Tribunas

En la Estancia de las Lágrimas: La primera oración del nuevo papa

 

Jesús Colina


León XIV es el nuevo Papa.

 

 

 

 

 

 

 

Cuando el cónclave haya escogido al nuevo pontífice, se recogerá en meditación en la Estancia de las Lágrimas para revestirse con las vestiduras pontificias antes de salir al balcón de la fachada de San Pedro. Allí elevará su primera oración siendo papa. Una oración que bien podría parecerse a esta meditación que con libertad compartimos para expresar el estado de ánimo que embarga al nuevo obispo de Roma. Esto lo escribo horas antes de ser elegido León XIV.

 

Silencio. Un silencio espeso, sagrado, me envuelve mientras me quedo solo en esta pequeña habitación. Apenas he cruzado el umbral, la puerta se ha cerrado a mis espaldas. La Estancia de las Lágrimas. ¡Qué nombre tan apropiado! Me siento en una silla sencilla, de madera. Todo está dispuesto para la presentación que sigue, pero yo no puedo moverme aún. Me tiemblan las rodillas. Miro al suelo. Respiro. Y en mi interior se alza una oración que no he preparado, que no proviene del intelecto, sino de lo más hondo de mi ser:

 

Mi pobreza, mi riqueza

“Señor… ¿por qué me has elegido a mí? ¿Qué has visto en este siervo frágil y pecador? ¿Qué esperas de mí? ¿Qué quieres hacer conmigo?”.

Me doy cuenta de que no tengo respuestas. Sólo tengo preguntas. Sólo tengo mi pobreza. Mi pobreza es mi única riqueza. Pero es justamente aquí, en esta pobreza, donde empieza el misterio. Hoy no ha ganado una estrategia ni un cálculo humano. Hoy, Señor, Tú has ganado. ¡Hágase tu voluntad! Tú has hablado a través de tus cardenales. Yo no me he buscado este peso. Me ha sido dado. Tú lo has querido.

Y entonces, sin quererlo, me asalta el miedo.

 

Miedo de tener miedo

Un miedo limpio, no de cobardía, sino de reverencia ante lo que ahora comienza. ¿Cómo se guía al  Pueblo de Dios? ¿Cómo se sostiene el peso del mundo entero desde esta cruz blanca? ¿Cómo se acompaña a desfavorecidos, ricos, encarcelados, niños, enfermos, científicos, políticos, matrimonios rotos, jóvenes sin esperanza, ancianos temen a la muerte? ¿Cómo se habla en nombre de Cristo a este mundo tan dividido, tan hambriento de sentido y tan desconfiado del amor?

Tengo miedo de no estar a la altura.
Miedo de decepcionar.
Miedo de que me venza la vanidad, la rutina o el cansancio.
Miedo de olvidar que soy un pastor, no un príncipe.
Miedo de perder la mirada de Cristo.

 

Responsabilidad, responsabilidad inmensa

Siento la conciencia de una responsabilidad inmensa. He sido llamado, en este instante de la historia, a ser el sucesor de Pedro. A mí, pobre hombre, me ha sido confiado el deber de confirmar a los hermanos en la fe. ¿Y cómo confirmarles, si yo mismo no me dejo confirmar cada día por el Señor?

Ahora, más de mil millones de bautizados me miran. No esperan un superhombre. No esperan que sea perfecto. Pero sí esperan fe, esperanza y amor.

Fe, para que puedan apoyarse en una roca firme cuando el mundo se tambalea.

Esperanza, para que no se rindan, para que crean que el mañana de Dios es más grande que los fracasos de los hombres.

Y amor. Sobre todo, amor. Amor que no juzga, que abraza, que acoge. Amor que lava los pies. Amor que muestra que Dios no está lejos, sino dentro de nuestras heridas.

¿Quién puede amar así sin antes haberse sentido amado? Solo puedo dar lo que he recibido. Solo puedo ser pastor si me dejo pastorear por Cristo. Y en este momento, aquí, antes de ponerme la blanca sotana, me siento sostenido por un amor que me precede. Por eso, aunque tengo miedo, me sé libre.

 

Libre porque soy amado

Sí, ¡libre!
No me he elegido a mí mismo. No me he alzado por mis méritos. He sido llamado y elegido por otros. Esta elección no es un privilegio. Es una cruz. Pero es también una liberación: porque ya no dependo de mis proyectos, de mis planes, de mi voluntad. Dependo sólo de Dios. Y esa dependencia me libera.

En esta estancia de las lágrimas, mi única seguridad es esta convicción profunda: “Tú, Señor, lo has querido. Tú sabrás guiar. Yo no sé. Pero Tú sí sabes. Me abandono en Ti”.

Y al pensar en Ti, Señor, no puedo dejar de mirar hacia María.

María, Madre de Jesús, mi Madre espiritual, tú estuviste allí cuando el ángel te dijo que serías madre del Salvador. Tú también tuviste miedo. Tú también preguntaste: ‘¿Cómo será esto?’ Y confiaste. Hoy, Madre mía, acompáñame. Ayúdame a decir ‘sí’ como tú. Enséñame a guardar todo en el corazón. A no correr. A escuchar. A estar de pie junto a tantas cruces. Sé tú mi intercesora constante. Recuérdame siempre que soy hijo, antes que nada”.

 

No separarme nunca de la ternura

Pienso en mi madre.
En su voz, en sus abrazos, en su fe sencilla. ¡Cómo rezaba por mí!
Pienso en mi padre, en su trabajo silencioso, en su amor por la verdad.
Ya no están en esta tierra, pero los siento cerca, muy cerca. Como si hoy, desde el Cielo, me miraran y me dijeran: “No tengas miedo. Estamos contigo”. Sé que estarían muy orgullosos, aunque sé también que me dirían: “Sé humilde. Sé bueno. Sé tú mismo.”

Recuerdo a mis hermanos.
A mis amigos de juventud.
A aquellos que han estado conmigo en las horas buenas y en las malas.
A los que me conocen como soy: con mis luces y mis sombras.
A los que me aman y a los que amo.
Hoy los abrazo interiormente. No quiero fallarles. No quiero que el peso del cargo me aparte de la ternura de sus rostros. Que nunca me olvide de que el amor concreto es el termómetro del Evangelio.

Respiro hondo.
Ya me llaman.
Me esperan las vestiduras. El alba. La sotana blanca. El roquete. La muceta. La estola. El solideo.

 

¡Adelante!

Las ropas cambian.
Pero yo sigo siendo el mismo hombre.
Sólo que ahora soy siervo de todos.
Y sobre mis hombros se apoya una misión que me supera.

Saldré. Pronto pronunciaré mis primeras palabras.
No sé qué diré aún. Pero una cosa sí sé:
Diré que rezo por el mundo. Y que pido que recen por mí.

Porque este camino no lo puedo recorrer solo.
Porque este peso solo puede sostenerse en comunión.
Porque solo el amor hace creíble el Evangelio.

Y entonces, con lágrimas en los ojos,
me levanto. Y voy adelante.