Tribunas
30/12/2024
Muchas gracias, por favor
Ernesto Juliá
Jornada de la Sagrada Familia.
“Es de buen nacido ser agradecidos”, nos han enseñado desde pequeños a muchos de los que hoy vivimos sobre este planeta. Y mal que bien, algo hemos aprendido de esta lección.
En este fin de año es corriente que nos vengan a la cabeza, y al corazón, detalles de trato con personas, de asuntos resueltos, de sucesos imprevistos..., que de alguna manera han quedado bien grabados en nuestra memoria. Y es un buen momento para dar gracias a Dios por muchas de las cosas que nos han sucedido, y de las que seguramente no le hemos dado gracias por lo que Él nos ha ayudado.
La cuenta de lo que me ha pasado uno de estos días es consoladora: he dado las gracias a la farmacéutica que me ha atendido al comprar unas medicinas, al guardián del aparcamiento, al enfermero que me ha atendido en mi visita a la casa de salud, a un amigo que me resolvió con diligencia una cuestión, etc: y he recibido agradecimiento de los enfermos que atendí en el hospital, de una señora mayor a quien ayude a subir unas escaleras, de un extranjero que me preguntó una dirección, de un conductor a quién dejé paso –aunque yo tenía la preferencia- porque lo vi con cierta prisa, etc. El balance resultó positivo, y me salió natural dar gracias a Dios: compartir las alegrías con alguien siempre es bueno, y si además es con nuestro Padre Dios, mejor que mejor.
También me he encontrado con personas que no desean que les den las gracias, porque piensan que las gracias se dan solamente a personas “inferiores”, tomando a la letra la afirmación de un cínico: “La gratitud es virtud más de miserables que de afortunados”. Consideran que entre iguales no se dan las gracias; a uno que hace lo que tiene el deber de hacer –por contrato, por compromiso, por cualquier tipo de obligación-, no hay nada que agradecer. Y he rezado al Señor por ellas; para que les abra el alma.
No deja de ser curiosa una estadística de la sociedad norteamericana de hace ya algunos años: más del 60% de dirigentes comprendidos entre los 35 y 45 años se encontraban frustrados, desilusionados y casi deprimidos, por el trabajo realizado, no obstante haber obtenido una situación económica que otros considerarían envidiable. ¿El motivo del malestar? Darse cuenta de que a nadie le interesaba su persona, sólo les interesaba lo que hacían. Nadie les había preguntado cómo estaba su matrimonio, sus hijos, y tampoco como se encontraban ellos. Y, por desgracia, nadie les había dado jamás las gracias por nada.
Nos parece muy natural el homenaje que se suele hacer al descubridor de una medicina, a un catedrático que ha sido profesor de generaciones de alumnos, a un arzobispo que ha estado muchos años al servicio de los fieles, etc. A alguien, en definitiva, que ha prestado servicios de una cierta relevancia.
Pasan, sin embargo, inadvertidos otros servicios que son, sin duda, no menos importantes: Jesucristo nos enseña a dar gracias hasta “por un vaso de agua” que alguien nos dé; y nos abre así el camino a dar gracias por las continuas muestras de afecto y de servicio que recibimos de nuestros padres, de nuestros amigos. Una llamada por teléfono en algún momento que nos estamos viniendo un poco abajo; la pregunta por el resultado de una operación quirúrgica que hemos sufrido; la sonrisa de personas conocidas por casualidad, hombres y mujeres, con quienes apenas si hemos cambiado algún saludo o pocas palabras, etc.
Reconozco que tengo en la memoria una galería de personas hacia quienes siento una verdadera deuda de gratitud, deuda que soy consciente nunca llegaré a saldar de manera adecuada. Mi acción de gracias es rezar por ellas para que un día, y por la misericordia de Dios, nos volvamos a cruzar por las veredas del eterno Paraíso.
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com