Tribunas

O la cruz o la imagen de Kant

 

 

José Francisco Serrano Oceja


Cruz del Valle de los Caídos.

 

 

 

 

El Domingo de Ramos de 2019, el Papa Francisco dijo en su homilía que “con la cruz no se puede negociar, o se abraza o se rechaza”.

Dentro de mis lecturas de estos días previos a la Semana Santa, me tiene succionado un libro del teólogo austriaco Jan-Heiner Tück titulado “Crux. El escándalo de la cruz”.

Editado por la jesuítica Sal Terrae, confieso que llevo más de medio libro leído compulsivamente y aún no lo he terminado. Espero que al final no derrape.

Es una buena mezcla de teología y literatura en el horizonte de un análisis de nuestro mundo postsecularizado.

Aunque creo que debiéramos definir nuestro tiempo como pagano. De aquel paganismo estoico, romano –mis alumnos de historia de la única historia que saben algo es de la de Roma-, que no rechazaba el politeísmo, o el gnosticismo, mientras se mantuviera ausente de la pretensión de verdad y de ser determinante en el cambio en la vida de las personas. Un cambio, metanoia, conversión, que pusiera en duda los fundamentos del sistema.

En no pocos momentos de la lectura de este libro me he acordado de la cruz de El Valle de los Caídos, de momento no resignificada.

Como dice mi buen amigo Alejandro Rodríguez de la Peña, uno de los grandes medievalistas de nuestro tiempo, si buscamos en la historia de la Iglesia no encontraremos el concepto de resignificación. Lo más parecido es el de profanación.

Ya nos advirtió el teólogo Hans Urs Von Balthasar: “La cruz hace saltar cualquier sistema”. Aunque haya muchas cruces, aunque la cruz se secularice y se convierta en un amuleto de moda para ciertos sectores alternativos, las cruces, sea cuales fueran, siempre remitirán a la cruz. En la historia hubo, hay y habrá muchos crucificados que son también el crucificado.

Estamos en un tiempo en el que, según escribió el profesor Thomas Hürlimann, “primero desaparecen los signos; después, lo significado”.

Nuestra época es la del intento de que desaparezcan los símbolos, como actuación de la fuerza operante contraria al símbolo, pero también por el proceso de banalización de los símbolos. La oposición al símbolo es la oposición al significado. La banalización del símbolo es la banalización del significado.

Llama la atención que las polémicas culturales, incluso jurídicas, sobre la religión en el espacio público acaben, o empiecen, habitualmente con la cruz. Es lógico, es el símbolo de lo esencial.

En el caso de El Valle de los Caídos no olvidemos que la primera propuesta de Podemos fue la de cortar los brazos horizontales de la cruz para convertirla en un monolito, símbolo por cierto eminentemente masónico.

La cuestión que me plantea es por qué los chicos, y las chicas, de Podemos no han entendido lo que tenían claro algunos destacados políticos de la historia de España de izquierdas, el profesor Tierno Galván o Juan Alberto Belloch.

Para salirme de España, recordaré al ensayista y filósofo José Enrique Rodó (1871-1917), uruguayo, que cuando en su país los círculos liberales de talante positivista y masónico quisieron, hacia 1900, quitar los crucifijos de los hospitales, preguntó si en lugar de la cruz iban a colgar una imagen de Kant.

La cruz, para este intelectual agnóstico, o modernista, era “un modelo de amor y desinterés” incluso para los ateos y librepensadores.

Entendía que hay ateos que sufren por no poder creer, “no hay nadie, escribiría este autor, a quien puedan pedir gracia. ¡El orgulloso descreído! No puede arrodillarse ante nadie: es su cruz”.

Para los creyentes convendría no olvidar aquello de san Justino Mártir en su Apología: “No se puede navegar atravesando el mar, más que si en el barco está incólume el trofeo de la cruz, el mástil”.

 

 

José Francisco Serrano Oceja