Opinión

Olimpíada de la vida y su “carrerilla” final

 

 

José Antonio García Prieto Segura

Corredores en la última vuelta.

 

 

 

 

 

No es la primera vez que el comentario de un lector sobre un precedente artículo me da pie para volver sobre el tema y tratar algún aspecto más. En “La Olimpíada que continúa”, a propósito de los Juegos Olímpicos de París, me había referido, al carácter de olimpíada que tiene nuestra vida, recordando el símil de san Pablo en su carta a los corintios. Los animaba a poner en el seguimiento de Cristo, el mismo empeño que muestran los atletas, sin ahorrarse esfuerzos ni empeño para alcanzar la meta final y el ansiado galardón.

Entre los comentarios recibidos, uno me gustó especialmente por dos razones: primera, porque provenía de un fraternal amigo conocido desde hace más de medio siglo, y haber sido en su juventud un gran atleta, lo que le da cierta autoridad. En la década de los 60 fue dominador absoluto, en España, del salto de longitud y del triple salto.

Entre sus abundantes títulos, figuran tres medallas de oro en los Juegos Mediterráneos de 1963 y 1967; otros dos oros en los Juegos Iberoamericanos de Madrid 1962; y participó también en los Juegos Olímpicos de Roma 1960, Tokio 1964 y México 1968. Más de un lector habrá adivinado que hablo del donostiarra Luis Felipe Areta: “Pipe”. En Roma, precisamente, en los primeros años 60 donde yo vivía por entonces, tuve ocasión de conversar frecuentemente con él, mientras se preparaba allí con vistas a la olimpíada de Tokio.

Pero hay una segunda razón, más importante aún, por la que me gustó su comentario y es la que, junto con otro hecho que enseguida expondré, ha suscitado estas líneas. Después de hacer un cumplido al artículo, Pipe concluía: “Y aquí seguimos, cogiendo ‘carrerilla’ de impulso para el último salto… Un abrazo bien fuerte”. Ver esos tres puntos suspensivos después del “último salto”, e imaginarlos como símbolo del tiempo que nos concederá el Señor hasta ese final en la carrera de nuestra vida, todo fue uno.

El tiempo para coger “carrerilla” y dar un buen salto cuando nos llame; y tiempo que es, a la vez, como tramo final cuya longitud debemos dejar enteramente en manos de Dios, sin acortarla por propia y exclusiva voluntad, porque la vida es un don recibido de Él a través de nuestros padres, y no plena y absoluta propiedad nuestra. Por eso, “el aquí seguimos” de Pipe, se podría completar con: “hasta que Dios quiera”, y no hasta que quiera yo.

Que nadie piense, por lo dicho, que nuestro atleta esté “en las últimas” o poco menos: me consta que sigue trabajando con el ánimo juvenil con que ganó medallas. Y aquí, sin más, podrían concluirse estas líneas, pero un hecho inesperado me ha llevado a prolongarlas: justo al día siguiente del correo de Pipe, en la sección de “Cartas al director” de un periódico, atrajo mi atención una cuyo título era una sola palabra: “Eutanasia”; y su contenido el extremo opuesto a lo escrito hasta aquí.

Comenzaba, sin más preámbulos, con esta rotunda declaración de principios: “El dueño de mi vida soy yo y nadie más que yo. Ninguna religión, fuerza política o científica puede interponerse ante mi deseo de acabar con mi existencia en el momento en que yo desee hacerlo por la causa que sea”. Concluía con una exigencia perentoria: “La clase política tiene la obligación de suprimir todas las trabas legales para que se haga realidad mi deseo”.

Por motivos de espacio renuncio a un comentario detenido de la carta, huérfana, por otra parte, de todo argumento que no fuese la declaración y deseo personal del autor de acabar con la propia vida cuando solo él quisiera. Al citado pasaje inicial seguían estas palabras: “No tengo que dar explicaciones a nadie ni nadie debe pedírmelas. Mucho menos impedirme realizar mi voluntad cuando llegue ese momento”.

Pedía después, que le facilitasen los medios para quitarse la vida, “cuando yo crea conveniente. Una cápsula, por ejemplo, que acabe con mi vida sin dolor y de modo fulminante”. Y apoyaba este deseo en una motivación más que dudosa: “Por la falta de una solución de este tipo mucha gente se ve obligada a quitarse la vida de un modo dramático y poco digno”.

Sentí su lectura como un mazazo en el corazón. Pensé súbitamente, con sincero dolor, en la persona de carne y hueso y en su lacerante situación interior que le había llevado a escribir tales cosas. Enseguida me vinieron a la cabeza razonamientos y puntos de vista que, de haber podido hablar con su autor, le hubiese ofrecido para que revisara y tal vez corrigiese sus deseos tan triste y crudamente expuestos.

Pero al no ser posible esto, mi principal ayuda como creyente, ha sido y lo sigue siendo, pedir al Señor por él: que reciba luces humanas y sobrenaturales -no están reñidas entre sí- para que razonablemente pueda cambiar de opinión. Al escribir estas líneas compruebo -con relativa sorpresa- que hoy aparece en el periódico una nueva carta, con el mismo título “Eutanasia”, pero de signo contrario a la que comento, y que ofrece razones válidas para rechazar esa práctica.

Debo añadir que mi experiencia en el trato con personas -y no son pocas- que se encuentran en el tramo final de su vida, el de la “carrerilla para el último salto”, es que todas ellas lo van recorriendo con bastante serenidad, aunque no les falten tampoco pequeñas batallas. Ratifica esto mismo la prolongada experiencia de un amigo y prestigioso médico especialista en cuidados paliativos, autor de varios libros sobre el tema.

Este puntero de la medicina en esa especialidad niega rotundamente lo que afirmaba el autor de la carta: “mucha gente se ve obligada a quitarse la vida de un modo dramático y poco digno”. No faltan casos, pero en modo alguno es “mucha gente”.

La realidad dice claramente todo lo contrario: cuando la persona está rodeada de eficiente atención médica que suprima el dolor si es que aparece, y también de cercanía humana por parte de la familia y del personal sanitario, sus deseos no están por la eutanasia ni muchísimo menos, sino por los del atleta olímpico: llegar a la meta en el momento que Dios quiera, sabiendo que Él cuenta también con los esfuerzos humanos para ayudarnos a dar el último salto. Así lo deseo, cuando llegue el momento, para Pipe y el autor de “Eutanasia” que me han dado pie para escribir estas líneas y, también por supuesto, para todos sus lectores.

 

 

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