Tribunas
14/04/2025
Semana Santa
Ernesto Juliá
Procesión Semana Santa de Sevilla.
El Domingo de Ramos entra Jesucristo en Jerusalén para ofrecerse a Dios Padre en sacrificio por nuestros pecados y para abrirnos, con su muerte y resurrección, las puertas del Cielo. No le dejemos sólo. Pensemos en Él; leamos las páginas de la Pasión de Cristo, con amor; unámonos al Vía crucis, participando de su dolor. Hemos de revivir en nuestro espíritu los momentos de la Pasión de Cristo para que estos días dejen una huella honda en nuestro espíritu.
Cristo llora sobre Jerusalén, porque la gran ciudad no le quiere recibir. Jerusalén es el mundo que no quiere reconocer a su Creador; Jerusalén somos cada uno de nosotros, cuando rechazamos las invitaciones de Dios para enamorarnos de Él y caminar según sus mandamientos y consejos.
Después de entrar en Jerusalén sobre un borrico; de echar a los mercaderes del templo; de pasar un tiempo en Betania en casa de sus amigos Marta, María y Lázaro, el Señor nos da un mandamiento nuevo:
“Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado”, y lo pone inmediatamente en práctica, lavando los pies a sus discípulos.
¿Cómo podemos guardar todavía, en algún rincón del alma, rencor, odio, discriminación, desconfianza, prejuicios? Los cristianos hemos de amar con el corazón de Cristo, con un amor sin límites. Amar es servir, es dar la vida por los demás, día a día, amar es vivir ocupado de quienes nos rodean, es abajarse para hacerles la vida agradable, es olvidar las ofensas, es perdonar, es rezar por quienes nos hacen mal.
Para darnos fuerzas y alimento y sostenernos en el camino de la vida cotidiana cristiana, y conducirnos a la vida eterna, Jesucristo instituye la Eucaristía: “vida de nuestras ánimas, medicina de nuestras llagas, consuelo de nuestros trabajos, memorial de Jesucristo, testimonio de su amor... brasa para encender el fuego del amor divino” (Fray Luis de Granada).
Poco después de rendirse en el servicio de los demás, y de darnos la mayor prenda de su amor: Él mismo en la Eucaristía; Jesús sufre la traición de Judas, uno de sus apóstoles, y abandonado por los demás. Hasta el mismo Pedro, quién será más tarde su Vicario en la tierra, niega haberle conocido.
Solo, abandonado de todos en la Cruz, el Señor habla con Dios Padre y dialoga con los hombres. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Muere pidiendo perdón a Dios Padre por nosotros. Esta es nuestra gloria, la Cruz de Cristo; y en ella, hemos de pedir perdón a quienes hemos ofendido y perdonar de todo corazón a quienes nos ofenden.
“Tengo sed”. Jesucristo acusa el peso de la indiferencia de los hombres; y nos recuerda que echa en falta un poco de afecto, un detalle de cariño, una limosna de amor.
“En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
El Señor se conmueve con el acto de fe del buen ladrón, que le transmite la luz que ha llenado su corazón al verle cargar con la Cruz, caerse, levantarse, sufrir los insultos y las blasfemias de la muchedumbre; y le manifiesta el anhelo de su alma: “Acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino”. Con esa misma fe hemos de confesarle nosotros, sin avergonzarnos de pedirle ayuda en nuestras necesidades, y de manifestar nuestra fe, incluso con la muerte, si fuera necesario.
“Mujer, he ahí a tu hijo”. “He aquí a tu Madre”. Cristo consuela a María y, ahora, consuma su obra y nos la da por Madre. Sólo al lado de María, Madre de Dios y Madre nuestra, aprenderemos a amar a Cristo.
“Todo está consumado”, “Padre, en tus manos entrego mi espíritu”; y, diciendo esto, expiró. Hemos visto morir a Jesús; le hemos acompañado —¡qué buen ejercicio de piedad es el Vía Crucis!— hasta la cumbre del Calvario.
Al terminar los oficios del Viernes Santo, la Iglesia queda a oscuras. No hay lámpara que anuncie la presencia del Santísimo Sacramento. Jesús está ya enterrado en el Sepulcro, y nosotros nos recogemos ante la Cruz, sin crucificado, para “llorar, creer y amar” (San Josemaría Escrivá).
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com