniles que el conocerlas resulta una verdadera bendición: En ellas se ha remansado una larga vida. Han hecho su trabajo, han dado amor, han pasado por el sufrimiento que les ha tocado, pero todas esas realidades están todavía ahí en su rostro, en sus manos, en su actitud y siguen hablándonos con su vieja voz. Éste es un logro de esas personas mismas: gracias a su aceptación siempre renovada de lo que no se puede cambiar, a la bondad que sabe que también los demás cuentan y que intenta hacerles la vida más fácil, al convencimiento de que perdonar es más valioso que querer tener siempre razón y la paciencia más fuerte que la violencia, y a que han comprendido que una vida callada es más profunda que la altisonante.

El anciano ha transitado por todas las etapas de la trayectoria vital y por ello está en la situación privilegiada de contemplar lo realizado. La ancianidad es el fruto de la vida, de los actos realizados, de los sueños, aspiraciones, dolores y sufrimientos, los fracasos, las envidias y los amores. Todo lo cual va confirmando y conformando el carácter de la persona que se ha ido configurando, eligiendo quién ha querido ser.

Vista brevemente la ancianidad en su hondura antropológica y el valor que tiene en sí misma para el hombre. Hay que recordar que los ancianos, «en la vejez seguirán dando frutos, que están llenos de savia y verdor”. Entonces, la ancianidad así entendida, como coronación de la existencia de una vida cuya gramática y narrativa han estado llenas de un sentido trascendente. La serenidad, sosiego, alegría, sabiduría y amor, se hacen vida, en esas palabras inspiradas que afirman de manera gozosa que “la corona de los ancianos son los hijos de sus hijos”.

Y así, cuando el anciano al término de su existencia sea llamado al examen final que san Juan de la Cruz lo ha descrito con tan bellas palabras, al afirmar que en el atardecer de la vida seremos examinados en el amor. Dicho examen será superado en la medida que los constitutivos nutricios de la existencia del anciano, sabiduría y amor hayan configurado una vida lograda. Entonces aquel, habitará en el remanso de la eternidad, es decir, contemplando al Amor.