Tribunas

La Familia, misión del hombre

 

 

Ernesto Juliá


Familia.

 

 

 

 

 

Las discusiones y los argumentos en Europa sobre la esencia y misión de la Familia –y subrayo la Familia- siguen en pie, y tengo la impresión de que continuarán ocupando mucho espacio y papel impreso.

Y no solo las discusiones. Las legislaciones europeas sobre la Familia están a la orden del día; y la banalidad de los argumentos para imponer leyes inventando modelos “familiares” da la impresión de que el asunto no tuviera mayor transcendencia que determinar la cuota de naranjas que corresponde producir a cada país, o las medidas de los cinturones de seguridad que los automovilistas deberán usar cuando viajen por carreteras europeas.

Quizá la importancia de la Familia sea el primer aspecto que conviene resaltar en estos años en los que queremos establecer los fundamentos de una nueva civilización y cultura. A algunos, en Europa, puede parecer obvio que cualquier cultura como las que hasta ahora nos han precedido, haya de asentarse sobre la unión de un hombre y una mujer, de una mujer y un hombre, estable y para siempre.

Otros, en cambio y por desgracia, quieren subrayar que para constituir una familia solamente hace falta un acuerdo de voluntades, deciden considerar la familia como un contrato más, abierto a las características y a las cláusulas que se quieran, incluida también la temporalidad: para uno, dos, tres años, etc.

En esta línea, algunas legislaciones estatales están tratando de igualar la familia con otro tipo de uniones, utilizando criterios muy superficiales y arbitrarios. Por ejemplo: algunos consideran que, para reafirmar la igualdad de todo, se debe suprimir la exigencia de la diferencia de sexos entre los contrayentes. Con esta opinión, dicen, no habría inconveniente en admitir que dos hombres que conviven y alquilan un hijo a la vecina, pueden ser considerados por ley como un “núcleo familiar” más. Y lo mismo, si son dos mujeres. Con estos “prejuicios” se vacía de sentido el derecho de familia elaborado durante siglos y se incluyen bajo el sagrado nombre de “Familia”, uniones que nada tienen que ver con la familia, y que además de estar en desacuerdo con la naturaleza y la ley natural, lo están también con la Ley de Dios, el Creador: hombre y mujer los creo, creced y multiplicaos.

Juan Pablo II, y con él todos los Papas, no han dejado, y siguen en su misión, de exhortar a todos los cristianos para que, cada uno en su ambiente, tratase de “recuperar la identidad cristiana del matrimonio y de la familia”. La familia, recordaba “ha de llegar a ser una comunidad de personas al servicio de la transmisión de la vida y de la Fe”. Mucho antes de un “contrato”, un acuerdo de voluntades, la Familia es una misión que Dios encarga a la mayoría de los hombres y de las mujeres de este mundo.

Y es significativo que haya señalado esta característica antes de hablar de la familia como “célula primera y vital de la sociedad”. Eso viene después. Lo principal es la colaboración que Dios ha querido pedir a los seres humanos para seguir manteniendo en pie la Creación y dar vida a los planes divinos de redimir el pecado y santificar a hombres y mujeres, dando a conocer su Nombre en toda la tierra.

Transmisión de la vida y transmisión de la Fe. Esta es la misión de la familia cristiana que lleva consigo no pocos sacrificios, junto a tantas alegrías, ciertamente, porque el cristiano siempre procura unir la Cruz a la Resurrección del Señor y a su Ascensión al Cielo. Y con este fundamento, la familia, padres e hijos, con las prolongaciones que sean del caso, se puede convertir en “célula primera y vital de la sociedad”.

Si una sociedad desea crecer y desarrollarse; si es posible que una cultura llegue a germinar y dar frutos, los Estados deben cuidar y proteger la familia. Proteger supone respetar la naturaleza y los fines propios de la familia. Para esto hay muchos cauces a disposición: desde reducir los impuestos según el número de hijos, hasta facilitar la carga económica de la prole; facilitar créditos para que una familia de cuatro o cinco, de siete u ocho hijos pueda conseguir vivienda adecuada y espaciosa, y desarrollar así con libertad y paz su misión de “transmitir la vida y la Fe”.

Sin familias semejantes, cualquier intento de nueva civilización, de nueva cultura no tendrá fundamento sólidos y duraderos. El ejemplo de Europa, en su totalidad, es bien patente.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com