Tribunas

¿Desvinculados y desarraigados? No, por favor

 

 

Antonio-Carlos Pereira Menaut


Familia.

 

 

 

 

 

El pasado 16 de febrero, El Diario.es publicaba un artículo sobre la conveniencia de cortar con los padres. Al día siguiente Javier P. Martín en El País hablaba de acabar con el mito de los amigos para siempre. Los lectores ingenuos entendíamos que esos eran los mayores problemas en 2024. Prescindamos de en qué medida los autores describen o proponen: ambos reflejan una tendencia a debilitar los vínculos interpersonales ya vieja en los países más adelantados.

E. Waugh en The End of the Battle menciona como novedad, en 1943, que en Inglaterra los divorciados quedasen en relaciones amistosas y dice que ya sucedía en USA. Después vendría “the lonely crowd” (muchedumbre, pero solitaria; Riesman, 1950), Eleanor Rigby y toda la gente solitaria de los Beatles; aquí, en 1966, todo eso nos parecían rarezas de anglos o suecos.

Hoy tenemos epidemia de soledad, ancianos en residencias sin ver hijos ni nietos, psicólogos y psiquiatras ocupadísimos, y, la última moda, suicidarse. Gente aislada, sumisa, volátil, dependiente de los expertos, que le decretan el protocolo de todo. Tendencialmente, sin más raíces que el Globish, la tecnología y un buen sueldo en cualquier lugar del globo.

He señalado algo de esto en La Sociedad del Delirio (Rialp, 2023). Porque la crisis actual es no sólo la más seria de la historia sino diferente a todas. Y particularmente intratable porque muchos de estos problemas no se derivan de grandes y claras injusticias (que también) ni de decisiones inmorales deliberadas (también), ni de cosas tan malas que lo vea cualquiera, sino de la vida misma en su actual versión postmoderna, posthumana y postcristiana.

Se derivan de lo específico de esta crisis: mucha gente buena, haciendo el mal sin quererlo o al menos sin verlo. Se derivan de causas estructurales, generales, indiscutidas como el paisaje o el suelo que pisas: esta economía, esta tecnología, estas comunicaciones, este mercado de trabajo, esta competitividad, esta educación. Tienen muchas cosas buenas pero nos aíslan, someten y centrifugan aunque no se vea. A mucha gente buena no le gustan los efectos pero, como no va a las causas, no intenta contrarrestarlos.

Aun siendo uno de los peores problemas de hoy, no ven nada malo porque muchas veces no se trata de un comportamiento a priori inmoral o injusto. ¿Es algo malo tener un móvil? No. ¿Y buscar trabajo en Indonesia? Pero cuando te das cuenta, la suma de desarrollos tecno-económicos descarrilados ha hecho cambiar hasta el paisaje. La crisis actual es así de rápida y radical: cuando te das cuenta, no hay burros; hace ya decenios que no has visto uno. Por no haber, tampoco hay movimiento obrero ni rebeldía estudiantil, que estaban ahí desde que nacíamos. Como para los chicos de ahora ambos movimientos sociales son historia, difícilmente aspirarán a ser críticos ni rebeldes; menos aún, idealistas: "según sean tus notas será tu nómina", decía uno de 17 años a otro.

Cuando te das cuenta, se ha vuelto muy difícil hacer amigos. Y de ellos, pocos serán "amigos para siempre, amigos de verdad" como los de Los Manolos. Hoy no vas a una casa sin mucho aviso y planificación (no vas mucho a ninguna casa, en realidad). Tus parientes, trabajando en las antípodas, o tal vez anden por Malta en una despedida de soltera.

Quedan pocas relaciones humanas indestructibles, como mi mujer y su madrina: siempre se tendrían la una a la otra, sin siquiera decirlo, hasta la muerte, como así fue. Y hablando de morir, antes, pocos morían solos. Las canciones proponían un norte muy humano, lleno de vinculaciones y raíces: “Alma, corazón y vida”, “Solamente una vez se ama en la vida”. Había mil problemas y diez mil injusticias pero aquel mundo no era un pollo sin cabeza; casi nadie lo era.

El debilitamiento de los vínculos sociales se paga, y pronto: “nos estamos quedando sin sociedad” (J. Mosquera). Decimos que mucha gente buena no hace nada por contrarrestar estos problemas porque no los ven o no les parecen nada de particular. Muchos buenos padres inconscientemente educan a sus hijos para que sean hombres “light” y, por tanto, indirectamente, para que tengan unas relaciones ligeras, centrifugadoras o ya centrifugadas.

Ya se crearán ministerios de la soledad y centros de escucha telefónica para que en su día no le falte con quién hablar; este sistema, esta economía, son lo que hay y básicamente están bien. Hay que ir a donde están los trabajos, a la Antártida si hace falta, y si no formas una familia, pues daño colateral no buscado porque hoy es muy difícil; es lo que hay, hija; no vas a vivir con los Amish ni a San Ireneo de Arnois con Prudencia Prim.

Si fuera posible, mejor sería no usar (o moderar seriamente) unas tecnologías a la larga desvinculadoras y desarraigadoras pero quien no lo ve, ni lo intentará. La causa profunda no está en nuestras actitudes (las de mucha gente corriente) sino en la economía y la tecnología que las configuran, pero el bonus paterfamilias de hoy no ataca las raíces. Nos quedamos con la rapidez, comodidad y seguridad que lo digital nos ofrece; hasta el colesterol nos lo dice el móvil, y todo con solo un click incluso desde la playa, lejos o cerca, sea la de Silgar o una del Caribe.

Esta generación, que hasta para estornudar depende del estado, de Google y de los expertos de la OMS, dice a sus hijos y educandos: no dependáis de nadie, casi ni de la familia; no os involucréis. Como si en la sociedad actual hubiera más riesgo de eso que de soledad, enfermedad mental y suicidio.

Esto no es un problema religioso; es un problema humano, que es peor. Pero para todo habrá remedio. Como dice Sancho a Don Quijote, "amanecerá Dios y medraremos". En nuestro entorno, guerra al pollo sin cabeza. ¿Cómo? Con filosofía providencialista, ironía universitaria, leer y hablar con familia y amigos.