Tribunas
24/03/2025
El transcurrir del tiempo
Ernesto Juliá
Por mucho que consigamos regular nuestra vida, encauzarla dentro de unos horarios, y defendernos así del desorden que nos acosa por doquier, pasamos los años, los meses y los días, sin acabar de familiarizarnos con ese transcurrir del tiempo, la medida de los acontecimientos entre un "antes" y un "después".
Y no sólo al hombre occidental, europeo y americano, crecido de alguna manera al margen de los ritmos de la naturaleza, de los ritmos del sol y de la luna, de las lluvias y de los vientos, le cuesta convivir con el tiempo. Cualquier otro hombre, de civilizaciones más diversas, tampoco consigue acoplar del todo su vida, los movimientos de su cuerpo, de su corazón, de su espíritu, en el ámbito del tiempo.
Aun en la necesidad de hacer depender su vida de las agujas del reloj, el hombre se resiste a que el transcurrir de su existencia pueda ser medido en horas y en minutos. "El Profeta", de Kahlil Gibran, responde así a la pregunta del astrónomo sobre el tiempo: "Queréis medir el tiempo que no tiene medida, y no podéis medirlo...Lo que es eterno en vosotros, sabe que la vida es eterna".
El tiempo no marcha en un movimiento siempre igual, uniforme. No vuelve nunca atrás, es cierto. Su andar hacia adelante parece en ocasiones cansino, a veces es tan veloz que apenas le podemos seguir, y siempre se nos antoja fugaz. En días claros, sentimos que el tiempo nos falta, que la vida no nos cabe en veinticuatro horas; y en días opacos, hasta media hora puesta a nuestra completa disposición se nos antoja un espacio que no se puede ocupar íntegramente. Son contados los días de nuestra existencia que transcurren al unísono con el caminar del tiempo, sin sentir a nuestro lado el paso minúsculo del reloj de arena.
Hechos, creados como estamos para la eternidad, nos encontramos de alguna manera extraños en el "tiempo que pasa". ¡Cuántas veces habremos deseado que el tiempo se parase, o que aligerase su andar, en la esperanza de no sufrir el ansia del futuro! Y, qué distinto es el tiempo en las avenidas de una gran ciudad, en un coche con aire acondicionado, del que se vive en las horas cercanas a un desierto.
Menos preocupados del transcurrir del tiempo los más jóvenes, en las primeras sensaciones de un tiempo ilimitado, que acompañan al riesgo necesario para lanzarse a vivir. Más conscientes del pasar de las horas, del sucederse de las estaciones, quienes han saboreado de alguna manera el sufrimiento de la cárcel del tiempo, sin descubrir en la angostura de los años el paso obligado para la eternidad.
Pretendemos medir el tiempo para conseguir dominarlo; continuamos investigando y descubriendo artilugios, cada vez más precisos y sofisticados, para conseguir calibrar hasta las millonésimas de segundo, si fuera el caso, pero el tiempo se nos escapará siempre entre las manos. No alcanzaremos jamás el sueño de apoderarnos del tiempo. Hemos pasado ya la "barrera del sonido"; los límites del tiempo permanecen siempre infranqueables. El dar cuerda al reloj por la noche puede alimentar en nosotros la ilusión de que ya hemos asegurado la salida del sol al amanecer.
Estudiamos acontecimientos de tiempos pasados; proyectamos con visión amplia de futuro; pero en definitiva el único tiempo es este que está aquí, hoy, ahora, y ni siquiera delante de nosotros como un espacio que hemos de recorrer, sino dentro de nosotros, como unas vivencias. San Agustín lo dijo con palabras certeras, en el libro XI de sus "Confesiones": "No se puede decir con propiedad que los tiempos son tres: el pretérito, presente y futuro; sería tal vez más propio decir que los tiempos son tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las futuras". Ese "presente" que sólo el alma puede medir.
Jorge Luis Borges lo supo expresar muy bien en pocos versos: "En un día del hombre están los días/ del tiempo, desde aquel inconcebible/ día inicial del tiempo..."
El tiempo es siempre un extraño en nuestro vivir; un extraño, sin embargo, que nos acoge y nos rechaza, nos acorrala y nos empuja. En algunos instantes, incluso, tenemos la sensación de que el fluir del tiempo se para, de que ya no hay más girar de los astros ni movimiento de las estrellas y de las aguas, sino en la quietud del espíritu que recoge, como en un adelanto de eternidad, el pasado, el presente en un futuro siempre comenzado, como si estuviera ya al otro lado de la historia. Unos latidos del corazón, y todo vuelve a comenzar.
El transcurrir del tiempo anima y desanima; exalta y deprime, da fuerzas y agota; y al final siempre es breve. ¡Qué breve es la vida!, me comentó con toda su ingenuidad una anciana de 97 años, en plena lucidez mental y ya serena en los brazos de la muerte.
Si el ritmo del cuerpo puede ser medido en horas de reloj, toda esa zona de nuestro vivir que transcurre no impregnada en el pálpito del tiempo busca ansiosa la eternidad; es como una ventana abierta a lo divino. - ¿Cuál es el tiempo del amor? ¿Cuál es el tiempo del odio, del perdón, de la alegría y del llanto, de la angustia, de la pena, del sonreír?
Una ventana que permanece entrecerrada hasta el momento del morir. Mientras llega esa hora, el tiempo es el único ámbito de nuestro vivir: no estamos nunca fuera de sus garras, de sus embelesos. Quizá un canto, una melodía -"misteriosa forma del tiempo" (Borges)-, un suspiro, un anhelo lanzan como una maroma que no alcanza del todo su noray en la eternidad, y retorna al tiempo de estar aquí, hoy y ahora.
La Escritura nos recuerda que, para Dios, "mil años son como un día; y un día como mil años". Dios nos ha hecho de alguna manera partícipes de su propia naturaleza, y quizá hemos saboreado también en algún momento ese estar liberados de la cárcel del tiempo. Los más de los días, sin embargo, el tiempo nos vence, y al estrenar el alba de otro día de nuestro vivir, nos queda quizá sólo el recurso de acudir a Dios con la oración que Borges escondió en el poema dedicado a James Joyce: "Dame, Señor, coraje y alegría/ para escalar la cumbre de este día".
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com