Tribunas
15/05/2025
La cofradía de los que no van a misa
José Francisco Serrano Oceja
Don Bernardino es un cura que bien merecía una serie de Netflix. Diría que es un sacerdote de esos que se las saben todas.
Un día, en su pueblo, tuvo la santa osadía de pensar en aquellos que no iban a misa, que no eran pocos. Ya se sabe, mayoritariamente hombres. Como llegaban los días santos y el Cristo, en preciosa talla, se quedaba en la Iglesia, y lo de las procesiones se ponía de moda, se le ocurrió montar una cofradía de los que no iban a misa.
Había cofradías en la parroquia, de las de toda la vida, con los que iban a misa, bueno, más o menos. ¿Por qué no enganchar a los que no iban a misa con una actividad que ahora estaba de moda?
Hete aquí que don Bernardino se dedicó a ir por los bares, por las fábricas, por los talleres, invitando a los hombres a formar parte de la cofradía de los que no iban a misa. Su capacidad persuasiva fue tal que consiguió que algo más que un centenar de personas se apuntaran a la cofradía.
Llegó el momento de hacer lo hábitos. Como no había dinero, compró unos buenos metros de tela, los dividió en trozos y le dio a cada hombre uno para que sus mujeres les hicieran el hábito. Ya tenía a toda las mujeres del pueblo compitiendo a ver quién le hacía a su marido el hábito más estiloso.
Pues nada. Que el día santo, los hombres que no iba a misa, se reunieron en la Iglesia para sacar al Cristo.
Lo que hizo para que le diseñaran unas andas que pudieran bailar solas, es mejor no contarlo.
Y así comenzó la cofradía de los que no iban a misa, pero sí sacaban al Cristo en su fiesta.
A don Bernardino se le ocurrió además que había que darle forma jurídica a la cofradía. Redactó unos estatutos y se presentó en la vicaría judicial de su diócesis. Cuando el infraescrito canonista vio de qué se trataba, se llevó las manos a la cabeza y dijo que por encima de su cadáver, que eso era un despropósito que atentaba contra todos los principios del derecho canónico. Los que no creen perteneciendo a una cofradía de la Iglesia…
Don Bernardino, que tenía una cierta relación con el cardenal don Marcelo, se fue a ver a su Eminencia. Don Marcelo le escuchó muy atentamente, -ya sabía de las originalidades varias de don Bernardino-, y le dijo muy solmene: “Hombre, Bernardino, la pastoral de la increencia, enfócalo por la pastoral de los alejados, de la increencia”.
Por cierto que don Bernardino aprovechó para decir que un día don Marcelo se puso muy serio con él cuando supo que se dedicaba a hacer carreras de velocidad con conches tuneados. Era su apostolado con los conductores. Y se lo prohibió terminantemente, lo que cumplió con filial obediencia.
La profesión del Cristo sigue saliendo, con esa misma cofradía, y cada año, el periódico local, la anuncia como la procesión de los que no van a misa.
La historia continúa porque las hazañas de don Bernardino no terminan aquí. Si les cuento cómo le sacó dinero a la ministra Matilde Fernández para montar una residencia, no lo creerán.
Don Bernardino acaba de cumplir cincuenta años de sacerdocio. Bendito sacerdocio.
Le escuché la pasada semana, con motivo de san Juan de Ávila, en la diócesis de Astorga mientras estábamos comiendo. Hacía tiempo que no me reía tanto con una historia que bien pudiera formar parte del próximo libro de Guareschi, si lo pudiera escribir.
Cada vez que tengo la oportunidad de convivir con un grupo numeroso de sacerdotes, me sorprende la riqueza de experiencias, la generosidad, la pluralidad de sus estilos y formas y la fecundidad de la vida entregada. Vamos, la santidad de vida.
José Francisco Serrano Oceja