Tribunas

Mama: es tiempo de sonreír (I)

 

 

Ernesto Juliá


Jesucristo.

 

 

 

 

 

Esta carta es una historia dura, amarga y dolorosa, sin dejar en ningún momento de ser dulce. Concluida en el hijo hace años, y viva aún –y quizá siempre- en el corazón de los padres. No me hubiera animado a remover esa pena, si no supiera que el dolor por la muerte de aquel hijo de diez años estará siempre latente, hasta que un día, más allá del tiempo y de lo efímero, se realice el milagro y la pena se convierta en gozo.

Me limito a dejar a disposición de esa voz infantil, interrumpida por la muerte, mi corazón y la pluma, y hacer posible así que su propio espíritu se vierta con suavidad en el alma de sus padres.

“Queridísimos mamá y papá; aunque en el Cielo no llevamos cuenta de los aniversarios, y el tiempo no se esconde entre los días y las noches, hoy he recordado que hace ya cinco años que os dejé. Vosotros no tuvisteis más remedio que dejarme marchar.

La razón de estas letras es muy sencilla. Aunque han debido suceder muchas cosas en este tiempo, continúa llegando a mis oídos el eco de vuestro dolor y de vuestra pena cuando pensáis en mí. Y yo quiero que, si lloráis por mí, sea de alegría y no de angustia.

Papá, mamá, también para vosotros ha amanecido el tiempo de sonreír. Habéis perdido un hijo, y no me veréis de nuevo en carne y hueso en medio de la familia; pero yo sigo ahí, de alguna manera, en casa y no sólo como ausente. Yo no soy esa criatura de diez años, ya en punto de muerte, que aparece en la fotografía que conserváis en la sala de estar entre el resto de vuestros hijos. Yo no os miro ahora con la cara seria de la enfermedad sino con la sonrisa de la vida eterna que ya gozo, y que me gustaría conseguir transmitiros con estas líneas.

Lo pasé muy mal, mamá, lo reconozco, a lo largo de esos tres años que tú y papá luchasteis para que el tumor detuviera su avance. Yo no sabía con claridad lo que me pasaba, ni si alguna vez terminaría el tormento. A veces no podía aguantar más y me quejaba, aunque sabía que así sufríais más vosotros. Perdóname, mamá, pero no tenía más remedio: diciéndotelo, hablando contigo, te tenía más cerca, desaparecía el miedo, y el dolor físico se aguantaba mejor.

Quizá no os disteis cuenta, pero yo os miraba de reojo siempre que entrábais en mi habitación. Y no perdí detalle del baile de vuestras miradas cuando la doctora, después de la primera intervención en la que me extirparon un pulmón, os dio ánimos asegurándonos que podría vivir perfectamente con el pulmón que me quedaba.

Pocas semanas después, el resultado de otro análisis fue que el pulmón sano ya estaba también con metástasis no obstante las sesiones de quimio y de radio a que me sometieron.

Sé que estabais dispuestos a ahorrarme cualquier dolor, que pasaríais de nuevo cualquier sufrimiento inimaginable si me lo evitabais a mí; pero no estaba en vuestra mano trasladar el tumor de mi cuerpo al vuestro. Al final, concedisteis el permiso para que volvieran a operarme; y yo me di cuenta que hubierais hecho lo imposible para poneros en mi lugar, sin comprender por qué Dios permitía que yo padeciese tanto.

Aproveché ese momento de desconcierto para pedirte un regalo: hacer la Primera Comunión. Te sorprendiste de que yo pensase en eso en aquella situación, pero a mí me pareció normal. Si me moría, vería a Jesucristo, ¿por qué no verlo en el Cielo después de haberlo recibido en la tierra?

Tuvimos que retrasar unas fechas la operación. Los médicos me miraron un poco extrañados, sin atreverse a negar una voluntad semejante en un niño en esas condiciones. ¡Cuánto te agradezco, mamá, todo el cariño que pusiste en la ceremonia; y cuánto me ha servido para reconocer a Jesucristo cuando me dio el beso de bienvenida al Cielo!” (continuará).

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com